jueves, 20 de febrero de 2020

CAPITULO 192 (TERCERA HISTORIA)





Aceptó el paquete, percatándose, en ese momento, de que tenía la muñeca de trapo en una mano. Elias se marchó. Ella suspiró de forma discontinua, afligida por su reacción. ¿Qué le pasaba? ¿Acaso Ramiro...?


Meneó la cabeza y se centró en lo que tenía en las manos.


—¿Qué será esto? —dijo en voz alta.


Rompió el papel y halló una caja de zapatos rosa, de cartón, con el nombre Pau pintado en negro en la tapa.


Su aliento expiró de golpe.


En cuanto la abrió, se le doblaron las piernas y aterrizó en el suelo. Se paralizó.


No puede ser...


Eran unas Converse negras, tipo zapatillas, lisas, con los cordones blancos y poseían las letras DP en color rosa, cosida en la parte externa de cada una, justo debajo de donde estaría su tobillo.


DP: Doctor Pedro...


Pedro acababa de regalarle las Converse perfectas, como haría un pingüino macho con una piedra al pingüino hembra que había elegido como su eterna compañera. Y eso solo significaba que debía tomar una decisión: o aceptaba la piedra, es decir, las Converse, a Pedro Alfonso, o no, rechazándolo a él, a su héroe...


¿Qué hago, Dios mío? ¡¿Qué hago?!


Ramiro Anderson ya había matado una vez... No podía correr el riesgo de que su familia y Pedro acabaran como Lucia...


Estrujó sin querer la muñeca de trapo. La contempló unos segundos interminables. Inhaló una gran bocanada de aire y se incorporó. Con la caja en una mano y la muñeca en otra, se dirigió al Audi de Ramiro, donde la esperaban Elias y el chófer.


—Está guapísima, señorita Chaves.


—Gracias, Juan —respondió Paula con un amago de sonrisa.


Su padre la ayudó a montar en el coche.


—Necesito pasar por un sitio antes de ir a la iglesia —anunció ella, decidida y, por primera vez en diecinueve días, tranquila.


—Vas a llegar tarde —la previno Elias, a su 
lado, en la parte trasera del Audi.


—No me importa.


Su padre intensificó el ceño fruncido, pero no agregó más.


—¿Adónde, señorita Chaves? —le preguntó Juan desde el asiento del conductor.


Ella respiró hondo.


—Al cementerio, por favor.


El chófer le pidió permiso a Elias con la mirada. 


Su padre asintió y le indicó dónde debía parar, adivinando el pensamiento y el deseo de su hija.


Quince minutos después, Juan detenía el coche.
Ramiro y Karen telefonearon a Elias, pero este silenció el móvil, ignorando las llamadas, para asombro de Paula.


—¿Te acompaño?


Ella negó con la cabeza. Prefería estar sola.


Salió del coche con la barbilla alzada y se encaminó, por el césped del lugar, hacia donde estaban clavadas las lápidas blancas distribuidas en filas paralelas. Había un árbol cuyo tronco era enorme, casi al final de ese tramo del cementerio. Lo alcanzó. Al rodearlo, se paró en seco.


Dios mío...


Un pequeño ramo de margaritas, frescas, blancas, descansaba en la tumba de Lucia Chaves, a un metro de distancia del árbol. Eran del doctor Pedro Alfonso. Lo sabía. No había duda. Solo él le regalaría margaritas blancas,
porque las margaritas escondían el secreto de dos enamorados: su amor. Y solo él le regalaría unas Converse, porque Pedro le dijo en una ocasión que, si alguna vez quisiera decirle te amo, le compraría las zapatillas perfectas, y le regalaría margaritas...


Las Converse y la muñeca cayeron a la hierba. 


Se cubrió la boca con las manos. Se sujetó la pesada falda y corrió hacia las flores. Aterrizó de rodillas en el césped. El vestido se manchó de verde, pero poco le importó. También de tierra, pues faltaba hierba en un trozo grande de la tumba.


—Lucia... —pronunció en un susurro ronco—. No puedo hacer esto... — agachó la cabeza, derrotada—. No puedo poner en peligro a papá y a Pedro...No puedo... —suspiró, entrecortada—. Por favor, perdóname... Perdóname... —rozó el nombre de la lápida con los dedos—. No puedo... No puedo... Pero algún día haré justicia, hermana, algún día... Te lo juro...


Cerró la palma en un puño y lo mordió, profiriendo un chillido espeluznante. Bajó los párpados y tragó. Se incorporó. Lanzó un beso a Lucia y regresó al Audi con el ramo, las zapatillas y la muñeca.


En las puertas de la iglesia solo se encontraba Karen Chaves, a los pies de la larga escalinata que conducía al templo.


—¡Pero qué te has hecho, por el amor de Dios! —profirió su madre, analizando el desastre del vestido—. ¡Está verde y marrón! —arrugó la frente —. ¿Y de dónde venís? ¡Es tardísimo!


—Karen, por favor —la regañó su marido, más serio aún, consultando su reloj—. Es la hora. Vamos —le ofreció el brazo a Paula—. ¿Preparada?


Ella asintió, de igual modo que su padre.


—Esperad —les pidió Karen, interponiéndose en su camino. Le dirigió a su hija una mirada cargada de incertidumbre—. ¿Estás segura, cariño? Podemos cancelarlo todo, tesoro. Estás a tiempo. Siempre te apoyaremos. Siempre.


Paula quiso llorar de agonía.


Quiso descargar el pánico, la frustración y la injusticia que padecía su interior.


Quiso retroceder.


Quiso echar a correr.


Pero asintió y sonrió, fingiendo alegría.


Su madre se quedó con la caja de zapatos y la muñeca.


—Esas margaritas son preciosas, cariño —le obsequió Karen—. Este no lo necesitarás —levantó el ramo de rosas blancas que habían encargado para la boda.




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