martes, 24 de septiembre de 2019
CAPITULO 51 (PRIMERA HISTORIA)
Ella se dio la vuelta y emprendió la marcha hacia su mesa, pero, antes de salir del pasillo, un brazo de hierro la rodeó desde atrás, pegándola a un cuerpo muy tentador. Unos labios le rozaron la sien. Un aliento agitado le erizó la piel. Paula cerró los ojos un instante. Pedro se separó de ella, arrastrando los dedos por el vestido.
Y regresó a su no cita.
—Perdona —sonrió sin humor.
—Vaya llamada larga... —comentó Ernesto, con la frente arrugada, analizando cada gesto de Paula.
—Sí —contestó, escueta, notando cómo sus mejillas continuaban tan calientes que podían incendiar la sala entera.
El camarero les retiró los platos y les preguntó si deseaban postre o café.
—Lo siento, Ernesto, pero tengo que irme. Mi abuela me necesita —le dijo, firme, tamborileando los dedos encima del mantel.
—Si tan enferma está, habrá que llevarla a urgencias. Lo haremos en mi coche.
—No. Sé perfectamente lo que mi abuela necesita —masculló ella.
Sullivan la observó un largo momento. Estaba enfadado y no lo escondía.
Pidió la cuenta, pagó y se levantaron.
—Gracias por la cena —añadió Pau—. Ya nos veremos —se giró.
Él la agarró del brazo.
—¿Adónde vas? —le exigió, con voz afilada.
Paula se soltó bruscamente. No le respondió esa vez, no se lo merecía, y se dirigió al servicio. Se encerró con pestillo y sacó el móvil del bolso.
Tenía un mensaje de Pedro: la esperaba en el bar del hotel. Ella salió al restaurante, no vio a Sullivan por ninguna parte, y buscó a Pedro.
Se encontraba en un lateral de la barra rectangular, a la izquierda, tomándose una cerveza, sentado en un taburete, de espaldas a Paula. Caminó por la moqueta, que silenció sus tacones, se acomodó a su lado, dejando un asiento entre los dos, adrede, cruzó las piernas y apoyó el abrigo y el bolso sobre ellas.
—Una cerveza, por favor —le solicitó al camarero, que se la sirvió enseguida—. Gracias —dio un corto trago.
—Hola —le susurró su doctor Alfonso.
—Hola.
Se miraron. Ella sonrió, pero él, no. Esas profundidades grises, que parpadearon, soltando fogonazos de luz, se clavaron en su pecho y hasta creyó que rasgaron su piel. No llevaba gafas...
Paula, hipnotizada, se cambió de taburete, estiró las manos y le tocó los párpados. Él cerró los ojos y suspiró con suavidad.
—Hay que limpiar bien la carita —pronunció Paula en tono bajo. Sus dedos acariciaron ese rostro esculpido por los dioses, incluido el cuello, lentamente, con cariño—. Aplicamos bien la cremita —repitió el gesto, notando cómo se relajaba bajo su contacto—. El último paso... es el mejor... —se le quebró la voz. Pedro elevó los párpados—. Ahora toca... pensar en cosas bonitas... para tener los dulces sueños que te mereces...
Trazó sus cejas ligeramente gruesas y curvas en los extremos, la diminuta arruga que se le formaba en las terminaciones de los ojos, su recta y refinada nariz, sus altos pómulos teñidos de un suave rubor, su mandíbula cuadrada y marcada, sus labios entreabiertos... Sin soltarlo, se inclinó y depositó en ellos un beso casto, pero en el que le entregó todo el amor que sentía por él, porque lo amaba con todo su corazón.
Pedro limpió las lágrimas que Paula había derramado sin poder evitarlo.
—¿Quién te enseñó eso? —le preguntó en un susurro.
—Mi padre —sonrió ella con tristeza—. Era pediatra, como tú.
Él no dijo nada. La levantó del asiento, sin esfuerzo, y la acomodó en su regazo. Paula apoyó la cabeza en su pecho, balanceando los pies en el aire.
Escuchó el latido fuerte y pausado de su doctor Alfonso. Se percató, entonces, de que acababa de descubrir su lugar favorito.
Se bebieron la cerveza en silencio, sin variar la postura.
—Paula, Sullivan no... —gruñó—. Sullivan no es bueno para ti.
—No ha sido una cita —le confesó, seria, incorporando la cabeza—. En la fiesta de tus padres, cuando tu madre me lo presentó, Ernesto me contó que pertenecía a la sociedad que iba a demoler Hafam —jugueteó con el nudo de su corbata—. Me dijo que tu madre había intentado convencerlo de que no cerraran la escuela, pero que prefería escucharme a mí. No hablamos más, hasta el día siguiente, cuando me crucé con él en el Boston Common y me invitó a un café. Hablamos de Hafam... nada más.
—¿Nada más? —se inclinó él, alzando las cejas.
—Bueno... —desvió la mirada— me dijo más cosas, pero no...
—¿Qué te dijo? —la cortó.
Paula respiró hondo, nerviosa.
—Me preguntó cuántos años tenía y dijo que yo era demasiado joven para ti. Nos había visto salir juntos de la fiesta y... —se calló de golpe.
—Me estás ahogando... —señaló Pedro con un poco de dificultad.
—¡Lo siento! —soltó la corbata de inmediato, ruborizada por la vergüenza.
Él se rio, rodeándola por la cintura.
—¿Qué más, Paula? —quiso saber.
—Nada, que... ¡Nada! —sonrió ella, demasiado feliz.
Pedro arrugó la frente, por lo que Pau desistió:
—Que mi... Que yo... —se mordió el labio, incapaz de continuar.
Él la tomó por la nuca, obligándola a mirarlo.
Estaba serio y preocupado.
—Que estaba seguro de que yo nunca... —agregó Paula, al fin— me he acostado con un hombre.
—¡¿Perdona?! —exclamó él, alucinado, dejando caer los brazos—. Lo que tú hagas o dejes de hacer en tu vida privada no es asunto suyo —inhaló una profunda bocanada de aire con el semblante cruzado por el enfado, que no se molestaba en disimular—. ¿De qué más hablasteis?
—De la escuela. Me dijo que procuraría convencer a sus socios, pero que no me prometía nada —dio otro trago a la bebida—. El viernes pasado, después de la conferencia, ayudé a tu madre a ultimar detalles de la gala. Cuando volvía a mi casa, Ernesto me interceptó en la calle.
—¿Te interceptó? —repitió, entornando los ojos.
—Es que estuvo llamándome al móvil —le explicó. Se retorcía los dedos en el regazo—. La primera vez, se lo cogí, pero, tras hablar con Manuel, no... — suspiró de manera entrecortada—. Tu hermano vino a verme el martes de la semana pasada para decirme que me alejara de Manuel. No cree que me cruzase por casualidad con él en el parque.
—Yo tampoco lo creo —bufó—. Vive en Suffolk. El Boston Common está bastante retirado de su casa, y además un domingo, que, para Sullivan, los domingos son sagrados en su casa. Lo sé.
Paula también sabía algo: la razón por la cual Pedro conocía tan bien a Ernesto, por Alejandra. Se enfadó y se sentó en el taburete, lejos de su contacto. Él se percató de su inquietud y sonrió con picardía.
—No es lo que estás pensando —la tomó de la muñeca.
Ella no se lo permitió, sino que se irguió, para infundir respeto, pero no lo consiguió, porque el doctor Alfonso se carcajeó y la levantó sin esfuerzo de nuevo.
—¡Pedro!
La acomodó entre sus brazos por segunda vez, apretándola para que no se apartase.
—No grites —le susurró antes de besarle la sien—. Sigue hablando —y añadió al camarero—: Dos cervezas, por favor.
Paula reprimió el impulso de abrazarlo. Se ruborizó. Su vientre recibió un pinchazo.
—Cuando me interceptó en la calle —continuó ella, algo desorientada por la hierbabuena—, me reconoció que me había seguido porque no le cogía el teléfono. Sus socios estaban dispuestos a hablar conmigo para no cerrar la escuela. Cenaría con ellos hoy, aquí, pero...
Les sirvieron las cervezas.
—Déjame adivinar —musitó Pedro—, solo se ha presentado Sullivan.
—Sí.
—Paula, Sullivan te quiere para él —declaró sin dudar—, y no me gusta. Sé qué clase de hombre es. Ya te lo dije, que no se detiene ante nada y, ahora, se ha fijado en ti. Manuel y Bruno también lo creen así.
Aquello le produjo un inquietante escalofrío, que él percibió. La atrajo hacia su pecho y apoyó la cabeza en la suya, ofreciéndole la protección que necesitaba en ese momento. Cualquiera que los viera daría por hecho que tenían una relación. Sus mejillas no dejaban de arder desde hacía un rato, pero se incendiaron aún más por ese abrazo tan maravilloso...
—Trabajas mañana, ¿no?
—Sí —asintió ella.
—¿Hasta qué hora?
—Termino a las cinco y media —respondió ella, recostándose sobre él—, pero, a veces, antes o después, depende del jaleo que tenga Stela para la siguiente semana.
Bebieron en un cómodo silencio. Luego, se colocaron los abrigos y salieron a la calle. Pedro la acompañó a su casa, rodeando el parque. Paula creyó que estaba en una nube... No se rozaban, pero sí se mantenían a escasos centímetros.
—Hemos llegado —anunció él, en la puerta del portal.
—Pues... ya nos veremos —le dijo ella, sacando las llaves del bolso.
En un segundo, Pedro gruñó y la estrechó con fuerza entre sus brazos, se apoderó de su boca sin permitirle negarse, alejarse o concederle tregua por la impresión.
Paula se paralizó, pero, rápidamente, lo correspondió; era imposible no obedecer las normas que le dictaban, en silencio, esos extraordinarios labios.
Estaba atrapada en un hechizo que le impedía actuar con normalidad; sus facultades y su raciocinio se eclipsaban cuando se trataba de ese hombre tan irresistible. Y, encantada, se dejó guiar por él.
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