miércoles, 19 de febrero de 2020

CAPITULO 189 (TERCERA HISTORIA)





—¡SE ACABÓ! —vociferó Mauro, irrumpiendo en la habitación—. ¡Qué mal huele, joder! Hay que ventilar esto.


—Ya me encargo yo de las ventanas —dijo Zaira, descorriendo los estores y abriendo los cristales.


El frescor propio del mes de septiembre y los rayos del sol de mediodía solo consiguieron que Pedro se tapara la cara con una de las almohadas.


Pero Mauro se la quitó y le golpeó la espalda con ella.


—Levanta el culo, si no quieres que te lo levante yo, Mauro Alfonso.


Dúchate. Te esperamos en el salón. Cinco minutos, o vuelvo a entrar.


Él no se inmutó. Tenía los hinchados párpados cerrados.


Desde que su novia lo abandonó, siete días atrás, no se había movido de la cama. Ni siquiera había avisado en el hospital. El jefe de la planta de Neurocirugía del Hospital General de Massachusetts llevaba una semana entera sin acudir al trabajo. Poco le importaba. Paula se había marchado de su vida. Ya nada tenía sentido.


De repente, unas manos lo agarraron y lo arrastraron hasta tirarlo al suelo.


—¡Joder! —gritó Pedro, furioso y con la voz ronca por no haber pronunciado palabra aún—. ¡Déjame en paz!


—¡Ni hablar! —contestó su hermano mayor, enfadado, señalándolo con el dedo—. Ya le han dado el alta a la abuela. Está en casa de mamá y papá. ¿Sabes de quién te hablo? —inquirió con voz cortante—. De esa anciana que bebe los vientos por ti. Esa anciana que te adora como si fueras su hijo, no su nieto. Esa anciana que hace siete días sufrió un amago de infarto. Esa anciana que no ha parado de preguntar por ti. Esa anciana a la que te has negado a visitar. ¡Espabila, joder! Dúchate. Te espero en el salón. Y, como me hagas entrar en esta pocilga otra vez... —dejó la frase en el aire y se fue dando un
portazo que retumbó en la tarima.


Ana...


Paula...


Pedro suspiró. Al menos, por su abuela, lo haría.


Se incorporó con esfuerzo. Le punzaban las articulaciones. Notaba pinchazos al caminar, al hacer cualquier movimiento.


Obedeció a Mauro, aunque tardó mucho más de cinco minutos. Se duchó y se puso unos vaqueros y una camiseta. Descalzo, se reunió con sus dos hermanos y sus dos cuñadas en el salón. Se sentó en uno de los taburetes de la barra americana y se cruzó de brazos. Clavó la mirada en el suelo.


Rocio se acercó y apoyó las dos manos en sus rodillas.


—Háblanos, por favor... —le rogó, en un tono quebrado por la tristeza.-Por favor...


Esas dos palabras aguijonearon su estómago.


—No tengo nada que decir —señaló él, encogiéndose de hombros—. Paula se ha ido. Me dejó una carta donde me lo explicaba. Fin de la historia.


Manuel, serio y silencioso, le tendió el periódico que llevaba en la mano.


Pedro lo aceptó. Estaba abierto en la página de sociedad. Había una foto de Ramiro y Paula, sonriendo, abrazados. El titular de la noticia decía: ¡Suenan campanas de boda!


Lanzó el periódico al suelo profiriendo un rugido animal.


Se casaban... Su muñeca había retomado su relación con el abogado, ese hombre que había estado a punto de violarla. Se casaban...


De muñeca, nada.


¿Y me dice en la carta que, por favor, nunca dude de que todo lo que hace es porque me ama? ¡Y una mierda!


El dolor que padecía su alma fue reemplazado por un odio inhumano.


Se encerró en el dormitorio. Se calzó las zapatillas, cogió un jersey que se colgó del hombro y las llaves del coche y se marchó del ático.


Condujo sin rumbo hacia las afueras de la ciudad. Aceleró en la autopista.


Pisó a fondo, descargando la adrenalina, la ira, el sufrimiento, las heridas que lo estaban desgarrando por dentro... Y chilló como un loco... Lloró como un niño...


—¡TE ODIO, PAU! ¡TE ODIO!


Golpeó el volante una y mil veces.


Y lo soltó sin darse cuenta.


Y el coche se desestabilizó.


Volcó en una curva.


Su último pensamiento antes de ser atrapado por la oscuridad fue... ella.



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