sábado, 23 de noviembre de 2019
CAPITULO 76 (SEGUNDA HISTORIA)
Cuando Paula salió de la reunión, creyó que su primer día sería bueno, el principio de una nueva etapa. Pues no. Se dirigió al vestuario con su jefa, que le entregó un uniforme de su talla a estrenar y una chapa plateada con su nombre y su nuevo apellido: Paula Alfonso. Emma le pidió que se cambiara lo antes posible para enseñarle el funcionamiento de la planta. Hasta ahí todo bien. Clark era fría y estricta, pero educada.
No obstante, justo cuando se marchaba, pareció pensárselo mejor y le dijo que no por ser la cuñada de Bruno iba a consentir una sola falta leve por su parte, además de insinuar que
Paula se había reincorporado al General por ser la mujer del doctor Pedro Alfonso, íntimo amigo del director.
Ese fue el primer golpe de la mañana. El segundo vino de la mano de una enfermera llamada Sabrina... De veinticuatro años, tenía el pelo negro y suelto hasta la cintura, los ojos azules bordeados por una línea negra, los labios muy finos pintados de rosa chicle; era de su altura y muy delgada. La enfermera se coló en el vestuario al salir la jefa.
—Tú eres Paula —le dijo, cruzándose de brazos, mostrando una considerable talla de pecho—, la nueva adquisición de Pedro.
Paula se rio, no pudo evitarlo. Meneó la cabeza y se mentalizó para armarse de paciencia. No le hizo falta más para saber que su compañera Sabrina había sido una de esas mujeres que se querían acostar con su marido y habían fallado en el intento.
—Soy su mujer, no su nueva adquisición —la corrigió, quitándose el jersey para ponerse el uniforme blanco—, pero puedes llamarme señora Alfonso — ocultó una sonrisa.
Sabrina gruñó y se colocó frente a ella. Paula suspiró con desgana y se sentó en el banco alargado de madera que había en el centro de la estancia, donde se calzó sus Converse rojas, que se había comprado solo para trabajar.
—¿Sabes cuántas conocemos a Pedro? —inquirió su compañera, con una sonrisa maliciosa.
—Estoy segura de que todo el hospital —ironizó con voz cansada, atándose los cordones despacio, tomándose su tiempo—, más que nada porque es el jefe de Oncología. Y, para ti, no es Pedro, sino el doctor Alfonso.
—Me sorprende que te casaras con él —ignoró su comentario—. Supongo que, al final, eres igual que las demás, mucho odio que fingías demostrar, pero, luego, bien que te abriste de piernas —se carcajeó—. Es todo un semental, ¿verdad? Coincidirás conmigo en que los rumores son ciertos: Pedro —recalcó el nombre aposta— es un salvaje en la cama.
Pues resulta que Sabrina no solo fue un intento...
Aquello supuso, en efecto, el segundo golpe del día... Paula se paralizó. Su compañera se rio y se marchó. Le costó un par de minutos serenarse. Caminó sin rumbo por el vestuario, controlando su agitada respiración, hasta que recibió un mensaje de su marido, en el que le deseaba suerte en su primer día y le preguntaba si comían juntos. Por supuesto, ella aprovechó la ocasión para nombrarle a Sabrina y el muy cobarde no respondió. Esperó otros dos minutos y, al percatarse de que no iba a recibir ningún mensaje, guardó el móvil en el bolsillo del pantalón y salió de la estancia, cerrando de un portazo.
El resto de la mañana fue una odisea. Emma le había ordenado que se pegara a Sabrina como si se tratase de su sombra, que aprendiera de su compañera y que no hiciera nada hasta que la propia Emma se cerciorase de que podía intervenir. Fue un completo aburrimiento, en especial porque Sabrina era torpe en ejecutar las acciones, apenas sabía cómo cambiar el suero de los pacientes. Paula se mordió la lengua más de una vez y apretó los puños otras tantas.
Bruno la rescató a la hora del almuerzo, asomándose a la habitación donde estaban las dos enfermeras.
—¿Me acompaña, enfermera Alfonso? —le preguntó su cuñado, con una sonrisa pícara—. La necesito urgentemente.
—Claro, doctor Alfonso —contestó Paula, con fingida seriedad.
—Emma ha dicho que no puede separarse de mí —se quejó Sabrina.
—Bueno, Sabrina, pues le dices a Emma—le indicó Bruno, tirando del brazo de Paula—, que el jefe de Neurocirugía necesitaba urgentemente a la enfermera Alfonso. Seguro que lo entenderá.
Salieron al pasillo.
—Tengo que hacer unas pruebas a un paciente y pensé que te gustaría venir —le dijo él, rumbo a los ascensores—. ¿Qué tal con Sabrina?
—¿Te refieres a una de las ex de mi marido? —señaló ella, sonriendo sin humor.
—Por eso te lo preguntaba... —le devolvió el gesto y entraron en uno de los elevadores—. Espero que no haya sido Sabrina tan mala como para decírtelo a la cara.
Paula enarcó una ceja como respuesta. Bruno gimió lastimero.
—Lo siento, Paula —presionó una tecla que conducía a una de las plantas bajas.
—No pasa nada —su interior sufrió una sacudida desagradable—. No es tu culpa que me haya casado con un hombre que se ha tirado a medio hospital — agachó la cabeza, dolida por el significado de sus propias palabras—. Y no son celos.
—Lo sé —le acarició la mejilla con cariño. El ascensor se detuvo—. Venga, que voy a enseñarte algo que espero que te guste —le guiñó un ojo—. Y, después, comemos.
Ella se limpió una lágrima con discreción y siguió a su cuñado por un corredor hacia una sala donde iban a realizar una tomografía computarizada — más comúnmente llamada TC— a un paciente que había llegado al hospital con fuertes jaquecas, dos horas antes. Bruno intuía que se debía a un tumor cerebral.
—La tomografía computarizada ayuda a hacer el diagnóstico correcto, diferenciando el área cerebral afectada por el trastorno neurológico —le explicó Bruno—. Hola, Joe.
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