lunes, 7 de octubre de 2019

CAPITULO 93 (PRIMERA HISTORIA)




Pedro permaneció un rato quieto, sin poder moverse. Su corazón no latía y apenas respiraba. No supo cuánto tiempo transcurrió, pero, al fin, se giró y la buscó.


Entró en cada tienda más de una vez, frenético, revolviéndose los cabellos, tirando de los mechones con saña, aunque sin sentir dolor. A medida que se acercaba al carrusel, se impacientó. ¿Y si ella se había marchado? ¿Y si había sido tan idiota como para perderla? El miedo atravesó su cuerpo como si un rayo lo partiese en dos.


Joder... Se ha ido...


Se dio la vuelta, aterrado, rezando una plegaria para encontrarla. Si la perdía...


—¡Pedro! —gritó una voz infantil a su espalda—. ¡Pedro! ¡Pedro!


Una niña de cinco años agitaba la manita, montada en un caballito del tiovivo, que giraba lentamente. Era Ava. Y sujetándola, de pie, estaba una bruja adorable, preciosa y cuya melena pelirroja era la más bonita del mundo. 


Las dos sonreían, abrazadas. Un intenso alivio lo inundó, provocando que exhalara el aire que había retenido. Y lo comprendió en ese instante: estaba completa y perdidamente enamorado de Paula.


Se acercó a los padres de la niña sin dejar de contemplar a su novia, anonadado por lo que acababa de descubrir.


—Doctor Alfonso —lo saludó el hombre, tendiéndole la mano.


—Buenos días —correspondió, estrechándosela—. Llámeme Pedro, por favor.


—Este callejón es mágico, ¿verdad? —comentó la mujer con naturalidad.


Él asintió, dibujando una lenta y sincera sonrisa en el rostro.


El carrusel se detuvo.


—¡Pedro! —gritó Ava, lanzándose a sus brazos.


—¡Hola, muñeca! —la cogió en alto y la besó en la mejilla—. ¿Qué tal los picores?


—¡Ya no me pica! —exclamó Ava, emocionada—. ¿Nos has visto, Pedro¡He montado en el tiovivo con Pau! —se abrazó con fuerza a su cuello.


Pedro miró a Paula, que sonreía, pero la tristeza le cruzaba el semblante.


Aquello le aguijoneó las entrañas. Otra vez, él era el culpable de su malestar...


—Sí, muñeca, os he visto —le guiñó un ojo y la bajó al suelo.


—¡Quiero ver a Papá Noel, corre, mamá, que se va a ir sin haberle pedido mis regalos! —empujó a su madre—. ¡Adiós, Pedro! ¡Adiós, Pau! —agitó la manita en su dirección.


La pareja, entre risas, se despidió de igual modo, de Ava y sus padres.


Pedro se fijó en que su novia portaba dos bolsas pequeñas.


—¿Ya tienes lo de tu abuela? —se interesó él.


—Sí.


—¿Te apetece comer algo, o prefieres... no sé... ir a casa, o dar una vuelta...? —titubeó; en su presencia, se convertía en un adolescente inseguro.


¡Espabila, hombre!


—Si quieres, comemos ya —respondió ella, agachando la cabeza.


—Pues vamos —emprendió el camino hacia un local pequeño, decorado todo de blanco. Estaba atestado de gente y servían comida rápida—. A lo mejor, no te gusta lo que hay —se preocupó, de pronto, por lo poco que la conocía y lo mucho que deseaba conocerla.


—Estoy bien, Pedro —le acarició el brazo para que se relajara—. Me encantan las hamburguesas grasientas y las patatas fritas.


Almorzaron en silencio, sentados en torno a una mesita circular, pegada a una ventana. 


Procuraba no mirarla, pero era inevitable; sus ojos tenían vida propia y, cuando ella no se daba cuenta, la contemplaba, obnubilado, y todavía pasmado por sus propios sentimientos, cada segundo más claros y poderosos.



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