martes, 8 de octubre de 2019

CAPITULO 98 (PRIMERA HISTORIA)




Aquello no se lo esperaba.


Pedro estaba preparando el desayuno. Su cerebro todavía no había asimilado las palabras de Paula. En realidad, la pregunta que le hubiera
formulado habría sido si su padre estaba muerto, no vivo; pero, en el último momento, se le había ocurrido cambiar la última palabra, todo un acierto; o no, según cómo se mirase...


—Doctor Alfonso.


Él se giró y su cuerpo y su corazón se envalentonaron al verla. Le había lavado el camisón la noche anterior. Esa mañana lo había puesto en la secadora y, después, lo había planchado para que ella lo tuviera limpio al despertar. Y, ahora, se presentaba ante Pedro en lo que definía como pijama, cuando, en realidad, era un trozo de seda que apenas le cubría las nalgas, pero estaba tan dulcemente sexy asomándose las braguitas de encaje, que le encantó el escaso largo de la tela.


Paula se restregó los ojos. Los rastros de sueño, en su precioso rostro, provocaron que su estómago se encogiese. Él sonrió y se acercó. 


La cogió en brazos y la sentó en la encimera. 


Ella bajó los párpados, meciéndose como si siguiese durmiendo. Pedro soltó una risita, se inclinó y la besó en la mejilla.


Es adorable...


—¿Por qué no te vas a la cama? Es domingo, y muy pronto —le dijo Pedroen voz baja—. Ayer nos acostamos muy tarde.


Apagó el fuego, retiró la sartén a un lado y se colocó entre sus piernas.


Automáticamente, su novia se derrumbó en su pecho, suspirando. Él la abrazó con ternura, ella murmuró palabras ininteligibles que le arrancaron otra sonrisa, y la alzó por el trasero. Paula lo rodeó con los brazos, sin fuerza. La
llevó al sofá, donde la tumbó y tapó con una manta, mientras se hacía un ovillo y se abandonaba al mundo de los sueños.


Pedro desayunó fruta, huevos revueltos y jamón a la plancha, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el sillón, a los pies de su pelirroja durmiente, entre la mesa y la terraza, sobre la alfombra. Veía la televisión sin volumen para no molestarla, también porque así escuchaba la relajada respiración de ella, que lo sumía en una paz indescriptible.


Dos horas más tarde, en la misma posición, unos brazos rodearon su cuello y unos labios depositaron un cariñoso beso en su cabeza. Él se giró y atrapó a su cautiva en su regazo. Ella, entre risas, se acomodó a horcajadas.


—Hola, mi bruja —le acarició la nariz con la suya en un tierno beso esquimal.


—Hola, mi doctor Alfonso —se inclinó y lo besó en los labios, sujetándole la nuca con las dos manos con electrizante suavidad.


Ambos inspiraron aire de manera acelerada. Se contemplaron unos segundos y se encontraron a mitad de camino... Se besaron despacio, acunándose el uno al otro. Pedro la pegó a su cuerpo, decidido, pero pausado. 


Paula le enroscó las piernas en la cintura. 


Gimieron ante la fricción de sus caderas y ella comenzó a restregarse contra su erección, le necesitaba...


Él aulló... consumió su boca, exprimió esos labios que tanto lo chiflaban, porque era extraordinario besarla... Necesitaba sus besos a todas horas, ¡a cada segundo! Y cómo lo besaba ella... increíble. Su interior era un caos,
porque Pedro Alfonso ya no sabía vivir sin desorden ni desconcierto, porque adoraba a su dibujo animado...


Le introdujo las manos por dentro del camisón y las subió por su esbelta espalda. Toda esa piel repleta de pecas ardía de forma deliciosa. La mimó con las yemas de los dedos, notando cómo se erizaba, cómo contenía el aliento, cómo se excitaba y cómo se avivaba él con solo rozarla...


Los labios se despegaron para entrelazar las lenguas, que embistieron de manera extenuada, robándoles jadeos incontrolados. Un escalofrío los recorrió por igual. Vibraron en brazos del otro. Se estrecharon más aún, aunque pareciera imposible por lo adheridos que ya estaban.


Su inocencia, su entrega, su confianza ciega en Pedro, hasta su inexperiencia, lo volvían loco... Paula no sabía lo hermosa que era; sus gestos, sinceros e ingenuos, la convertían en una mujer irresistible. Era ella quien lo dominaba, no al revés. Pedro había perdido la cabeza hacía ocho meses.


Y, en ese momento, estaba en el cielo... Sus manos se calcinaban por el calor que desprendía Paula; las deslizó hacia la cicatriz, que dibujó a placer, era su lugar favorito. Bajó a las caderas, que oprimió contra las suyas, y
ahondaron el beso, pero sin acelerar el ritmo. Le mordisqueó los labios con mucho cuidado y ella se derritió, emitiendo ruiditos agudos que le provocaron a él un gruñido de satisfacción. 


Metió las manos por dentro de sus braguitas, pero, a pesar de que agonizaba por cobijarse en su interior cuanto antes, permaneció en la misma posición, venerando cada rincón que pudiera con los dedos.


Paula bajó las manos hacia el borde de su camiseta y se la subió poco a poco, arañándolo adrede, hasta despojarlo de la prenda.


—Joder, me encanta que hagas eso... —le susurró Pedro, grave.


Fue a quitarse las gafas, pero ella se lo prohibió:
—Me gustas con gafas, doctor Alfonso —rozó sus pectorales con los dedos, mientras se mordía el labio magullado y enrojecido, embobada en su cuerpo.


Pedro obedeció, por supuesto.


—Eres tan... —dijo ella, en un trémulo suspiro, ensimismada solo en él—. Eres tan guapo... Llevo tanto tiempo soñando con esto, con estar así contigo... tanto tiempo... —lo miró.


Esas gemas turquesas perforaron el alma de Pedro y se paralizó por sus palabras, cargadas de tanto significado.


Yo creo que llevo toda mi vida soñando contigo... esperándote...


Paula apoyó las manos en su rostro, se inclinó y lo besó con tal dulzura que se precipitó por un acantilado... ¿Sería posible que ella correspondiera sus sentimientos? La esperanza lo inundó.


La sujetó con fuerza por la cintura, besándola; se levantó con ella y la tumbó en la alfombra. 


Reservó los mordiscos para otra ocasión, ahora anhelaba consumir sus labios durante una gloriosa eternidad. Paró para retirarle el camisón por la cabeza y la besó otra vez, más intenso, aunque continuaron sin aumentar el ritmo; ninguno hizo el intento de variar. Paula lo mimaba con su boca y con sus manos, mareándolo de placer. Y gimieron los dos, empujándose el uno contra el otro.


Y no lo soportaron más... Pedro resbaló las braguitas por sus piernas, al tiempo que ella le deslizó los pantalones del pijama y los calzoncillos hacia abajo.


—Abrázame —rugió él.


Ella lo rodeó con las piernas y Pedro la penetró muy, pero que muy, pausado, adrede, observando los cambios que se producían en el cuerpo y en el rostro de Paula, disfrutando del abrigo que le estaba proporcionando al acogerlo en su mágico interior.


—Eres maravillosa... —pronunció Pedro, escondiendo la nariz entre sus cabellos—. Me encanta... —salió y volvió a embestirla, acompasado— hacerte el amor...


Ambos temblaron. Y jadearon cuando repitió el movimiento.


Te amo... Y nunca sabrás cuánto, porque ni yo mismo lo sé...



Pedro... —gimió Paula, clavándole los talones en el trasero, al borde del éxtasis—. Solo... Solo...


Pedro la entendió, entrelazó las manos con las suyas y levantó la cabeza para mirarla.


—Solo tú y yo, nena...


Y estallaron en llamas.


La rendición fue abrumadora. Ella gritó su nombre cuando el clímax se apoderó de su ser y él pereció al contemplar cómo se deshacía entre sus brazos, una imagen que atesoraría para siempre en su corazón.


—Paula... —se desplomó encima suyo, sobrecogido.


Lo siento por ti, pero nunca vas a separarte de mí...


Cuando recuperaron el aliento, la cogió en brazos, aún desnudos, y la transportó a la habitación.


—¿Compramos el árbol? —le sugirió Pedro, bajándola al suelo.


—¡Vale! —brincó de emoción—. Voy a ducharme.



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