martes, 5 de noviembre de 2019

CAPITULO 39 (SEGUNDA HISTORIA)




Paula abrió los párpados cuando una luz la molestó. Fue a moverse, pero no pudo, una roca cálida la inmovilizaba. Giró el rostro.


¿Estoy soñando?


Pedro, dormido, la ceñía entre sus brazos. Sus labios carnosos estaban ligeramente separados y su aliento sosegado le cosquilleaba la mejilla. 


Era tan guapo su guerrero... Se le aceleró la respiración y se le inundaron los ojos de lágrimas. La había defendido frente a su padre. Si no hubiera sido por él, Antonio hubiera hecho lo que hubiera querido con ella, como antaño. A pesar de la fuerte discusión de nueve años atrás, el desencadenante de su huida de Nueva York, era más que evidente que ella no había aprendido nada...


Se giró y escondió el rostro en los cojines. 


Dirigió las rodillas a su pecho y lloró en silencio. Sin embargo, no pudo reprimir un sollozo sonoro cuando pensó en su madre. Su marido se estiró, pero ella no se percató hasta que él la besó en la cabeza y la abrazó con más fuerza al sentir sus lágrimas.


Pedro... —cerró los ojos.


—Rubia... —le dijo, ronco por el sueño—. Estoy aquí...


Ella suspiró de manera irregular, se aferró a su guardián imperioso y se desahogó hasta quedarse dormida de nuevo.


Sí, es mi guardián, queramos los dos o no...


Cuando despertó, estaba anocheciendo.


La habitación se hallaba a oscuras. Tenía el móvil en la mesita, comprobó la hora. No escuchaba nada, así que se levantó y, alumbrando el camino con la linterna de su iPhone, consiguió alcanzar el servicio. Prendió la luz, que por un momento la cegó, y accionó la bañera. Necesitaba desentumecer los músculos.


Se despojó de las ropas del día anterior. Lanzó a un rincón el arrugado vestido de novia, la ropa interior y las medias y se metió en el agua caliente llena de espuma. Gimió de placer en cuanto introdujo la cabeza unos segundos.


Le resultaba complicado lavarse el pelo en una bañera, pero lo hizo tan bien como pudo. 


Después, se escurrió los cabellos y se los tapó con un paño de lino pequeño. A continuación, se incorporó y salió del agua. Se anudó una
toalla grande en las axilas para taparse el cuerpo y se dio la vuelta para regresar al dormitorio y vestirse, pero...


—¡Pedro! —gritó, con la mano en el corazón, asustada, de repente, al verlo apoyado en el marco de la puerta abierta.


Su marido la contemplaba hipnotizado, igual que el día en que se había arrodillado a sus pies y le había besado las piernas... Ella retrocedió por instinto. Él se mordió el labio inferior, aleteando las fosas nasales a su vez; avanzó y no se detuvo hasta que la acorraló contra los azulejos de la pared del fondo, entre la bañera y la ducha.


—Eres mi mujer... —le susurró Pedro, arrastrando las sílabas para enfatizar su significado, mientras colocaba las manos a los lados de la cabeza de ella —. Y mi mujer es... —despacio, le retiró el paño del pelo.


Paula estaba paralizada, apenas respiraba, al contrario que él, que parecía llevar varias millas corriendo, incluso le brillaba la frente por el sudor, y no era consecuencia del espeso vapor que reinaba en el espacio... No sabía cuánto tiempo la había estado mirando, y tal pensamiento le robó un resuello entrecortado. Tampoco notó lo mojados que estaban sus mechones enredados, que se pegaron a su nuca, a sus hombros y a su escote.


Pedro no permaneció quieto un segundo, sino que cogió el extremo de la toalla que la cubría y tiró. Sus erguidos senos se descubrieron.


—Joder... —aulló él, con los ojos chispeando, poseídos por algo más que pura lujuria, algo que ella no consiguió identificar, pero que oprimió su interior en un nudo.


Paula se sujetó a sus hombros de inmediato, se le aflojaron las piernas. Tal movimiento hizo que la toalla cayera al suelo. Y Pedro jadeó.


—Tienes razón —observó su desnudez con ardiente curiosidad, humedeciéndose los labios—. Contigo no sirven las palabras —suspiró discontinuo—. Dijiste que una mirada podía fundir el hielo. ¿Te das cuenta de cómo te miro, rubia? No he mirado a ninguna mujer como te estoy mirando a ti ahora... —inhaló aire y lo expulsó con excesiva fuerza.


Pedro... —articuló en un hilo de voz por la vulnerabilidad que sentía y la impaciencia que padecía—. Por favor...


—No lo haré —dijo Pedro, sin elevar el tono ni aclarar su ronquera, adivinando sus más perversos pensamientos—. Todavía no, rubia. Quiero disfrutarte durante horas... —alzó una mano y le rozó la mejilla con los nudillos—. Quiero que te entregues a mí porque me necesites como necesitas el oxígeno para vivir —le acarició la cara con suma delicadeza, trazando sus facciones con las yemas de los dedos de las dos manos, quedándose ella envuelta por su dura y heroica anatomía—. Quiero confinarte a un lugar donde nunca hayas estado y del cual te resistas a volver. Quiero que tus ojos solo vean los míos. Quiero que tu boca implore la mía —le rozó los labios, se los perfiló—. Quiero que tu piel sienta alivio solo gracias a mí —descendió a los brazos y, enseguida, a los costados, que manoseó hacia arriba y hacia abajo sin descanso—. Quiero que tu cuerpo solo se rinda al mío. Quiero tantas cosas contigo, rubia —resopló—, tantas...


Aquellas palabras la abrasaron. Bajó los pesados párpados, que había obligado a mantener abiertos para admirar el chocolate negro de sus magnéticos ojos. Le estrujó el fino jersey a la altura de sus latentes e imponentes pectorales. Tragó saliva con dificultad.


Pedro trazó con un dedo el recto recorrido desde su barbilla hasta su vientre, entre los pechos, por el ombligo... Paula contrajo los músculos y abrió los párpados de golpe. Su marido tenía la cabeza ladeada y continuaba analizándola, en ese momento, con un alarmante martirio en su mirada.


—¿Cómo pude acostarme contigo en un ascensor? —murmuró para sí mismo con voz castigada—. Ahora lo entiendo... —silueteó sus senos, uno después del otro, que se alzaban de manera acelerada al compás de su exaltado corazón—. Escondes muchas cosas, señora Alfonso —suspiró de forma entrecortada, bordeando su cadera—. Pero no me arrepiento —chasqueó la lengua, dirigiendo el dedo a la curva de su trasero—. Fueron los dos mejores
polvos de mi vida. Sin embargo... —inspiró una gran bocanada de aire—, ahora quiero más —le sujetó la nuca y cerró los ojos un instante antes de añadir—: Ahora te quiero a ti —y la besó con rudeza.


La joven gritó en su boca, gritó de alivio. Su lengua la embistió con osadía.


Su guerrero había vuelto... Ella se retorció, alzó una pierna para rodearlo.


Entonces, Pedro le apretó las nalgas y la impulsó del suelo. Paula lo envolvió por la cintura y por el cuello. Ambos jadeaban, extraviados en aquellos besos tan adictivos.


Su marido estaba vestido por completo, con la ropa empapada por culpa de ella. Intentó quitarle el jersey, pero él se lo impidió, apresándole las manos por encima de la cabeza con una de las suyas. Entonces, Pedro se despegó de su boca y dirigió la mano libre a su vientre.


—No... —pronunció Paula, temblorosa.


Toda la fortaleza que ella demostraba de cara a los demás, en concreto en presencia de los hombres, se fragmentó. Y eso solo lo lograba una persona: Pedro Alfonso.


—¿No? —repitió su marido con una pícara sonrisa—. Te diré algo —bajó hacia su intimidad—. Para mí, un no es un sí.


Y la tocó.


—¡Oh, Dios! —gimió ella; su cabeza aterrizó en los azulejos.



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