miércoles, 30 de octubre de 2019

CAPITULO 22 (SEGUNDA HISTORIA)




Regresaron a casa en un cómodo silencio. Mauro les dejó el coche para ir a los concesionarios, Zaira se prestó a cuidar de Gaston, y se marcharon.


Media hora después, Chaves tuvo un flechazo...


—Me encanta... —pronunció ella en un hilo de voz, obnubilada ante un BMW X6, de color rojo brillante—. Esto es amor a primera vista. Lo siento, soldado, no puedo casarme contigo, acabo de encontrar a mi alma gemela —se mordió el labio inferior, extasiada.


Él soltó una carcajada, la tomó de la mano y tiró de ella para entrar en uno de los concesionarios.


Después de recorrerse todas las marcas de automóviles de lujo y sopesar ventajas e inconvenientes, se decantaron por un Audi S7, azul metalizado.


Espectacular. Se lo hubieran llevado nada más extender el cheque con el importe del automóvil, pero eso hubiera significado que la joven condujera el BMW de Mauro, y se negó en rotundo por lo grande que era, a pesar de que
Pedro brincaba como un niño por ser el primero en probar el coche nuevo.


Volvieron a casa. Él y Mauro se marcharon a por el Audi. Ella se quedó con su amiga, que estaba acompañada de Catalina y de Samuel. Se acomodaron en el sofá. La señora Alfonso acurrucó a Caro en su pecho y el señor Alfonso, a Gaston.


—Mañana, Zaira y yo vamos a secuestrarte, cariño —le informó Catalina a Paula—. Quedan tres días para la fiesta de compromiso. Ya han confirmado todos los asistentes, que serán los mismos que el otro día en la boda. ¿Hay alguien a quien quieras invitar?


—¿Ariel asistirá? —se atrevió a preguntar.


El matrimonio se miró un instante.


—Tiene un compromiso en Londres —le contestó Samuel, apenado—. Lo siento, Paula. Tampoco viene a la boda. Me contó que, pasado mañana, vuela a Europa. Dice que prefiere alejarse durante un tiempo para no interferir entre tú Pedro.


Ella asintió, entristecida. Howard era inglés, había nacido y crecido en Londres, la ciudad donde había erigido su primer hotel de lujo. 


Echaba mucho de menos a su amigo... Y no le había respondido las llamadas. Después de dos días telefoneándolo, sin éxito, había decidido no insistir más.


—Paula... —titubeó Zaira—. ¿Y tu familia o tus amigos?


—Sí, cielo —convino la señora Alfonso—. Necesitamos saber tus invitados.


—Por mi parte, no hay nadie —aclaró Paula, desviando los ojos a la terraza —. La boda es muy precipitada y mi familia trabaja.


Mentira. No tenía ninguna intención de llamar a su familia.


—Aunque —añadió, sonriendo hacia Zaira—, espero contar con Stela, Sara y Carlos.


Zaira y Catalina se dedicaron una sonrisa enigmática.


—Por cierto, Paula —señaló la señora Alfonso, alzando las cejas—, ¿has pensado cómo quieres que sea la fiesta de compromiso y la boda? Es que hay que decidirlo ya. Se nos echa el tiempo encima.


Aquello la pilló por sorpresa. Agachó la cabeza. 


Los últimos días, desde que había aterrizado en Estados Unidos, habían sido caóticos; de repente, su vida se había tornado del revés. Y había sido todo tan intenso, tan rápido y tan desconcertante, que de pensar en organizar su precipitado enlace, un enlace que ella se había visto forzada a aceptar, se le revolvían las entrañas, los nervios la paralizaban y sentía ganas de vomitar. Se tapó la cara con las manos, horrorizada.


La familia Alfonso era muy importante. 


Necesitaba un vestido de gala para la fiesta, peluquería, maquillaje, zapatos, bolso... ¡Y su traje de novia! Aunque lo primero era saber en qué consistía una fiesta de compromiso... No tenía ni idea.


¡Ay, Dios mío! —exclamó, antes de incorporarse de un salto. Se olvidó de lo que la rodeaba y caminó por el salón sin rumbo, murmurando para sí misma.


—Paula, tranquila —le pidió Samuel, que se acercó y la sujetó por los hombros—. Mírame y respira hondo. Concéntrate en mí, ¿de acuerdo?


Ella obedeció, hasta que el pánico se esfumó.


—¿Qué ocurre, cielo? —se preocupó Catalina. Le entregó la niña a su marido y guio a Paula a la terraza. Mau Alfonso dormitaba en un rincón—. ¿Es por la boda?


Ella no lo soportó más y el nudo de la garganta explotó. La señora Alfonso la abrazó con dulzura y permitió que se desahogara, acariciándole la espalda como lo haría una madre con su hija, algo que echaba demasiado de menos.


—Es que yo... —sollozó—. Nunca he estado en una fiesta de compromiso, ni siquiera sé...


—Ya, tesoro —la besó en la mejilla. Sonrió con infinito cariño—. Como mañana te vamos a secuestrar —le guiñó un ojo, traviesa—, te explicaremos lo que quieras. Y, ahora, acuéstate un rato. Nosotros cuidaremos de Gaston. Son
demasiadas emociones en muy poco tiempo —la acompañó a la habitación y volvió a besarla.


—Gracias... por todo... —se sorbió la nariz—. Supongo que estáis enfadados porque le oculté a Pedro que estaba...


—No —la interrumpió Catalina. Se encerró con ella. Se sentaron en uno de los chaise longues del sofá. Le apretó las manos con suavidad—. Mira, Paula, no te discuto que nos sorprendiera, pero ninguno te hemos juzgado, ni lo haremos, porque no somos nadie para hacerlo. Y las razones por las que te fuiste a Europa sin contarle a Pedro que estabas embarazada son tuyas y de él —suspiró—. Conozco a mi hijo. A veces, es un palurdo —frunció el ceño—, pero su corazón es noble —sonrió—. Va a ser un marido excepcional. A pesar de que está enfadado, no dudes de que cuidará de ti y de tu hijo. Está pasando por una de sus rabietas —hizo una mueca cómica—. ¿Sabes qué hacía de pequeño cuando se enfadaba?


Chaves negó con la cabeza.


—Solo se enfadaba cuando lo regañaba yo —prosiguió la señora Alfonso, riéndose con suavidad—. Y lo regañaba mucho —arqueó las cejas un segundo —. No se despegaba de mí. Se colgaba de mi pierna como un chimpancé, envolviéndome con sus bracitos y sus piernecitas —sonrió con nostalgia, entrelazando las manos en su regazo—. A mí, siempre me ha encantado cocinar y era en la cocina donde pasaba gran parte de mi día, hasta que Samuel llegaba de trabajar. Y, claro, todo lo que yo hacía, Pedro quería imitarlo —soltó una carcajada, recordando—. El problema era que él lo veía como un juego, y armaba unas... —meneó la cabeza—. Y yo me enfadaba. Lo sacaba de la cocina. Entonces, Pedro se vengaba. Se metía en mi habitación — se secó un par de lágrimas con el dedo—, guardaba algo de mi ropa en una maleta y me la llevaba a la cocina. Me gritaba, llorando, que, como yo no quería estar con él, él tampoco quería estar conmigo.


Las dos se rieron.


—Yo acababa llorando como él —sonrió Catalina—. Siempre he sido demasiado sensible, sobre todo con Pedro. Y —levantó una mano en el aire para enfatizar— mis hijos tienen un problema con las lágrimas —se carcajeó —. Mauro no soporta ver a ninguna mujer llorar; la conozca o no, siempre se acercará para prestar auxilio. Bruno sale corriendo en dirección contraria, literalmente hablando. Y Pedro se asfixia.


—¿Cómo que se asfixia? —quiso saber ella, extrañada.


—Se ahoga —se encogió de hombros—. ¿Por qué crees que no utiliza corbatas?


—¡No! ¿Me estás diciendo que si Pedro no usa corbatas es por si ve a una mujer llorar, para no ahogarse con el nudo?


Ambas estallaron en risas.


—¡Es cierto! —insistió la señora Alfonso.


—Pues tiene muchas corbatas...


Espera, espera, espera...


Paula arrugó la frente. A su mente, acudió una imagen de su prometido en la boda de Mauro.


—Dios mío... —pronunció ella en un hilo de voz, dejándose caer en el sofá —. Es cierto... —observó a Catalina—. En la boda de Zaira, una de las veces que nos gritamos Pedro y yo, se me saltaron las lágrimas. Lloré sin darme cuenta.


—¿Y él se quitó la corbata? —adivinó, con una sonrisa.


—Sí... —contestó Paula, boquiabierta—. Creía que lo había hecho para estar más cómodo. Y cuando dejé de llorar, se la anudó...


—Así es mi hijo, cariño. ¡Se asfixia! —emitió una suave carcajada—. Cuando Pedro era pequeño y me veía llorar —prosiguió con la anécdota—, se asustaba, se colgaba otra vez de mi pierna y me gritaba que, por favor, le diera un beso con los ojos cerrados.


—¿Con los ojos cerrados? —repitió ella, curiosamente maravillada por la historia.


—Sí. Para Pedro, los besos son especiales.


—Pues tu hijo ha besado a muchas... —sus mejillas hirvieron por culpa de los celos.


—Tienes razón —apoyó una mano en su rodilla—, pero fíjate bien.


—¿Qué quieres decir? —se extrañó.


—Si mi hijo Pedro besa con los ojos cerrados, es que el beso es especial — sonrió.


—Todo el mundo besa con los ojos cerrados —resopló Chaves, molesta.


—Él, no. Ya sea un beso en la mejilla, en la frente o en la boca, ya sea una amiga, un niño, su abuela o un vecino, si, para él, la persona en cuestión es especial, cierra los ojos antes de besarla, esté enfadado o no. Y puedes comprobarlo si buscas a Pedro en internet. Estoy segura de que lo han fotografiado besando a mujeres —se levantó y caminó hacia la puerta—. Por cierto, Paula —no detuvo sus pasos—, la única vez que he visto a mi hijo besarte, cerró los ojos antes de hacerlo —y se fue de la habitación.




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