lunes, 9 de diciembre de 2019
CAPITULO 129 (SEGUNDA HISTORIA)
Los dos primeros días fueron molestos e incómodos tanto para la paciente como para él. Paula permanecía más tiempo sedada que despierta, para así evitar el dolor de la operación. Tenía un vendaje que le cubría la cabeza y que le cambiaba Pedro dos veces diarias, tras limpiarle la herida. Bruno era muy meticuloso y apenas le quedaría una fina cicatriz.
A partir del tercer día, comenzaron a llevar a cabo las pruebas pertinentes: audición, lenguaje, visión, ecografías cerebrales... Estaba todo perfecto. Su hermano pequeño se presentó en la habitación con los resultados en la mano.
—Buenas noticias —anunció Bruno, sentándose en el borde de la cama, sonriendo a Paula con cariño—. No hará falta radio ni quimio. Los medicamentos serán suficientes. Era una masa benigna, les pedí que la analizaran enseguida para quedarnos tranquilos cuanto antes. Estás limpia, Paula —le apretó la pierna—. Te repetiré las pruebas mañana y, si todo sigue así de bien, podrás volver a casa en un par de días.
Ella sonrió, sollozando. Pedro la abrazó con cuidado y la besó en los labios.
—¿Ves? —le susurró él al oído—. Siempre juntos, rubia.
Paula asintió, aferrándose a su cuello.
El cuarto día, Juana y Pedro bajaron a la cafetería del hospital a tomarse un café.
—¿Has tenido noticias de Antonio? —quiso saber él.
—No —contestó su suegra—. Nada de nada. Tendré que llamarlo, pero... —agachó la cabeza—. No quiero hablar con él.
—¿Qué te ha dicho el abogado? —dio un sorbo a la taza.
—Que me ponga en contacto con Antonio aunque solo sea para preguntarle por los papeles, pero no me atrevo, Pedro —frunció el ceño—. Todavía no he encontrado trabajo y...
—¿Estás buscando trabajo, Juana? —los interrumpió Jorge, sentándose con ellos.
—Hola, Jorge—Juana sonrió, acalorada de pronto—. Sí, busco trabajo.
—¿Qué buscas exactamente? Lo digo porque mi secretaria está de baja por maternidad. Hasta dentro de seis meses no se reincorpora. Todavía no he encontrado a nadie. Si te interesa —sonrió—, te hago una entrevista.
—Pero yo no sé nada de secretariado. Y hace muchos años que no trabajo.
—No te preocupes —le aseguró el director, apretándole la mano—, yo te enseñaré todo lo que necesites. Ven a mi despacho esta tarde, ¿de acuerdo? No tengo reuniones. Hoy estoy libre.
Pedro ocultó una risita, apuró el café y se despidió de la pareja, que se quedó charlando como si fueran amigos de toda la vida, con la diferencia de que se miraban como adolescentes enamorados.
Cuando entró en la habitación de Paula, gruñó. Melisa estaba allí.
—Te dije que no vinieras —sentenció él—. Fuera de aquí —la agarró del brazo y la arrastró al pasillo—. ¿Es que acaso estás sorda?
— Y yo a ti te dije que volvería —protestó Melisa, enfadada—. Es mi hermana.
Él la observó como si tuviera delante a una serpiente venenosa. Sentía repulsión. Se reunió con Paula, cerrando tras de sí.
—¿Estás bien? —se preocupó Pedro, comprobando los monitores por si estuviera sufriendo un ataque de ansiedad.
—Sí, tranquilo —no sonreía y se limpiaba las lágrimas que había derramado—. Dice que ha roto con Ariel. Discutieron. Parece ser que lo que me contó Ariel es mentira.
—¿Qué te contó? —se acomodó en el sillón a los pies de la cama.
—Pues que Melisa le dijo que su hermana Eli, o sea, yo —se apuntó a sí misma con el dedo—, utilizaba a los chicos como vía de escape de mi padre, que me acostaba con todos en el instituto para desconectar de las discusiones en casa, que, primero, juego con los hombres, los caliento, los utilizo para mi propio beneficio y, luego, los tiro a la basura sin importarme sus sentimientos, justo lo que hice con él —sonrió sin humor.
—Muy típico de las malas personas como tu hermana —comentó él, relajado—. Ha puesto a Howard en tu contra. ¿Has tenido noticias de él?
Ella negó con la cabeza, abatida.
—¿Quieres tenerlas? —se atrevió Pedro a preguntar.
—Creo que nunca fuimos amigos —musitó en voz baja—. Ya sabía que se estaba enamorando de mí cuando decidí irme a Europa con él. Lo sospechaba y, aun así, acepté el viaje. Nunca le conté nada de mi vida, de mi familia o de mi pasado —contempló el Boston Common—. Nada. Para mí, Ariel fue una vía de escape equivocada para mis miedos. Pensé que, si me marchaba una temporada, podría volver con fuerzas para enfrentarme a ti y contarte la verdad —lo miró, con los ojos caídos por una amarga tristeza—. Pero en la boda de Zaira... —respiró hondo—. Quise correr en dirección contraria...
—Menos mal que no lo hiciste —bromeó.
—Quiero mucho a Ariel, Pedro —entrelazó las manos en el regazo—, pero me ha decepcionado, aunque yo soy culpable, en parte.
—¿Por qué crees eso? —se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas.
—Él tiene razón: lo utilicé para escapar de ti. Y lo único que conseguí fue hacerle daño, ocultarte a ti la existencia de Gaston y encerrarme en mí misma. Entiendo que esté dolido.
—Eso no justifica que crea a una mujer a la que acaba de conocer antes que a ti, después de los meses que estuvisteis viviendo juntos. Quizás, ha creído a tu hermana porque su interior se ha aferrado a algo malo para odiarte y así dejar de amarte —arqueó las cejas—. Porque sigue enamorado de ti. Lo sé. Y si ha roto su relación con Melisa justo después de discutir contigo... — chasqueó la lengua—. O tu hermana ya ha conseguido lo que deseaba o Howard sigue sin poder olvidarte.
—Quiero hablar con él. Quiero solucionar esto. Pero no es el momento. Necesito tiempo.
—¿Melisa ha mencionado a tu padre? —Pedro arrugó la frente, recostándose en el asiento—. ¿Sabes algo de él?
—Mi padre ya sabe lo del tumor y ha dicho que no piensa dejar de trabajar por mí, y mucho menos sabiendo que mi madre y Ale se han mudado aquí, conmigo —se encogió de hombros—. No es nada nuevo, Pedro, es lo mismo de siempre.
Él asintió, serio.
No charlaron más.
Melisa regresó a la mañana siguiente, tal cual había prometido, pero nadie le permitió el paso.
Cada vez que intentaba entrar en la habitación, Pedro la echaba de malas maneras.
El día antes de que Paula recibiera el alta médica, él y Melisa discutieron en el pasillo, a la vista de todos.
—Ya es suficiente —los cortó Paula, que se había levantado de la cama por las voces que estaban dando. Arrastraba la percha del suero con la mano derecha y se sujetaba el camisón en la espalda con la otra—. Ven esta noche, Melisa. Hablaremos entonces.
—¡No! —exclamó Pedro, furioso—. ¡Solo quiere hacerte daño!
—¡Basta! —se tocó la cabeza en un acto reflejo—. Estoy harta de ser la comidilla del hospital. Necesito descansar —indicó, antes de girarse para regresar a la cama.
Melisa sonrió y se marchó.
—No se acercará a ti —sentenció él, ayudándola a meterse entre las sábanas—. No sé qué pretende, pero ¿crees de verdad que solo desea recuperarte? No me lo trago —escupió asqueado.
—Yo, tampoco, pero esto no puede continuar así, Pedro —le contestó Paula, bajando los párpados. Estaba debilitada, las sienes le palpitaban si hacía demasiados esfuerzos—. Cuanto antes hable con ella, antes se irá de Boston.
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