miércoles, 30 de octubre de 2019
CAPITULO 19 (SEGUNDA HISTORIA)
Esperó a Paula en el salón del apartamento, con Gaston en brazos. El bebé ya estaba arreglado: camisa blanca, leotardos beis, y ranita, zapatos y jersey, rojos. Estaba guapísimo.
Zaira alimentaba a Caro sentada en el sofá.
—¿Has hablado con ella de la boda? —se interesó su cuñada, atenta a la niña.
— Todavía no.
—Pues no sé a qué esperas —lo reprendió, en un susurro afilado—. Os casáis en ocho días.
—¿Chaves te ha comentado algo? —le preguntó Pedro, acariciando la espalda de su hijo, que se había adormilado en su pecho.
—Sí, pero no de la boda —lo observó con la frente arrugada—. ¿Se puede saber qué es eso de que te quieres vengar?
—Joder, no empecemos... —se incorporó—. No os metáis. Es algo entre ella y yo, que no compete a nadie más.
—Por supuesto que me voy a meter —entornó la mirada—. Los dos sois mis mejores amigos y te recuerdo que vivo aquí —colocó a Caro sobre su
hombro para que echara los gases—. Paula está sola, Pedro. No voy a esconderme, si ella necesita desahogarse. Ariel ni siquiera le responde a las llamadas. No tiene a nadie.
—¿Cómo? —articuló él, atontado por sus palabras. Acostó a Gaston en el carrito—. Explícate —le exigió sin miramientos.
—Cuando se instaló aquí, esa misma noche, telefoneó a Ariel. Y lo ha seguido haciendo hasta ayer. Ha sido una persona muy importante para ella. Pedro, entiende que ha vivido sola con él, y embarazada, durante diez meses. Y en un segundo, se distancian el uno del otro por el bien del niño. Era su apoyo incondicional. Y lo necesita —se levantó y meció a la niña en su pecho.
—¿Necesita a Howard? —tembló de rabia—. ¿Qué significa eso, joder?
—Cálmate —le ordenó Mauro, que se reunió con ellos al escuchar las voces.
—No voy a calmarme, cuando ella y yo acordamos que no se pondría en contacto con Howard, y lo primero que ha hecho ha sido llamarle a mis espaldas —contestó Pedro, rechinando los dientes.
Su hermano se encargó de Caro, aunque no se separó más de un metro de su mujer.
—Paula no ha dejado de llorar desde que puso un pie en esta casa —le dijo Zaira, abarcando el espacio con los brazos—. Ariel era lo único que tenía. Fue quien la acompañó en el embarazo, en el parto... No se alejó, ni aun sabiendo que Paula no correspondía sus sentimientos. ¿Se te ha pasado por la cabeza preguntarle por su familia? Porque sus padres no tienen ni idea de la existencia de Gaston y ella no quiere contarles que se va a casar. Está sola, Pedro, completamente sola —recalcó, apretando los puños en los costados—. ¿No te parece extraño?
—¿Cómo quieres que me parezca extraño, si no sé nada de ella? —estalló, caminando por el salón como un demente, pasándose las manos por el cabello.
—Y en lugar de aparcar los reproches, porque ya nada puedes hacer para evitar la realidad, o empezar de cero, decides vengarte. ¿Sabes una cosa, Pedro? No es venganza lo que haces. Estás huyendo —suavizó el tono de voz,
transmitiendo su propio nerviosismo, retorciéndose los dedos en el regazo—. Y lo haces por miedo. Y no pasa nada por reconocerlo. Es normal. Es un cambio drástico. Los dos estáis juntos en esto. Y ya que no hay vuelta atrás, debéis alcanzar un punto de inflexión, al menos, por vuestro hijo —se acercó a él y lo tomó de las manos, deteniendo su locura—. No te digo que la perdones ya, si crees que te hizo tanto daño —sonrió con tristeza—, solo que mires más allá de las apariencias. Eres especial, Pedro —le rozó la mejilla—. Tú siempre ves cosas que se nos escapan a los demás. ¿Por qué no puedes hacer eso con Paula?
—Porque no puedo —desvió los ojos a un lado, avanzó hacia el carrito y observó a su hijo dormir plácidamente.
—Estás dolido —afirmó Mau sin titubear, a su espalda—. Necesitas tiempo para sanar, pero nunca sanarás si no pones un poco de tu parte. Llevas tú la ventaja, no ella. Paula está viviendo en tu casa, rodeada de tu familia y de su mejor amiga, que resulta que es también la tuya, además de tu cuñada. ¿No te das cuenta de que Zaira tiene razón, de que Paula está sola y encerrada en tu vida, que no es la suya? —respiró hondo—. Si continúas vengándote de ella, te perjudicarás a ti mismo, pero supongo que eres tú quien debe caerse para aprender a levantarse. Por mucho que cualquiera de nosotros te aconsejemos u opinemos, no servirá de nada, Pedro, porque eres tú quien debe abrir los ojos. Solo espero que, cuando lo hagas, no sea demasiado tarde.
En ese momento, su prometida surgió en el pasillo.
—Ya estoy lista —anunció, sonriendo con timidez.
Pedro la miró y el dolor de su interior desapareció. Se maravilló más y más con cada centímetro de su cuerpo que fue recorriendo con los ojos. Llevaba unos botines negros y planos, que atisbó en su caminar, antes de pararse en el salón y ocultarlos por la falda larga, roja y tableada que se había ajustado a las caderas y que rozaba el suelo; un jersey negro, de fina lana, ceñido a sus curvas, hasta el inicio del trasero, y sobre el que se había colocado un cinturón de pequeñas tachuelas doradas, completaban su atuendo. Se había recogido los
cabellos en un moño bajo, a modo de flor, perfecto para la preciosa boina negra que coronaba su cabeza hacia la izquierda. Se había enroscado en el cuello una pashmina roja y pintado los labios de carmín, otorgándole un toque de femme fatale que le debilitó las piernas. Un bolso de estilo maletín, de piel negra, colgaba de su muñeca derecha, cuyo brazo estaba flexionado. La chaqueta, forrada en el interior, a juego con el bolso y los botines, la sujetaba con la mano izquierda.
Paula Chaves sabía arreglarse, no le cupo duda. Pasear junto a esa mujer sería todo un orgullo. Estaba muy atractiva, demasiado... ¿Necesitaría espantar a algún moscardón?, se preguntó, muerto de celos.
—Sí, vámonos —pronunció él en tono ronco. Carraspeó y se puso el abrigo.
—¿No utilizaremos el coche? —quiso saber ella, conduciendo el carrito hacia la entrada del ático.
—Luego, para ir a los concesionarios —abrió la puerta principal y le permitió el paso—. Ahora, iremos por el barrio a por lo de Gaston. En Beacon Hill están las mejores tiendas y quiero que Gaston tenga lo mejor.
Ella asintió, ruborizada. Se despidieron de su familia y Pedro cerró tras de sí.
—No te asustes, si te abrazo o te doy algún beso —la previno él, en el ascensor—. Hay fotógrafos en cualquier parte. Simulemos que somos una pareja normal, ilusionada por nuestra boda, ¿de acuerdo? —sospechó que disfrutaría de la jornada solo por el hecho de disponer de una excusa para tocarla.
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