lunes, 7 de octubre de 2019

CAPITULO 95 (PRIMERA HISTORIA)




Estaba viviendo un sueño... ¿Se merecía tanto cariño, tanta dulzura y tanta atención del hombre más maravilloso del mundo, que, encima, era el más guapo, brillante e irresistible que pudiera existir?


¡Me ha besado en plena calle, delante de desconocidos!


Pedro la tumbó en la cama, sin dejar de besarla, y se colocó entre sus piernas, que lo envolvieron al instante. Ella le sujetó la cabeza, ladeando la suya para perderse por completo en el insólito beso que estaban compartiendo.


Él guiaba como el magnífico profesor que era, conduciéndola a la locura con su inquieta lengua, que la embestía sin piedad... con sus labios, tan mojados como los de Paula, que la succionaban de tanto en tanto... y con los dientes, que incendiaban su boca...


La rodeó por la cintura con un brazo, la otra mano la introdujo por dentro de su camiseta, directa a la cicatriz. Pau gimió, extasiada, cuando Pedro la dibujó con las yemas de los dedos, a la vez que descendía con los labios por su mandíbula. Ella giró el cuello para ofrecérselo entero.


Y lo mordió.


—¡Pedro!


Deliró de tanto placer... Su cuerpo entero palpitaba con avidez. Tiró de su jersey a ciegas, necesitaba tocarlo con urgencia, sentir su piel, su calidez, su protección... sin la odiosa ropa que se interponía entre ellos.


Pedro se incorporó, se sentó sobre sus talones. Paula lo siguió, se arrodilló a escasos milímetros, cogió el borde de su suéter gris y lo enrolló hacia arriba. Él levantó los brazos para ayudarla, pero era tan alto que ella tuvo que estirarse mucho para sacárselo, y cayó sobre él, que la atrapó al instante y la besó de manera incansable...


Ella detuvo el beso y lo contempló para empaparse de su atractivo, sin respirar, mordiéndose el labio, golosa por devorar ese abdomen plano, ardiente, duro, perfecto... Hipnotizada, posó las manos en esos hombros tan anchos, acercó la boca y le chupó la clavícula.


—Hierbabuena... —ronroneó, maravillada.


Y empezó a catar esa piel bronceada, a saborearla, a degustarla... Sus sentidos, en especial el gusto y el tacto, estallaron en miles de pedazos que se adhirieron a esa musculatura tan interesante; sin hablar de su corazón, que había recibido ese ataque fulminante tan familiar.


Él se rio, entrecortado, temblando; palpitaba de igual modo que ella. Paula notaba cómo retenía el aire a medida que se iba agachando. Le besó y le lamió los pectorales, haciéndose cosquillas en el rostro con el suave vello negro de su duro pecho. Descendió, lamiendo su abdomen, y continuó inspeccionando el vientre hacia el cinturón de los vaqueros, que desabrochó, como hizo con el pantalón, sin dejar de mimarlo con la boca...


—¡Paula! —exclamó, antes de alzarla con premura.


Pedro engulló su boca con violencia, apretándola contra su cuerpo con una fuerza sobrehumana. Ella se retorció, entre gemidos; se arqueó, ansiosa.


Ambos aullaron de necesidad... Él la agarraba del trasero y se lo aplastaba, Paula le clavaba las uñas en la espalda, se empujaban el uno contra el otro, excitándose a un nivel indescriptible, emitiendo murmullos ininteligibles, graves y agudos. Las caderas chocaron y chocaron... y chocaron... y...


Pedro sujetó el borde del jersey de Pau y se lo quitó de un tirón por la cabeza, su camiseta salió disparada a continuación. Él oprimió sus hombros un segundo y, al siguiente, la arrojó al edredón. Ella ahogó un grito, pero él ya estaba quitándole las zapatillas, con prisa; después, se deshizo de las suyas y siguieron el mismo camino los calcetines de los dos.


Él se incorporó entre las piernas de Paula, sonriendo como un cazador que acababa de conseguir su mayor trofeo. Le desabotonó los vaqueros lentamente, contemplándola con avidez.


Pedro... —sollozó, sintiéndose la más hermosa de todas.


Pedro le deslizó los pantalones pitillo hacia abajo, despacio, besando cada porción de piel que iba quedando libre... hasta dejarla en ropa interior.


—Rosa tan claro como tu piel... Precioso... —la analizó con los ojos grises por completo, inclinándose hacia su escote—. ¿Qué se esconderá... aquí?


Le lamió el borde del sujetador, retirándole los tirantes al mismo ritmo pausado. Ella no exhalaba... su estómago estaba encogido, pero moverse sí se movía... ¡impaciente! Entonces, él le quitó el sostén con una habilidad pasmosa... y la mordió.


Paula chilló, abrumada, curvándose, ofreciéndose, tirando de sus cabellos, enajenada por tal exquisito placer. Primero, un seno... luego, el otro... Con los dientes... Con la lengua... Con los labios... Quemazón... Bálsamo...


—Oh, Dios... —emitió ella, cerrando los párpados.


La sensación era indescriptible.


—¿Y... aquí? —añadió su malvado doctor Alfonso.


La lengua de aquel hombre resbaló hacia más abajo de la cicatriz...


Delimitó las braguitas... Sujetó el encaje con los dientes y lo deslizó por sus piernas... Y cuando 
su pecaminosa boca encontró su intimidad...


Ella gritó y abrió los muslos en un acto reflejo. 


Levantó los brazos por encima de la cabeza y se agarró al cabecero bajo y acolchado de la cama con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos. Su cuerpo entero se sacudió. Su mente se oscureció. Sus ojos se nublaron.


Pedro la exploró de un modo osado, atrevido, egoísta... apresándola por las caderas con las manos para inmovilizarla todo lo posible y que la tortura fuera más excitante aún. Gruñía cada vez que Pau clamaba su nombre... cada vez que se doblaba... cada vez que inclinaba las caderas en busca del anhelado éxtasis. Agonizó.


Y pereció. Paula se consumió en un intenso torrente de emociones indescriptibles. Su espalda se arqueó tanto que la cabeza echada hacia atrás apenas tocó el colchón. Se desplomó al instante, enmudecida, con la respiración tan agitada que se asustó. Se cuestionó si era posible sentir tanto, y las respuestas llegaron un segundo después...


Unos poderosos brazos la envolvieron por la cintura y la sentaron sobre un regazo desnudo, a horcajadas... Aún no se había recuperado cuando sintió una exquisita invasión. Observó a su insaciable doctor Alfonso, que le devolvió la mirada con fiereza.


—No hemos terminado, bruja —la besó de manera urgente.


Ay, madre mía... Voy a morir...


Ella se dejó devastar por esos labios y esas manos que la guiaron por las caderas de nuevo hacia el paraíso, extremadamente despacio... Una expresión de contención cruzaba el atractivo rostro sin gafas de Pedro, se estaba dominando para no hacerle daño.


—Doctor Alfonso... —dijo Pau, sonriendo y acariciando su musculoso pecho hasta rodearle el cuello—. Hazlo como tú quieras...


—Joder... —aulló, lastimero—. Eres mía, Paula.


El ritmo, entonces, se volvió brutal.


Y se amaron como locos.


¡Te amo!


—Soy... tuya... —pronunció Paula, unos segundos antes de sucumbir a lo inevitable.


Él gruñó por sus últimas palabras, la mordió en el pecho y la abrazó con fuerza. Ella apoyó la cabeza en su hombro y le arañó la espalda. 


Cayeron desplomados en la cama, inhalando aire como si sus vidas pendieran de un hilo. Entrelazaron las piernas. Pedro recostó la cara entre sus senos, que besó con labios trémulos.


Una eternidad más tarde, se recuperaron. 


Ninguno dijo nada. Estaban impactados. Sus corazones latían de forma pausada, pero potente, al unísono.


Se quedaron dormidos en esa postura.




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