—Ha sido un amago de infarto —les informó el doctor Astor, el cirujano cardiólogo que se había encargado de Ana en cuanto la ambulancia se había parado en la puerta de Urgencias del General—. Necesita descansar. Estará en Cuidados Intensivos durante cuarenta y ocho horas. Y, por favor, nada de visitas. No se puede alterar. Es importante que esté tranquila estos dos primeros días, ¿de acuerdo?
—Gracias, Astor —le dijo su padre, estrechándole la mano al cardiólogo.
—Un placer, Samuel—se despidió de todos y se fue.
La familia Alfonso soltó el aire que había retenido. Pedro, en cambio, apoyado en la pared del pasillo que conducía a los quirófanos, se deslizó hacia el suelo; el miedo todavía lo tenía paralizado. Había estado a punto de perder a su abuela...
—Cariño —lo llamó su madre, zarandeándolo por el hombro—. ¿No debería haber llegado ya Paula? Acércate a la entrada, a lo mejor no le han dejado pasar al no ser familiar directo de la abuela.
Aquella pregunta lo despertó del trance. Se incorporó de un salto. Sacó el iPhone del bolsillo interior de la chaqueta y telefoneó a su novia. Pero no dio señal. Frunció el ceño. Probó con el otro móvil que ella tenía. Apagado.
—Qué raro... —murmuró Pedro—. Voy a buscarla.
Salió del hospital y corrió hacia el hotel Liberty. Estaba apenas a diez minutos del General andando, por lo que tardó bastante menos.
La gala había finalizado por lo acontecido con Ana. No había ningún invitado en el gran salón. Los empleados del hotel estaban recogiendo y
limpiando la estancia.
Se dirigió al loft.
—¿Pau? —pronunció nada más abrir—. ¡Pau!
Recorrió el apartamento entero.
No estaba.
El último lugar que le quedaba era el ático.
La niñera que cuidaba de Caro y Gaston estaba dormida en el sofá del salón.
Sigiloso, entró en su habitación. Encendió la luz.
Olía a ella... pero hacía seis días que no habían pisado esa casa...
—¿Pau?
Tampoco estaba.
Se desesperó. La telefoneó de nuevo.
Nada. Los dos iPhones estaban desconectados.
—¡Dónde estás, joder! —se tiró del pelo, nervioso.
Entonces, algo llamó su atención.
La leona blanca de peluche estaba encima de la cama. Había un sobre apoyado en una de las patas de la leona. Avanzó y lo cogió. Su nombre,
Pedro, estaba escrito con la caligrafía delicada, fina e inclinada de Paula. Y ya solo su mero nombre, que no el apodo cariñoso doctor Pedro, lo alertó. Se sentó en el borde del colchón y rompió el sobre. Desdobló el papel del interior y
procedió a leer.
Una vez me dijiste que, si no quería verte más, tenía que decírtelo mirándote a la cara. Y, si después de decírtelo, tú te lo creías, entonces desaparecerías de mi vida, aceptando mi decisión. Pero seamos sinceros... carezco de valentía en lo referente a ti. Te lo he demostrado en más de una ocasión.
No puedo verte más, Pedro... Lo nuestro es imposible. Ha sido imposible desde el principio. Los dos lo sabemos. No te merezco. Eres demasiado bueno para alguien como yo. Te he complicado la vida y te la seguiré complicando si seguimos juntos.
Solo hay una razón, que te he repetido muchas veces, por la cual no puedo verte más... Sabes cuál es.
No me llames. No me escribas. No me busques. Olvídate de mí.
Ojalá algún día puedas perdonarme...
Te deseo todo lo mejor, porque no te mereces otra cosa...
Nuestra corta amistad ha sido muy bonita...
Paula.
P.D.: No tengo derecho, pero te pido un favor: POR FAVOR, nunca dudes de que todo lo que hago es porque te amo.
Pedro releyó la carta una y otra vez hasta que le dolieron los ojos.
Se levantó de la cama y caminó hacia el armario.
Respiró hondo con el corazón en un puño.
Lo abrió.
Y se desplomó en el suelo.
Paula se había ido...
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