jueves, 23 de enero de 2020

CAPITULO 100 (TERCERA HISTORIA)



Se encaminó hacia el interior de la mansión. 


Subió la escalera de mármol y atravesó el pasillo. Al fondo, se topó, en efecto, con otro corredor, perpendicular al primero. Existían tres puertas bien separadas entre sí. Giró a la izquierda y abrió la estancia que le había precisado Ana. Presionó el interruptor para encender la luz.


Analizó el lugar, pues le extrañó el hecho de que hubiera una única cama individual, no una de matrimonio, o dos simples, por tratarse de Ana y de Miguel. Estaba al fondo, debajo de la ancha ventana. Un edredón negro y cojines también negros, pegados a la pared, la cubrían. A la izquierda, había dos puertas, una en cada extremo de la pared y, en medio, un escritorio y una silla. El armario empotrado se situaba a la derecha.


Avanzó hasta el centro del espacio, justo debajo de la lámpara de techo y pisando la alfombra blanca, desgastada adrede como el resto del mobiliario.


No había ningún paquete. Arrugó la frente. Se aproximó a una de las puertas: el baño. 


Continuó hacia la otra. Encendió la lámpara pequeña del techo. Y se quedó boquiabierta... Era una pequeña estancia con una única ventana enfrente; las paredes laterales eran dos estanterías del suelo al techo: la de la derecha tenía libros, cuadernos, apuntes... y la de la izquierda... ¡estaba repleta de premios!


Paula se tapó la boca. Su corazón se disparó.


Era la habitación de Pedro Alfonso.


Se acercó, temblando. Laureles, medallas, coronas, trofeos... Golf, hípica, pádel, tenis, esquí... Y todo era en recompensa a un primer puesto, el mejor.


Entornó los ojos al toparse con un libro grueso, de piel negra. Lo cogió y lo abrió. Sonrió, fascinada. Eran fotografías y recortes de periódicos relacionados exclusivamente con Pedro. Una de las imágenes la impactó: salía él de niño, enseñándoles una medalla de oro a Mauro y a Manuel, de perfil
los tres, ajenos a la cámara; los dos hermanos mayores sonreían con evidente orgullo hacia su hermano pequeño, pero este, no... Su expresión era de temor.


Y ella recordó... Y comprendió al niño, y sintió ese lazo intrínseco que la unía a él, un lazo que no había experimentado con nadie más.


—Mi héroe... —acarició la foto—. Ahora te amo mucho más...


Sintió su interior explotar de amor y de admiración. Se limpió las lágrimas que había derramado sin darse cuenta. Cerró el álbum y lo guardó en su correspondiente lugar. Cuando se giró para regresar a la fiesta, porque era obvio que allí no había ningún regalo, soltó un grito, cubriéndose los labios, horrorizada al descubrir que no estaba sola...


Pedro estaba apoyado en el marco de la puerta, mirándola. Sus brazos, que estaban cruzados al pecho, cayeron inertes. Su atractivo semblante era un amasijo de emociones. Sus labios se habían entreabierto.


¡Ay, cielo santo, me ha oído! ¡¿Qué hago ahora?! ¡Desaparecer!



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