miércoles, 11 de septiembre de 2019

CAPITULO 8 (PRIMERA HISTORIA)




Bajó las escaleras para no cruzarse con nadie en el ascensor. Al acercarse a la primera planta, escuchó la voz de Pedro. Se escondió en los servicios y entornó la puerta. El jefe de Pediatría estaba parado entre dos tramos de peldaños y hablaba con la jefa de Neonatología, Lorena, una mujer que odiaba a Paula y no lo ocultaba, las miradas de intenso odio que le dedicaba eran una prueba de ello; en alguna ocasión, se había reído de su vestimenta tan colorida e infantil.


Lorena era una belleza en cuerpo, cara y aspecto. Sus tacones altísimos y sus piernas interminables perturbaban al sector masculino del complejo y provocaban envidias en el femenino. Llevaba el cabello oscuro suelto, liso, perfecto, y se lo tocaba, moviéndolo a un lado u otro, con sensualidad, cada vez que se cruzaba con algún médico atractivo, sin importarle la edad o el estado civil, solo que fuera un médico de igual categoría a la suya o superior.


La llamaban Daryl, en honor al personaje del diablo que interpretaba Jack Nicholson en la película Las brujas de Eastwick. Se la consideraba una de las mejores de Massachussets en su especialidad, pero era una déspota con los que consideraba inferiores. Ningún residente quería trabajar con ella y las enfermeras de su planta la odiaban; las que no solicitaban un traslado estaban amargadas, pero nunca duraban más de un año.


—Deberías contárselo al director —le aconsejó Lorena al doctor Alfonso, enredándose un mechón de pelo entre los dedos, de manera coqueta.


—Esta vez, me callaré —contestó Pedro, ajustándose el nudo de la corbata—. Lo que no entiendo es por qué el director le tiene tanto aprecio.


—Yo he oído —cuchicheó la mujer en voz baja— que es bastante... Ya me entiendes. Era la única manera de entrar en el hospital y hacer esas tonterías que hace.


Paula se cubrió la boca ante tal mentira. Él también se quedó pasmado.


—No te creas todo lo que dicen, Lorena —comenzó a subir.


—Supongo, pero cuando el río suena... —Daryl emitió una carcajada y se alejó.


Pau no podía creerse lo que acababa de escuchar. Salió del baño para replicar, para tirar de los cabellos a esa mala mujer, si hiciera falta, sin darse cuenta de que acababa de descubrirse ante el jefe de Pediatría.


—¿Se puede saber qué demonios haces tú aquí? —inquirió Pedrocruzándose de brazos—. Terminaste hace horas —entrecerró los ojos.


—Eso no es verdad —Paula, por primera vez desde que lo conoció, no sonrió, sino que se enojó—. Lo que ha dicho su amiguita, no es verdad.


Él acortó la distancia y ladeó la cabeza.


—¿Me estabas espiando?


Ella levantó la barbilla para mirarlo a los ojos y se encaró con él.


—Sí, pero por casualidad —sus mejillas ardieron en exceso—. Y vine para comprobar que Ava estuviera bien. Ya me iba a mi casa cuando oí voces. Preferí...


—Preferiste esconderte y escuchar —apretó la mandíbula— que obedecer una maldita orden, porque creo recordar que hoy te dije que te largaras —se inclinó, con la intención de intimidarla, pero no lo logró—. Tienes prohibida la entrada en mi planta, salvo cuatro horas los jueves por la tarde. Y si no te echo a patadas de aquí es porque no soy el director, si no —la apuntó con un dedo—, tendríamos unas palabritas tú y yo —se giró.


La hierbabuena se intensificó, pero Pau respiró hondo.


—¿Sabe una cosa, doctor Alfonso? —se colocó frente a él y entornó la mirada, transmitiendo el desagrado que le producía ese hombre en ese momento—. No me molestan sus amenazas, ni sus miradas asesinas, ni sus malos modos hacia mí —apoyó los puños en la cintura y adelantó una pierna —. No le he hecho nada. Lo he tratado con respeto y educación, lo que me indica, en primer lugar —enumeró con los dedos—, que mi mera presencia lo incomoda, no sé por qué, y, en segundo lugar, que sus padres no consiguieron inculcarle a usted que hay que tratar a todas las personas con cortesía, pero la culpa no es de ellos, sino suya —lo apuntó con el dedo índice—. No se preocupe —agitó una mano en el aire—, durante mis cuatro horas de cada jueves, usted no sale de su despacho y todos contentos. Pero no es nadie, ¿me oye?, nadie para prohibirme nada. ¡Nadie! El único que puede echarme de aquí es el director, incluida su planta, doctor Alfonso. Buenas noches —y se marchó, escaleras abajo.


Se acabó. Siete meses aguantando tonterías de un prepotente niño rico... ¿para qué?, ¿para recibir tanto desprecio y sin motivo?


Paula se consideraba una chica paciente y alegre, y si, para continuar en ese estado, tenía que ignorar al jefe de Pediatría, perfecto, lo haría. Empezaría en ese mismo instante. Su primera misión fue tirar a la basura el incienso que guardaba en su habitación... todos olían a hierbabuena.




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