miércoles, 30 de octubre de 2019

CAPITULO 20 (SEGUNDA HISTORIA)





Salieron a la calle. Paula se hizo cargo del bebé. Pasearon por las calles, en silencio, deteniéndose en algunos escaparates de establecimientos de puericultura. Entraron en una tienda de decoración infantil.


—Buenos días —los saludó una dependienta, con una sonrisa coqueta. Era morena, delgada y alta. Su cara contenía kilos y kilos de maquillaje—. ¿Qué necesitan?


—Nada, gracias —contestó Chaves, irguiéndose y con la frente arrugada—. Si necesitamos algo, se lo haremos saber.


Pero la morena pestañeó en dirección a Pedro, que reprimió una carcajada al escuchar maldecir a Paula.


—¿Te importa llevar tú el carrito ahora, bichito? —le pidió su novia, en un ronroneo.


Él la miró, regocijado por su actitud. La dependienta se alejó, a regañadientes.


—¿Estás celosa, rubia? —le susurró en la oreja, rozándosela adrede con los labios.


Ella se sobresaltó un instante, después, sonrió, se alzó de puntillas y le rodeó el cuello con los brazos. El corazón de Pedro se aceleró a un ritmo incontrolable. La sonrisa se le borró del rostro.


—¿Por qué debería estar celosa, si eres mío, soldado? —se inclinó y lo besó en la mejilla.


Él la abrazó por las caderas en un impulso, necesitaba sentirla pegada a su cuerpo. Y la sensación fue exquisita, igual que el rubor que teñía su atractiva cara de femme fatale. Pero Chaves se soltó, de inmediato, rompiendo el hechizo.


Se centraron en lo que tenían que comprar. 


Pedro se sorprendió al percatarse de que poseían gustos muy parecidos, y ambos eran muy razonables y transigentes para aceptar o negociar la compra de un mueble que le gustara más al otro.


Así, durante esa mañana, una necesaria tregua se instaló en la pareja. No charlaron de nada que no estuviera relacionado con su hijo, pero no respiraron tensión ni incomodidad. Estuvieron relajados.


De vez en cuando, él le acariciaba el rostro, le rodeaba los hombros, la ayudaba con el carrito o la observaba con embeleso, convenciéndose a sí mismo de que estaba interpretando un papel por si la prensa los vigilaba. Sin embargo, eran gestos naturales, no estudiados, ni fingidos. Se dio cuenta, entonces, de que le deleitaba tener una excusa para tocarla. Y ella respondía con timidez, se sonrojaba, y cuando le sonreía...


Uf... Qué muerte más dulce...


Pedro... —titubeó Chaves, deteniéndose en plena calle—. Ya hemos encargado las cosas del niño, pero... —se tiró de la oreja izquierda, con los ojos en el suelo.


Pedro, que sujetaba el carrito, le alzó la barbilla suavemente con una mano y se extravió en su exótica mirada. Poseía unas pestañas infinitas y rizadas que parecían querer atraparlo como una madreselva abrazaba una pared. Paula posó las manos en su pecho, arrugando la chaqueta entre los dedos.


—Me preguntaba si puedo comprar un par de cosas para mí para la habitación, por supuesto con mi dinero, y...


Pero él no la oía... Estaba absorto en cómo movía sus labios rojos, en cómo se los humedecía, nerviosa, en cómo se los mordía, en cómo los fruncía, en cómo los separaba para exhalar suspiros irregulares...


El carmín intensificaba la atracción de Pedro hacia su boca y se inclinó, despacio, cerró los ojos y depositó un casto beso en esos labios rojos.


Solo un segundo... Otro segundo más... Otro más... Solo...





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