sábado, 23 de noviembre de 2019
CAPITULO 77 (SEGUNDA HISTORIA)
Se acomodaron en una silla cada uno a ambos lados de Joe, el encargado de los monitores donde saldría la ecografía bidimensional correspondiente al cerebro del paciente. Este estaba tumbado en una camilla especial, que se acababa de deslizar dentro de una cámara angosta. Un cristal los separaba de la cámara.
—Cuando estuve en el Kindred, vi algunas TC —le contó Paula, con una amplia sonrisa. Se recostó en el asiento y cruzó las piernas.
—Me gustan tus Converse —le obsequió su cuñado—. Soy tan adicto a ellas como Zai.
—No me sorprende —comentó, divertida—. Eres tan niño como Zai, Bruno.
Él se encogió de hombros, sonrojado, y ella se rio.
Las luces se apagaron, excepto por el haz de rayos X de la cámara angosta que comenzó a girar alrededor del paciente, tan quieto y estático como una tabla. Una enfermera le había suministrado un sedante para tranquilizarlo. Diez minutos más tarde, la imagen transversal del cerebro se mostró completa en una pantalla y en otra, la del cuerpo entero.
—Dime qué ves, Paula—le pidió Bruno, analizando la ecografía cerebral.
Ella observó con atención una mancha en el lado derecho.
—Es pequeño, parece un tumor primario, ¿no?
—Lo es —sonrió él con aprobación—. Algunos tumores no causan síntomas hasta que son bastante grandes y otros los muestran lentamente, lo que significa que el paciente ha recurrido a nosotros en cuanto se ha notado extraño, una actitud que lo va a beneficiar. Otros tardan en acudir al médico — sacó el móvil del bolsillo de la bata y tecleó un mensaje, luego lo guardó—. Al ser tan pequeño —la miró—, podemos extirparlo en su totalidad.
—El resto del cuerpo está limpio —anunció, examinando la otra imagen.
—¿Y qué significa eso?
—Que no se ha propagado el tumor a tejidos de otros órganos —declaró Paula, concentrada—. Es un tumor benigno, ¿no?
—Eso parece, enfermera Alfonso. Esto se te da bien.
Fue a contestar, pero un intenso aroma a madera acuática y fresca la enmudeció. Se levantó de un salto. Su corazón bombeó con fuerza mientras se giraba.
Ahí estaba... su marido.
—Hola, rubia —la saludó Pedro con su sonrisa juguetona.
Esa sonrisa... ¡Oh, Dios mío! ¡Reacciona! ¡Se supone que estás enfadada con él!
Reaccionó, sí, pero de qué manera...
Para asombro de los presentes, incluida la enfermera que, en ese momento, sacaba al paciente de la sala, Paula acortó la distancia con Pedro, le arrojó los brazos al cuello y lo besó en los labios entreabiertos. Él gruñó, la abrazó al instante y la correspondió con rudeza, como un... salvaje.
¡Mierda!
Ella se retorció hasta que consiguió separarse con brusquedad.
—Eres un imbécil —siseó, ruborizada y exaltada.
Lo que más deseaba era perderse en sus besos, que había extrañado demasiado en los últimos cuatro días, pero no. El problema había sido esa
maldita sonrisa embrujadora que la había trastornado. Solo esperaba que no se volviera a repetir... Rezó para mantener el control sobre sí misma la próxima vez que lo viera sonreír, porque era obvio que, en lo referente a Pedro Alfonso, su voluntad se anulaba.
—¿Se puede saber qué coño te pasa, joder? —le exigió Pedro, enfadado.
—Pregúntaselo a Sabrina —rebatió la joven, entornando la mirada.
Él chasqueó la lengua, entre furioso y desalentado.
—¿Para qué me has llamado, Bruno? —pronunció Pedro en un tono hostil, pasando a su lado sin rozarla.
—Quiero que veas esto.
Bruno le mostró las ecografías para que se inclinara sobre los monitores y analizara las imágenes.
—No parece complicado ni profundo y tampoco ha dañado otros tejidos — murmuró él, incorporándose—. ¿Cuándo lo vas a operar?
—Lo prepararé para mañana —se levantó—. ¿Quieres hacerlo tú?
—No —sonrió, palmeándole el hombro—. Te lo dejo a ti.
—Y a Paula—añadió Bruno, señalando a la aludida con la cabeza.
Pedro la contempló con el ceño fruncido, igual que ella a él. Se batieron en un duelo muy, pero que muy, intenso.
—Entonces, me apunto —dijo Pedro, sin variar el enfado.
—Muy bien —Bruno escondió una risita—. ¿Comemos, Paula? ¿Te vienes, Pedro?
—Claro —respondieron al unísono.
Salieron los tres al pasillo en un tenso silencio y subieron una planta por las escaleras, a la cafetería exclusiva para el personal. La sala era muy grande, carecía de puertas y contaba con una amplia terraza acristalada, al fondo; a la derecha, estaba el bufé, seguido de una barra. Cogieron un sándwich y un refresco cada uno y se sentaron en una de las mesas de la terraza.
Paula percibió numerosos ojos a su espalda, vigilando todos sus movimientos, lo que la enervó aún más. Prefirió no darse la vuelta, pero, entonces, cuando se disponía a comer, comenzó a escuchar murmullos a su alrededor.
Inhaló aire y lo expulsó lentamente. Mordió el sándwich.
—¿Cómo puede estar con ella? —comentó una voz femenina—. Pero ¿tú has visto lo que está comiendo? Como se atiborre a sándwiches, no va a caber por la puerta del hospital, aunque poco le falta... Vaya culo gordo...
Oyó risitas.
—Sabrina me ha dicho que la ha pillado comiendo chocolatinas a escondidas —agregó otra—. Emma tiene razón: es una vaca.
Más carcajadas.
¡Eso es mentira!
Paula notó cómo le ardían las mejillas por la rabia. Soltó el sándwich con repugnancia. Sus ansias por abofetear a esas dos cotorras le nublaron el entendimiento. Quiso hacerlo.
¡Quería pegarlas! Pero no merecía la pena malgastar sudor y esfuerzo por gente de esa calaña.
—Es evidente que se ha casado con ella por el niño —prosiguió la primera —. Míralo a él y mírala a ella. ¡Qué pena me da! Va a ser una cornuda de por vida.
Se acabó. Me largo de aquí.
Ya no pudo seguir escuchando más. Se levantó y rodeó la mesa para marcharse, pero una mano sujetó su muñeca, frenándola en seco. Al segundo, tiró de ella y la hizo chocar contra una roca dura y cálida con aroma a madera acuática... Sin darle tiempo a reaccionar, otra mano la sostuvo por la nuca y unos labios carnosos, suaves y húmedos se apoderaron de los suyos con una autoridad incuestionable.
Paula ahogó una exclamación. ¡Pedro la estaba besando! Cerró los ojos y le devolvió el beso de inmediato, envolviéndole los hombros con los brazos. Se alzó de puntillas, desesperada por abarcarlo, por que él la estrechara con su fuerte anatomía, por sentir cada uno de sus portentosos músculos consolidados a ella... Y Pedro le concedió el deseo: la abrazó por la cintura, alzándola unos centímetros. La anatomía de su guerrero la obsesionó. Suspiró, desmayada...
Se olvidaron de la realidad, de las exclamaciones de estupor que oyeron.
Se succionaron los labios, movidos por sus oscuros instintos, enlazaron las lenguas y cedieron a lo inevitable: a paladearse, a complacerse mutuamente a través de besos abrasadores que les arrancaron jadeos roncos y agudos.
Su marido la bajó al suelo y resbaló las manos a su trasero, muy despacio, arrastrando las palmas por su cuerpo, por sus curvas. Se lo apretó y ella se derritió por el fulgor que traspasó y erizó su piel. Gimió, tirando del cuello de su bata blanca. Esa boca... era demencial. Dulce y violenta a la vez. Y él... El corazón de Pedro latía tan apresurado como el suyo.
Entonces, los aplausos y los vítores los detuvieron.
La mirada de su marido resplandecía y sonreía con ternura. Se inclinó:
—Te he echado de menos, rubia —le susurró, acariciándole la oreja con los labios.
—Pedro... —lo contempló, temblando sin remedio—. Lo has hecho por ellas.
Su más que atractivo semblante se tornó grave.
—Llevo cuatro días queriendo besarte —confesó él en un tono apenas audible por el jaleo—. Y porque nos han interrumpido, que si no... —gruñó y le clavó los dedos en las nalgas.
—¿Y Sabrina? —no escondió la punzada de celos que la sobrevino.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario