martes, 8 de octubre de 2019

CAPITULO 96 (PRIMERA HISTORIA)




Cuando Paula abrió los ojos, estaba sola, cubierta por el edredón nórdico.


El reloj de la mesita marcaba las once y media de la noche. Un intenso aroma a chocolate provocó que soltara una risita infantil. Corrió hacia el armario y se puso unas braguitas de color marfil y un camisón a juego, de seda y de
tirantes finos cruzados a la espalda, que le alcanzaba el inicio de los muslos.


No se molestó en peinarse. Descalza, salió al pasillo. No le pasó por alto que la puerta de la habitación estaba entornada, no cerrada. Hasta en eso era perfecto...


Se dirigió a la cocina, de donde provenía el delicioso olor. Había una cacerola pequeña en la vitrocerámica apagada.


—¡Chocolate! —exclamó ella, dando saltitos, emocionada.


Sacó la cuchara de madera del recipiente y fue a probar el chocolate, pero, justo cuando abría la boca, unos dedos le acariciaron los laterales de los muslos.


—¡Ay!


Se le cayó la cuchara, salpicándose de chocolate. El culpable se echó a reír, divertido.


—No le veo la gracia —masculló Paula con el ceño fruncido—. No he traído otro pijama.


Pedro jadeó, incrédulo.


—¿Tú a esto lo llamas pijama? —quiso saber él, tirando de la seda a su espalda—. Será una broma, ¿no?


—¡Mírame! —le ordenó Pau, señalándose a sí misma.


Los ojos de Pedro resplandecieron con malicia.


—Tiene fácil solución —susurró él, ronco, cogiendo el borde del camisón y sacándoselo por la cabeza con tal rapidez que Paula se petrificó—. A la lavadora —lo lanzó sin miramientos al suelo. Después, la rodeó por las caderas y la atrajo hacia su cuerpo, cubierto solo por unos boxer negros—. Estamos en igualdad de condiciones. Y ahora me encargo de limpiarte a ti, personalmente —la alzó en el aire y la sentó en la encimera.


Pedro... —lo abrazó con las piernas en un acto reflejo.


Le retiró el pelo hacia atrás.


—Las manos en la encimera —ordenó, contemplándole los erguidos pechos con descaro, relamiéndose los labios—. No las muevas.


Ella acató los mandatos, temblando de anticipación, sus pulsaciones comenzaron a atenuarse al imaginar lo que se proponía.


Él alargó el brazo, sujetó la cacerola y removió el chocolate. A continuación, levantó la cuchara hacia su pecho izquierdo. El chocolate goteó, derramándose hacia su pezón. Se agachó y lo chupó. Y ella dejó de respirar...


Pedro repitió la acción con el otro seno, pero, en esa ocasión, le hundió los dientes... Y Paula exhaló un suspiro agudo. La sensación la impulsó a levantar las manos para tocarlo, pero él retrocedió, negando con la cabeza y con una media sonrisa. Tenía restos de chocolate en la boca que Pau estaba más que dispuesta a limpiar, pero obedeció y se sujetó a la encimera por segunda vez.


Los siguientes minutos fueron... un martirio. Le vertió el chocolate por el cuello... por la clavícula... por el escote... por los pechos... Y se lo tomó todo, lentamente, a su ritmo, emitiendo ruiditos de deleite... A ella le costó lo indecible mantenerse quieta, ni siquiera pudo permanecer con los ojos abiertos, absurdo hacerlo...


—Joder... Qué buena estás, Paula... Otro día te probaré entera, pero ahora... —soltó la cacerola, ansioso, y le retiró las braguitas de un tirón—. Ahora sí puedes tocarme —se bajó los calzoncillos.


Paula enroscó las manos en su nuca y se lanzó a su boca, ávida por devorar los restos de chocolate, mientras su doctor Alfonso la penetraba con languidez, disfrutando los dos de la profunda unión. Le clavó los talones en las nalgas, entregándose a él, que estrujó las suyas con las manos, siguiendo el candente compás de las embestidas.


Se besaron entre gemidos irregulares. No despegaron los labios el uno del otro ni para inhalar oxígeno, ninguno podía apartarse un solo milímetro, ni quería... Se amaron sin prisas, introduciéndose poco a poco en es extraordinario fuego que los calcinaba sin remedio más y más. Jadearon con agonía cuando, al fin, aquello sucedió, ardiendo en llamas, resoplando sin medida... Y se mantuvieron abrazados, quietos, un dulce momento que selló el corazón desalentado de Paula.


Él la besó en el pelo y le sonrió con ternura. Ella se derritió.


—¿Tienes hambre? —le preguntó Pedro, cepillándole los mechones con
los dedos.


—Es muy tarde, pero sí —se sonrojó—. Tengo hambre.


—Muy bien —la bajó al suelo.


Él cogió las braguitas y se las colocó, arrodillado a sus pies. Paula suspiró. Con ese hombre, se sentía cuidada y mimada. Lo adoraba... 


Deseaba gritarle lo mucho que lo amaba, pero se lo guardó para sí, no iba a cometer el terrible error de confesarle sus sentimientos, solo conseguiría hacer el ridículo porque en La fábrica de sueños se había equivocado; si Pedro sintiera lo mismo que ella, o parecido, hubiera reaccionado de otro modo, ni siquiera habían hablado del tema.


Aunque luego me compra una taza especial para mí... Y me besa en el parque delante de todo el mundo...


La ilusión creció en el interior de Pau, fue inevitable. Él huía de las demostraciones de cariño públicas, pero habían caminado abrazados por la calle, y la había besado...


Ojalá me quieras, doctor Alfonso, ojalá...


Pedro depositó un casto beso en su vientre, se incorporó y la besó en la sien.


Voy a preparar la cena.


—Y yo, a ducharme —le dijo Paula, caminando hacia el pasillo.


Echó un último vistazo a su impresionante novio para admirar su perfecta anatomía, digna de ser venerada toda una vida.


Ay, madre mía... ¡Qué bueno está, por Dios!


Corrió al baño. Todavía temblaba cuando accionó el agua caliente de la ducha. Tenía el neceser en el dormitorio, así que utilizó el champú de Pedro.


Estuvo un rato bajo el chorro, abrazándose a sí misma. Recordó las últimas horas, lo que le había contado de su pasado.


Ten cuidado, Paula, a este paso le cuentas toda tu vida en un día y no queremos eso, ¿verdad?


Nunca le había pasado con nadie, nunca había sentido la suficiente confianza con alguien para abrirse. Él le transmitía una seguridad alarmante, como si hubiera estado los últimos ocho años esperándolo para respirar aliviada al fin, para que su martirio interior se evaporase. Y le asustaba, porque llevaba demasiado tiempo sufriendo sola, sin necesidad de desahogarse, y, en cambio, desde hacía un tiempo, requería una desesperada libertad que solo experimentaba a su lado. ¿Todos los hombres serían como
él?


Se vistió con una camiseta de Pedro, blanca, de manga corta, que sacó de un cajón. Extrañada, observó las perchas; todas eran marrones, pero había cinco vacías, en color turquesa... Un regocijo la invadió. Las cogió y salió en su busca.



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