martes, 24 de septiembre de 2019
CAPITULO 50 (PRIMERA HISTORIA)
Paula estaba en estado de shock.
—¿Te encuentras bien? —se preocupó Ernesto, frente a ella.
—Tengo que hacer una llamada —se disculpó, levantándose.
—¿Tu abuela? —pronosticó él, con una expresión de puro hastío.
—Sí, lo siento.
No lo sentía en absoluto. Que Sara estuviera enferma era una excusa vana que Sullivan no se había creído, aunque no había mencionado nada al respecto, cosa que agradeció. Pero tampoco era tonta... La cena iba a ser con los socios que querían demoler Hafam, pero, por casualidades de la vida, fallaron todos en el último momento, excepto Ernesto, claro. Y no pudo rechazarlo, su educación se lo había impedido.
Salió del saloncito privado y se dirigió a los servicios. Nada más poner un pie en el pasillo estrecho que conducía a los baños, la hierbabuena envolvió su piel. Y lo vio. ¡Estaba ahí! ¡No era un sueño!
Pedro escuchó cómo Paula ahogaba una exclamación y se apartó de la pared de un salto. Se miraron.
Qué guapo eres...
Paula tragó saliva, su garganta se había secado al descubrirlo allí, tan atractivo, tan irresistible, tan... perfecto.
—¿Qué haces aquí? —se atrevió ella a preguntar, en un hilo de voz, a cada segundo con menos pulsaciones; su vida corría un excitante peligro.
Los ojos grises de ese hombre la taladraron. El cazador había regresado.
—Esto... —anunció el doctor Alfonso antes de acortar la distancia, tomarla de la nuca y besarla.
Gimieron en el instante en que sus bocas se unieron.
Ahí está el pinchazo en mi vientre... ¡Cuánto lo he echado de menos!
No perdieron el tiempo. Paula le rodeó el cuello y él la estrechó entre sus cálidos y fibrosos brazos, lamiéndole los labios con su maravillosa lengua.
Ella abrió la boca, acatando la sutil orden, encantada, poseída por la boca de él, tan dominante... Pedro jadeó y, seguidamente, le chupó los labios, uno a uno, con una destreza embriagante. Sabía a cerveza y a él... Y Paula degustó ambos, ansiosa por explorar el revuelo de sensaciones que experimentaba cuando la besaba, porque conseguía que se sintiese hermosa, especial y, también, vulnerable, pero protegida; le regalaba el alma en cada beso, en cada abrazo, en cada caricia, en cada mirada... de su doctor Alfonso. Quiso creer que era suyo, decidió soñar que lo era, durante ese beso lo era...
Mi doctor Alfonso... Mío ahora... Mío para siempre...
Su cuerpo empezó a disolverse, pero, por suerte, Pedro la sostenía con firmeza. Giraron y la aplastó contra la pared sin separarse ni un ápice. Paula se arqueó, de puntillas, porque, a pesar de los tacones, necesitaba alcanzarlo más, mucho más... Le arrugó el jersey en los hombros, desesperada, sin percatarse de que lo hacía. En realidad, eran sus instintos los que hablaban, los que actuaban... Era ese hombre quien la inspiraba, quien la elevaba hacia el sol, porque estaba en el cielo...
Las manos de él descendieron hacia sus caderas, las apretó, mientras su lengua clamaba la suya. Y la encontró. Se enredaron entre gemidos irregulares, agudos y roncos. Se sumergieron en un beso insaciable... Ladearon la cabeza a la vez, sujetando cada uno la del otro, obligándose a no alejarse. Pedro enterró los dedos entre sus cabellos sueltos y, por un segundo, se paralizó, pero se los apresó en dos puños y le propinó un suave tirón que se clavó en su vientre, le aflojó las rodillas y le robó el aliento.
—Pedro... —articuló, extasiada, sin abrir los ojos.
—Joder... —suspiró con fuerza.
La abrazó y la alzó del suelo, igualando la altura de sus rostros, facilitándole a ella un total acceso a su boca, además de sumirla en un extraño tormento al empujarla con las caderas...
Y Paula lo correspondió de manera febril, retorciéndose, pegada a su cuerpo atlético, flexible, tan viril... Podía hacer lo que quisiera con ella, no se negaría a nada; ni quería ni podía...
Estaba atada a esa anatomía que ardía por encima del jersey, la camisa y la corbata... a esas manos que no paraban quietas, que recorrían sus curvas con vehemente frenesí...
Se dejó llevar por esos labios hambrientos que la mordisqueaban, la chupaban, la torturaban... por esos dientes que la pellizcaron, provocándole un exquisito escozor, para, después, apaciguarla con la lengua, su traviesa lengua...
¡Por Dios, qué calor!
Justo en ese momento, cuando creía que sufriría un ataque por la elevada temperatura que había adquirido su cuerpo, y porque hacía un rato que no escuchaba latido ninguno, alguien carraspeó, devolviéndolos al presente, de golpe.
Detuvieron el beso. A la izquierda, se hallaba un camarero que, procurando reprimir la risa, sin éxito. Los dejó solos. Pedro la bajó al suelo y le estiró el vestido, un gesto que le provocó a Paula una tímida sonrisa y un revoloteo en el estómago. Concentrado, él le peinó los cabellos que, seguramente, se habían convertido en una maraña nada estética, pero estaba tan aturdida que nada le importaba.
Levantó los brazos, sin pensar, y le acarició los labios hinchados.
Su doctor Alfonso, tan controlado, tan serio, jadeó...
—Has venido con Ernesto, pero seré yo quien te acompañe a casa —le susurró Pedro, apresándole la mano para depositar un jugoso beso en su muñeca—. Avísame cuando termine la cena. Invéntate cualquier excusa —le dio otro beso ardiente, sin dejar de mirarla—, porque querrá llevarte en su coche, lo sé, lo conozco —la besó de nuevo.
Paula suspiró de forma entrecortada y asintió, no pudo formular una frase coherente.
—Ahora, vete —le dijo él—. Yo esperaré unos segundos —la soltó y retrocedió.
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