martes, 8 de octubre de 2019
CAPITULO 97 (PRIMERA HISTORIA)
Él estaba preparando la mesa del salón. Llevaba solo unos pantalones de pijama gris oscuro y las gafas, nada más. Estaba increíble. Pau tragó saliva para no babear.
—¿Me has comprado perchas de mi color favorito? —le preguntó ella, sonriendo.
Pedro se incorporó. Un tenue rubor le tiñó los pómulos. Asintió. Paula se acercó, mordiéndose el labio por el voraz análisis que le estaba dedicando, de la cabeza a los pies. Los pinchazos en su vientre se sucedieron uno tras otro.
Se puso de puntillas y lo besó en la mejilla.
—Gracias, Pedro.
—La cena... —carraspeó, ronco—. La cena ya está lista.
Ella guardó las perchas en el armario y se reunió de nuevo con Pedro en el salón. Se acomodaron en el suelo, en torno a la mesa. Paula se sentó
enfrente de Pedro y colocó un cojín entre las piernas dobladas; la mesa era de cristal y ella utilizaba su propia ropa interior, no calzoncillos que la cubriesen, no se sentía cómoda tan expuesta. Pedro se fijó, supo por qué lo había hecho y le dijo, en un ronco susurro:
—No te miraré, si eso te hace sentir mejor, aunque me será casi imposible porque no puedo dejar de hacerlo cuando estás cerca. Puedes vendarme los ojos...
Pau tragó saliva con esfuerzo, también seria y sonrojada.
—Lo siento, sé que es infantil y...
—No eres infantil —la cortó él, alargando una mano por encima de la mesa —. No pasa nada, ¿vale? Eres tímida —y añadió en tono más ronco—, y eso me encanta.
Ella sonrió y le apretó la mano con suavidad.
Pedro le besó los nudillos. Paula amplió su sonrisa y, cuando se percató de lo que iban a comer, su corazón estalló: perritos calientes. Se levantó, para sorpresa de él, y se acomodó entre sus piernas, estirando las suyas y pegando la espalda a su cálido pecho. Pedro le besó la sien, dulce y cariñoso.
Y así cenaron.
—¿Te gusta la música? —se interesó Pau durante el postre, entre sus
brazos, disfrutando de un chocolate caliente en su nueva taza.
—Prefiero la música clásica, aunque escucho de todo.
—¿Y si pones algo?
—Está todo dentro de la tele —le explicó, incorporándose—. Manuel se encargó de copiar nuestros cedés y grabarlos en el Apple TV.
Había estado varias veces en esa estancia, incluso había visto la televisión, pero, cuando Pedro abrió el mueble blanco donde reposaba la impresionante pantalla ultraplana, Paula se quedó estupefacta por el despliegue de medios de última generación de la marca Apple que se hallaban en el interior.
Él se arrodilló, encendió el televisor y accionó la música, ordenada por carpetas; una de ellas se llamaba Villancicos.
—¡Esa! —exclamó ella, apuntándola con un dedo.
Pedro obedeció.
—¿Y los altavoces? —quiso saber Pau, extrañada de no verlos por ninguna parte.
—En el techo —se sentó a su lado—. En cada habitación, hay un aparato que selecciona la carpeta que cada uno quiera escuchar. Manuel puede oír una cosa, Bruno, otra y yo, otra, todas distintas. Solo tenemos que seleccionar la opción múltiple.
Frank Sinatra comenzó a cantar Have yourself a Merry Little Christmas.
El corazón de Paula se disparó. La emoción la embargó. Sonrió, se puso en pie y le tendió la mano.
—Baila conmigo, por favor —le rogó en voz baja y temblorosa.
Él la miró unos segundos, se levantó y aceptó el gesto. Ella lo guio hacia la terraza. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas sin remedio. Los recuerdos la golpearon con fuerza. Entrelazó los dedos con los suyos, lo tomó de la otra mano y le obligó a posarla en la parte baja de su espalda. Recostó la cabeza en su pecho, le rodeó el cuello con el brazo libre, cerró los ojos y suspiró.
Al principio, Pedro no reaccionaba, estaba rígido, por lo que Paula empezó a mecerse muy despacio, le pisó los pies y le movió las piernas con las suyas. Él lo intentó, con torpeza, arrancándole a Pau alguna que otra suave
carcajada.
—Me encanta la Navidad —le confesó ella en un susurro—. Mi abuela y yo decoramos el árbol el mismo día veinticuatro por la mañana. ¿Y vosotros? —lo miró.
—Nunca hemos comprado un árbol ni nada por el estilo —se encogió de hombros.
—¿Te gusta la Navidad? —se recostó de nuevo, disfrutando del baile.
—La verdad es que sí —la acarició por encima de la camiseta, de manera distraída—. Mis padres siempre organizan una fiesta por todo lo alto en casa, con juegos. ¿Te...? —carraspeó—. ¿Te gustaría venir con tu abuela?
—¿Me estás invitando a cenar contigo y toda tu familia en Navidad? Creo que eso es... —se rio— ir un poquito deprisa, ¿no te parece?
—Como quieras —farfulló él.
Paula explotó en carcajadas. Lo sujetó por las mejillas, que estaban coloradas.
—Antes tendrás que conocer a mi abuela, ¿no crees? —arqueó las cejas—. Por cierto, ella sí quiere conocerte.
—Creía que me odiaba —frunció el ceño.
Ella chasqueó la lengua.
—Manuel... —adivinó, molesta, separándose—. ¿Qué te ha dicho Manuel? — colocó los puños en los costados y adelantó una pierna—. Me va a oír...
Pedro sonrió.
—Sigue bailando conmigo —hizo un fingido puchero—, pero encima de mis pies, como estabas.
Ella se rio y asintió. Se abrazaron y continuaron meciéndose juntos, al ritmo del lento villancico, otro distinto, pero también de Frank Sinatra.
—Así es fácil bailar —le dijo él, besándola en la cabeza.
—Sí... —suspiró, feliz—. Así me enseñó mi padre. Los sábados que no trabajaba, enchufaba la radio nada más despertarnos y bailábamos hasta caernos al sofá —sonrió con tristeza. Apretó a Pedro sin darse cuenta—.
Luego, desayunábamos tortitas con chocolate, cantando como dos tontos. ¡Lo poníamos todo perdido! Pero merecía la pena...
—Un gran padre —la rodeó con ambos brazos, envolviéndola en una maravillosa fortaleza.
—El mejor.
Permanecieron en silencio dos canciones más.
—Podríamos ir mañana a comprar un árbol —le sugirió Pau.
—¿No tienes árbol? —le preguntó Pedro, extrañado.
—Lo digo para ti.
—Pero iremos adonde yo diga —sonreía con travesura.
—Vale —concedió ella, devolviéndole el gesto.
Él se inclinó y la besó en los labios entreabiertos. Después, volvió a acunarla, más confiado, aunque todavía torpe en los pies.
No supo cuánto tiempo estuvieron así, pero Paula se adormeció. Pedro la cogió en brazos y la transportó a la cama.
—¿Paula?
—Mmm... —gimió con los ojos cerrados, mientras la abrigaba con el edredón.
—¿Tú padre está... vivo?
Ella alzó los párpados lentamente y observó un punto infinito en el techo.
Tenían las piernas entrelazadas. Él la mantenía sujeta por la cintura, pegada a su pecho. Y, a pesar de aquella imagen tan bonita, de sentirse ella abrigada por su maravilloso doctor Alfonso, otra imagen, una terrible, surgió en su mente.
—Sí, mi padre está vivo —pronunció Pau en un hilo de voz—, pero como si no lo estuviera...
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