lunes, 7 de octubre de 2019
CAPITULO 94 (PRIMERA HISTORIA)
Después de comer, salieron del callejón y pasearon por la ciudad. Sin mediar palabra, entraron en el Boston Common. Se detuvieron en el lago del parque, el Frog Pond, helado en los meses más fríos del año. Familias, parejas, amigos y solitarios disfrutaban patinando. Paula apoyó los codos en la valla blanca que delimitaba la pista, junto a la caseta verde donde se alquilaban los patines.
—Aprendí a patinar aquí —le contó ella, en voz baja y grave—. Tenía diez años. Mi padre me trajo un domingo por la mañana. Era diciembre. Hacía dos semanas que no lo veía. Yo creía que había estado de viaje.
Pedro escuchó con atención, a unos centímetros de distancia, observando su perfil. Un mal presentimiento se anidó en su pecho.
—Ese día me enseñó a patinar —continuó su novia, en el mismo tono íntimo y reservado—. Estuvimos tres horas dando vueltas y más vueltas hasta que conseguí mantenerme en pie sin caerme —se rio con nostalgia. Sus ojos se perdieron en el hielo—. Luego, nos comimos un perrito caliente sentados justo allí —señaló con el dedo índice un banco, enfrente, detrás del cercado—. Paseamos. Entramos en un montón de jugueterías. Escribimos la carta a Papá Noel en una de las tiendas. Y me llevó a casa, pero no se quedó —la alegría se esfumó. Una lágrima se deslizó por su mejilla—. Se despidió de mí en la puerta. »Me dijo que yo era lo que más quería en el mundo, que nunca lo dudara, ni permitiera que nadie me hiciera sentir lo contrario, ni siquiera mi madre — tragó saliva—. Que era preciosa... —se le quebró la voz, pero carraspeó— y que jamás se separaría de mí, que siempre estaríamos juntos, aunque en ese momento se tuviera que marchar... —agachó la cabeza—. No comprendí nada. Lo abracé, como siempre —alzó las cejas, suspirando—. Ya se encargó mi madre de que lo entendiera —añadió con dureza—. Hacía dos semanas que se habían separado.
—Ven aquí —pronunció Pedro al instante, controlando la impotencia y la rabia que lo poseyeron en ese instante.
Paula lo miró con el ceño fruncido, extrañada por su petición.
—Ven aquí —repitió él, abriendo los brazos.
Entonces, ella sollozó y se lanzó a Pedro. La gente a su alrededor los miraba con interés, pero no le importó, necesitaba abrazarla. Y lo hizo, con infinito cariño. Paula lloró sin emitir sonido, se dejó acunar por Pedro, que lo único que deseaba era estrecharla para siempre entre sus brazos. Su corazón explotó.
La amaba...
—¿Te gusta patinar? —le preguntó Paula, sin alejarse.
—Digamos que bailo mejor que patino.
Ella se convulsionó en carcajadas y lo contempló con un brillo divertido en su mirada. Él le limpió los surcos de lágrimas, acariciándole las mejillas con los pulgares.
—Eres tan bonita... —musitó, absorto en su belleza.
Ella entreabrió los labios. La tentación era demasiado persistente como para ignorarla... Pedro se inclinó y la besó con dulzura. Se estremecieron.
—Creía...
—No digas nada —la cortó Pedro en un ronco susurro.
—Bueno —sonrió de forma pícara—, no nos ha visto nadie, tranquilo.
Él soltó una carcajada y la rodeó por los hombros.
—Habrá unas cien personas a nuestro alrededor —apuntó Pedro, caminando hacia la salida del parque—. No nos ha visto nadie, por supuesto
—los dos se rieron.
El resto de la tarde pasearon por las calles, tranquilos y abrazados.
—Paula, antes has dicho que no sabías qué somos —le recordó Pedro—. Yo tampoco lo sé —se detuvo y entrelazó las manos con las suyas—, pero no me hace falta saberlo o ponerle un nombre, porque lo único que me importa eres tú a mi lado, nada más. Y si necesitas un nombre —se encogió de hombros—, llámalo Paula y Pedro, a secas.
—Solo tú y yo —sonrió, deliciosamente ruborizada.
—Solo tú y yo —le guiñó un ojo.
Regresaron a casa.
—Te he dejado un par de cajones y perchas libres en el armario —le dijo él, una vez se quitaron los abrigos.
—Van a ser dos noches, apenas he traído ropa.
—Pero no querrás dejarla en la maleta hasta el lunes —arrugó la frente.
Paula se carcajeó, dirigiéndose a la habitación.
—Se me olvidaba que eres muy ordenado —lo pinchó ella.
Pedro la siguió, farfullando incoherencias.
—No te preocupes, que no volverá a ocurrir —se dedicó a rellenar los huecos libres de nuevo con su propia ropa.
—¿Te has enfadado? —preocupada, lo agarró del brazo.
—No —mintió, apartándose como si se hubiera quemado.
—Lo siento... Era una broma... —se giró, abatida.
Él gruñó, paró lo que estaba haciendo y tiró de ella. Paula se chocó contra su cuerpo, apoyando las manos en su pecho.
—También te he comprado una taza —le confesó Pedro, notando que le ardían las mejillas.
—¿Una taza? —se mordió el labio.
A primera hora de la mañana, se había recorrido diez tiendas de decoración para encontrar la taza perfecta. También había comprado perchas de madera de color turquesa; las suyas eran marrones y creyó que, de ese modo, su novia se sentiría más cómoda.
—Cinco, en realidad —admitió Pedro, que desvió la mirada, avergonzado—. No sabía cuál te gustaría más. Las que tenemos en casa son todas blancas y... pensé... —retrocedió—. Da igual lo que pensara —gruñó.
Pero Paula avanzó y le rodeó despacio el cuello, poniéndose de puntillas.
Él comenzó a sufrir un nuevo infarto.
—Gracias, doctor Alfonso —lo besó, casta y tierna—. Quiero verlas — sonrió, alejándose hacia la puerta.
Él caminó hacia la cocina con premura y señaló con la mano la bolsa blanca que había en la encimera, al lado de la vitrocerámica. Después, se sentó en uno de los taburetes, recostándose sobre los codos en la barra americana. Ella emitió una risita de júbilo y corrió a descubrir los regalos.
Rompió el papel de cada taza dando brincos.
—¡Qué bonitas! —exclamó, con los ojos brillando parpadeantes—. ¡Me encantan! —lo miró.
El corazón de Pedro se disparó cuando Paula se arrojó a él con una de las cinco tazas en la mano. Lo abrazó con gran fuerza.
—¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias! —gritó en su oído.
Pedro no podía hablar, se le habían atascado las palabras. La alzó y la acomodó en su regazo, de lado.
—¿Te gustan? —pronunció en un tono demasiado áspero, debido a la impresionante sonrisa que le estaba regalando aquella preciosa mujer.
—Ya tengo mi favorita —estaba sonrojada.
—Si acabas de abrirlas.
—No he tenido que pensar mucho —levantó la que tenía en las manos—. ¿Sabes por qué es mi favorita? —columpió las piernas en el aire.
—¿Por qué? —acercó los labios a su sien, cerrando los ojos para aspirar su intenso aroma primaveral.
—Porque es la única que tiene algo gris, tu color —y añadió en un susurro —: Solo tú y yo.
Aquello lo paralizó. Esa taza era también su preferida, pero porque era azul turquesa y tenía una flor grande pintada a mano en gris.
—Solo tú y yo...
La tomó de la nuca y la besó con dulzura.
Pero la dulzura se esfumó por culpa del gemido que brotó de la garganta de Paula. Pedro le quitó la taza, la dejó en la barra y la cogió en brazos. Se encerraron en el dormitorio. Bastante habían hablado ya...
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