miércoles, 19 de febrero de 2020
CAPITULO 186 (TERCERA HISTORIA)
Paula arqueó las cejas por el escueto mensaje de Pedro. Ni siquiera lo había firmado o la había llamado Pau. Eso solo significaba que seguía inquieto. Guardó el papel en el bolso y se dirigió a los servicios, justo enfrente del gran salón.
No había nadie.
—¿Pedro?
Comprobó los apartados, tres a cada lado.
Cuando alcanzó el último, que no llegó a abrir, escuchó la puerta, seguida del pestillo. Se giró y caminó hacia Pedro, pero frenó en seco al descubrir a otro hombre bien distinto...
—¿Qué haces aquí? —inquirió ella, retrocediendo—. ¿Dónde está Pedro?
Ramiro Anderson avanzó lentamente con los brazos cruzados al pecho.
—Solo quiero hablar contigo como personas civilizadas.
—Por qué será que no te creo...
—Bueno, Paula, no me has dejado otra opción —chasqueó la lengua—. Te lo diré por última vez. Abandona al médico y cásate conmigo. No he cancelado ni la iglesia ni el hotel Harbor.
—¡Estás loco! —le gritó—. ¡No pienso hacer eso!
—Sabía que contestarías eso —sonrió, perverso—. Voy a ser sincero contigo por primera vez desde que te conozco. Te lo acabas de ganar —se dirigió a los lavabos, cerca de la puerta y recostó las caderas en el mármol—. Tienes dos caminos y solo depende de ti el destino final: uno —enumeró con los dedos—: abandonas al médico y te casas conmigo el día veintitrés de septiembre, tal como acordamos hace cuatro meses; o dos: te quedas con el médico y yo —se apuntó a sí mismo— destruyo el bufete de tu padre. Tú eliges.
—Dios mío... —se tapó la boca—. Has sido tú...
—Soborné a los abogados del bufete para que perdieran en los tribunales y renunciaran a seguir trabajando para tu padre. También soborné a periodistas del The Boston Globe para que publicaran todas las noticias que han sacado sobre la ruina del bufete y, por consiguiente, de Elias Chaves, o sea, tu padre.
Pero ¿sabes por qué? Venga, pregúntamelo.
—¿Por...? —tragó—. ¿Por qué?
—Por tu culpa —confesó Anderson en su gélida tranquilidad—. El idiota de tu padre envió un aviso al periódico para que publicaran el fin de nuestro compromiso. Y no lo podía permitir. A tu madre la tengo en la palma de la mano, pero tú tienes a tu padre. Siempre lo has tenido. Y sé que lo adoras, que harías cualquier cosa por él —suspiró de un modo dramático—. Tic tac, Paula. Decídete pronto.
—No tengo nada que decidir —escupió, asqueada—. Se lo diré a mi padre. ¡Te denunciaré!
Ella se encaminó hacia la salida, pero Ramiro la agarró del brazo y la empujó contra la pared. Paula ahogó un sollozo por el golpe que recibió en la cabeza.
—Ay, cariño... —le susurró Ramiro al oído—. ¿Sabías que algunas drogas causan derrames cerebrales?
El tiempo se congeló.
Ella palideció. Dejó de respirar.
—Muy bien —señaló Anderson, apartándose—. Me alegro de que nos entendamos al fin —ladeó la cabeza, analizando su cara—. ¿Estás bien,
cariño? Tienes la cara un poco verde —soltó una carcajada que heló las venas de Paula.
Ella no reaccionaba.
—¿Cariño? —repitió aquel desconocido.
Entonces, a Paula se le revolvió el estómago, corrió a uno de los apartados, se arrodilló en el suelo, subió la tapa del váter y vomitó.
Cuando se hubo calmado, se limpió con un trozo de papel higiénico. Su cuerpo se convulsionaba por el terror. Sudaba.
Ramiro se acercó.
—Por favor... —le suplicó ella en un hilo de voz—. Dime que tú no has tenido nada que ver con... con... ¡Oh, Dios! —se mordió la lengua, incapaz de terminar la frase.
—¿Con la muerte de tu queridísima hermana? Bueno —se encogió de hombros—, digamos que Lucia era demasiado curiosa. Y dicen que la
curiosidad mató al gato, ¿no?
Paula emitió un chillido. Cerró los ojos con fuerza.
Esto es una pesadilla... No es real... No...
Anderson se acuclilló a su lado.
—Tu padre tiene más de sesenta años, Paula. Sería del todo normal que sufriera un derrame cerebral. Y nadie sospecharía, como nadie sospechó con Lucia. Así que, ¿abandonas al médico y te casas conmigo el día veintitrés de
septiembre, o primero destruyo el bufete y luego a tu padre? Tic Tac, cariño, tic tac... —se levantó—. Te dejo hasta el final de la gala para pensártelo. Y ahora —le tendió una mano—, volvamos a la fiesta. De aquí no salgo sin ti.
Paula se incorporó y trastabilló hasta los lavabos. No podía ni andar... Se refrescó la cara y la nuca. Intentó retocarse el maquillaje, pero le vibraban tanto las manos que desistió y se dio la vuelta para salir, pero Ramiro le cortó el paso.
—Una sola palabra a alguien —la amenazó, rechinando los dientes—, abres esa boquita que tienes, le cuentas a Pedro o a cualquier otra persona esto, y te aseguro que el siguiente en mi lista es tu adorado médico, Paula.
Ella lo miró como si se tratase del mismísimo diablo.
—Y otra cosa más —añadió Anderson, sonriendo—. Ambos sabemos que vas a decidir bien porque, cuando quieres, eres una chica lista. Desde el momento en que me digas que sí, te vendrás conmigo. Y no te preocupes por tus padres, que lo tengo todo pensado —abrió la puerta—. Las zorras primero.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario