jueves, 20 de febrero de 2020
CAPITULO 191 (TERCERA HISTORIA)
Paula despertó el veintitrés de septiembre con un horrible dolor de cabeza, el mismo dolor que arrastraba desde la gala. Y fue tal ese dolor y tal la angustia que la devoró nada más abrir los ojos, que corrió al baño por las intensas náuseas que le sobrevinieron, pero nada salió de su estómago, porque apenas comía. Decían que había que temer a los vivos, no a los muertos.
Totalmente cierto.
—¡Tesoro! —exclamó su madre, agachándose a su lado.
La noche anterior había sido la única en la que no había dormido en casa de Ramiro. La boda se celebraba a las once y Karen había insistido en que se quedara en casa, con sus padres, para prepararse en su antiguo cuarto, en su cuarto de niña, en su cuarto de adolescente, en su cuarto de siempre, junto al de Lucia, en el último piso de la vivienda, exclusivo de las hermanas Chaves.
—Cariño, son las seis de la mañana —le indicó su madre, limpiándole el rostro con una toalla húmeda—. La peluquera llegará dentro de dos horas. ¿Te preparo una de tus infusiones, o prefieres acostarte un rato más? Aunque vaya ojeras arrastras, cielo...
Apenas había dormido en los últimos diecinueve días.
—Una infusión, por favor —se incorporó.
—Son los nervios por la boda —la guio a la cama—. Es normal.
Si tú supieras, mamá...
Estaba aterrada. Iba a casarse con el asesino de su mejor amiga, de su hermana...
—¿Y papá? —quiso saber Paula—. ¿Todavía no ha vuelto?
Hacía diez días que Elias Chaves había desaparecido. Bueno, no literalmente, pero hacía diez días que no veía a su padre.
—Está muy ocupado, ya lo sabes.
Era cierto. Ramiro le había prometido, y para su sorpresa, había cumplido su palabra, que los abogados regresarían al bufete y que el bufete remontaría de la pequeña crisis que había padecido. Los periódicos no publicaron más noticias porque Anderson no volvió a pagar a los periodistas para que desacreditaran el negocio y la reputación de su padre.
—Cariño... —titubeó Karen, sentándose a su lado. La acogió entre sus brazos y la meció como si fuera una niña pequeña—. ¿Estás segura de esto?
Aquella pregunta la sobresaltó. Paula se incorporó.
—Mamá, yo no...
—No, tesoro —la cortó su madre, levantando una mano—. No te hemos preguntado, no te hemos agobiado, mucho menos hemos pretendido meternos en tu vida —suspiró—. Perdóname, cariño, pero tengo que saberlo... Tengo que saber por qué.
Dos días después de la gala, Ramiro y ella se habían presentado en casa de sus padres para comunicarles que se había equivocado al romper su relación con el abogado y que Pedro no significaba nada, que se había dado cuenta, al ver a Ramiro en la fiesta, de cuánto lo echaba de menos, de cuánto lo quería, de que no deseaba otra cosa que casarse con él y de que ya estaban viviendo juntos.
Había sido horrible...
Elias y Karen se habían quedado patidifusos ante el cambio de planes, ante el beso que habían compartido Anderson y Paula delante de sus narices, para corroborar tal hecho. Y, en efecto, no habían comentado ni opinado al respecto.
—Paula, háblame, por favor... —le rogó su madre, cogiéndola de las manos.
—Lo de Pedro fue un error —musitó, desviando los ojos hacia la ventana, a la derecha—. Teníais razón desde el principio. Estaba confundida. Desperté del coma y me encontré con un anillo y una boda que se celebraba en cuatro meses. Estaba... perdida —agachó la cabeza—. Reaccioné como una inmadura.
—¿Dónde estuviste hace diez noches? —quiso saber Karen en voz baja.
Su hija la observó desconcertada.
—Ramiro me llamó para saber si estabas con nosotros —le explicó su madre, seria—. No me preguntes por qué, pero le dije que sí, que estabas conmigo —sonrió con desánimo—. Estabas con Pedro, ¿a que sí?
—Yo... —tragó—. Pedro tuvo... —reprimió las lágrimas—, un accidente con el coche.
—¡Oh, Dios mío! —se cubrió la boca—. ¿Está bien?
—Sí, está bien —asintió—. Me tenía a mí como teléfono de contacto en caso de emergencia y el hospital me llamó. Fui a verlo porque... —silenció un sollozo a tiempo—. Necesitaba saber que estaba bien.
Jamás olvidaría la llamada del hospital, ni a su héroe postrado en una cama con la ceja partida y numerosas contusiones por el cuerpo. Tenía cortes en el rostro, un cardenal en la mandíbula y moretones en los brazos. Ella había golpeado la puerta de la habitación y había esperado para que la abrieran, pues no quería importunar a nadie de la familia Alfonso, que seguramente la
odiarían, en especial Mauro...
Aquella noche, Catalina le había asegurado, en el pasillo, fuera de la habitación, que Pedro estaba bien, nada grave, a pesar de que el coche había quedado siniestro. Sin embargo, la maltrecha imagen de su doctor Pedro le había provocado un repentino ataque de ansiedad, y había huido.
—Paula... —la tomó de la barbilla—. Jamás te he visto con nadie como con Pedro, excepto con tu hermana. Jamás. Segura, tranquila y feliz. Creía que con Ramiro lo eras, hasta que te vi con Pedro cuando cenasteis en casa después de que te sinceraras con tu padre y conmigo. Con Pedro —sonrió, dulce—, eres tú, cariño. Con Ramiro—su semblante se cruzó por la pena—, estás apagada.
Paula se mordió la lengua. Incómoda, se removió, alejándose del contacto de Karen.
—Iré a prepararte la infusión, tesoro —añadió su madre, comprendiendo que nada podía averiguar—. Enseguida vuelvo —se marchó.
Ella, entonces, abrazó una almohada y lloró. Se cubrió la cara y gritó, descargando el dolor, la rabia, incluso el coraje que sentía por culpa de Ramiro. Su cuerpo se convulsionó.
Al escuchar a Karen subir las escaleras, se levantó y se secó el rostro con dedos temblorosos. Se acercó a la ventana, ofreciéndole la espalda a su madre; esta le dejó la taza caliente en la mesita de noche y se fue.
Se la bebió despacio, pero no se calmó. Fue a vomitar dos veces más, aunque eran más arcadas y convulsiones, su estómago estaba vacío, tan vacío como ella.
Cuando la peluquera, que también la maquillaría, llamó al timbre, a Paula comenzó a costarle respirar. Pensó en Pedro y poco a poco se relajó.
Las horas previas a la ceremonia pasaron volando.
—No te gusta el vestido —comentó Karen, sonriendo, divertida—, pero nada de nada.
—Claro que sí, mamá —mintió, mostrando una sonrisa que procuró que fuera alegre, aunque no estuvo segura de si lo logró.
Odiaba el vestido... Era bonito para alguien a quien le gustara el escote en barco, un rígido corsé, una falda voluminosa desde la cintura y una enorme cola añadida a la misma, alguien tipo la señora Chaves, que no la señorita Paula Chaves. Y sus cabellos estaban recogidos en un moño bajo, para mayor inconveniente.
—Estás preciosa, mamá —le obsequió.
Karen vestía con un traje de falda por debajo de las rodillas y chaqueta con volante en la mitad inferior, de encaje beis, entallado, y una blusa de seda, lisa, de igual color que el conjunto. El pelo, largo hasta los hombros, lo llevaba suelto con las puntas rizadas. Muy elegante. Su madre siempre estaba maravillosa y era muy atractiva.
Y sonó el timbre.
—¡Justo a tiempo! —exclamó Karen, contenta—. Ese será Juan. Voy a avisar a papá.
Paula esperó un minuto a solas en su habitación, controlando más náuseas.
Apuró la cuarta infusión del día y salió al pasillo.
Entonces, sus ojos se fijaron en la puerta de enfrente, la del final del recto pasillo: el cuarto de Lucia.
Sin pensar, caminó hacia la única estancia en la que no había entrado desde hacía casi cuatro años. Giró el picaporte y abrió. Así de sencillo.
Nunca había sentido la necesidad de acudir al santuario de su hermana, ni siquiera había
pensado en ello. Directamente, no había entrado allí, ni siquiera había mirado la puerta.
Automáticamente, el suave aroma a lavanda de su hermana le inundó las fosas nasales. Cerró los ojos al instante e inhaló el característico olor de Lucia.
Un sinfín de recuerdos poblaron su mente y aceleraron su corazón, aunque no por tormento ni por angustia. Sonrió. Alzó los párpados. Todo se hallaba igual que cuando su hermana vivía: el escritorio y la silla de madera debajo de la ventana, al fondo; la cama, a la izquierda; el armario, a la derecha; y fotografías recortadas de revistas de los distintos monumentos célebres de ciudades de todo el mundo clavadas en las paredes con chinchetas, los lugares que había deseado conocer.
Avanzó hacia la cama y se sentó. Su pie pisó algo mullido. Frunció el ceño y se agachó para saber qué era.
—Dios mío... —murmuró al descubrir una muñeca, pero no una cualquiera —. Mi muñeca Pau...
Se deslizó hacia el suelo, sin preocuparse por si se estropeaba la ropa; el cancán era un incordio absoluto. Cogió la muñeca de trapo, cuyo vestido estaba roído. Rozó el nombre cosido al delantal.
—Ay, Lucia... —suspiró. Las lágrimas se derramaron por sus mejillas—. ¿Qué hago? —la desesperación le oprimió el pecho—. ¿Qué debo hacer?
—¡Paula! —gritó su madre desde la escalera—. ¡Ya es la hora, vamos!
Se secó la cara con dedos trémulos y obedeció, bajando los peldaños con cuidado. Su padre la esperaba en el hall.
—Papá...
Elias se giró y la observó con el ceño fruncido.
Su expresión era indescifrable. Analizó su vestido de novia y profundizó las arrugas de su frente. Paula se alarmó. Hacía diez días que no coincidía con su padre, ¿y la recibía así?
—¿Qué ocurre, papá? ¿Sucede algo malo?
—Tu madre se acaba de ir. Ha llegado esto para ti —le entregó una caja envuelta en papel negro—. No tardes. Estaré esperándote fuera, con Juan.
Ni un beso, ni un saludo...
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