lunes, 13 de enero de 2020

CAPITULO 65 (TERCERA HISTORIA)






Prepararon la cena. Pedro y Rocio cocinaron, como siempre; los demás organizaron la mesa baja del salón. Después, se sentaron en el suelo sobre cojines y empezaron a comer.


—¿Le vas a contar lo de su padre? —le preguntó la rubia, seria.


El padre de Paula se había presentado en el hospital a primera hora de la tarde. Pedro se había sorprendido tanto al verlo en su despacho que le costó saludarlo como era debido. Elias lo interrogó sobre su hija de un modo que hasta lo asustó. ¡Con razón lo apodaban el tiburón de Boston! Implacable. Sin embargo, Pedro no respondió a algunas de las preguntas, a pesar de los nervios que lo asaltaron. Entonces, el señor Chaves se rio y suavizó el tono. Le contó
que Anderson no quería a Pedro cerca de ella y que, si le había llegado un mensaje extraño la noche anterior procedente del móvil de Paula, que lo ignorase porque había sido Ramiro quien lo había escrito, no su hija. No le contó nada más.


Y, al despedirse, Elias le aseguró que tenía su bendición para ser amigo de su hija, que tuviera paciencia porque Paula era demasiado sensata como para pisar en falso, que continuara a su lado, porque su hija, gracias al propio Pedro, se estaba recuperando, y que si quería hablar con ella, que la telefoneara al hotel Four Seasons esa noche.


Sintió un regocijo impresionante en el estómago. 


Si el señor Chaves animaba y apoyaba la supuesta amistad que tenían, era un gran avance.


—Sí, se lo diré. Bueno, me voy ya —anunció Pedro al terminar de cenar.


—Es un poco pronto —señaló Manuel—. Esas cenas duran mucho.


—No me importa —entró en su habitación y cogió las llaves de casa y el teléfono—. Nos vemos mañana.


—¡Suerte! —le desearon todos a coro.


Él inhaló una gran bocanada de aire y la expulsó de forma prolongada y discontinua. ¡Estaba atacado! Tenía tantas ganas de verla que apenas tardó, además de que el hotel Four Seasons estaba al otro lado del Boston Common, muy cerca del ático.


Esperó entre unos árboles en la acera de enfrente, oculto de miradas curiosas. A la media hora de estar allí, le pudo la impaciencia. Rodeó el hotel, pero no vio nada, las salas principales estaban tapadas por cortinas. Decidió entrar.


La había llamado al hotel desde casa nada más llegar de trabajar, agradeció no haberse quitado el traje y la corbata. Era uno de los mejores hoteles de la ciudad. El problema fue que varios empleados lo reconocieron por la prensa.


No obstante, lo utilizó a su favor. Cruzó el amplio hall y la recepción.


Disimuladamente, se acercó a una mujer uniformada de negro y blanco, de la edad de sus cuñadas, morena de pelo y de ojos negros. 


Sonrió, desplegando su radar seductor. La mujer parpadeó coqueta hacia él.


—Verá, señorita —le dijo Pedro con una voz dulce y picante al mismo tiempo—, necesito hablar con una persona. Quiero darle una sorpresa y necesito ayuda.


—Claro, doctor Alfonso—asintió—. Dígame dónde está esa persona. ¿Una amiga? —adivinó.


—Sí. Está en la fiesta de los abogados, pero no sé cómo va vestida. Y nadie puede verme.


—Sígame, por favor.


Descendieron la gran escalera de mármol que había al fondo, que conducía a varios pisos superiores, donde se encontraban las habitaciones, y a una planta inferior, donde estaba, entre otras estancias, un gran salón de eventos.


Se metieron en un pasillo dedicado a la servidumbre del hotel. Camareros y doncellas pasaban con bandejas llenas y vacías de copas. Atravesaron las caóticas cocinas, estaban limpiando y había mucho ajetreo, la cena había terminado, lo que significaba que ya había empezado el baile.


Y no se equivocó. La música clásica procedente de una orquesta empezó a sonar cada vez más fuerte a medida que continuaban andando. Se introdujeron en otro corredor, pequeño y estrecho. Entraron en la única habitación, una sala diminuta y de techo bajo con una sola bombilla colgando del techo y una ventana de cristal circular y ahumado. Era un almacén y estaba repleto de cajas.


—Mire si la ve y dígame quién es, doctor Alfonso —le señaló la ventana con la mano.


Pedro se pegó al cristal, agachándose porque podía golpearse la cabeza en el techo. Observó a los numerosos abogados. Algunos bailaban, otros charlaban mientras se bebían una copa. Había grupos de mujeres. Distinguió a Elias Chaves, acompañado de su mujer y de dos matrimonios más. Buscó a Paula, pero no la encontró... ¿o sí? Desorbitó los ojos. La había encontrado, pero no la había reconocido en un principio. ¿El pelo recogido en un moño y el vestido rojo con falda abombada? Estaba muy atractiva, no lo dudaba, porque esa muñeca era preciosa, pero esa noche parecía... disfrazada.


—Es la de rojo —describió el resto de su atuendo.


—Perfecto. No tardaré. Le mancharé el vestido con cuidado y le pediré que me acompañe para limpiárselo —se rio y se marchó.


Pedro contempló a Paula a través de la ventana. De perfil a él, tenía los hombros demasiado rectos y cada dos segundos posaba una mano en la tripa.


Algo le pasaba... Entonces, su cómplice cumplió con su cometido de ensuciar su vestido con una copa. Él se echó a reír. Aquello era ridículo... Vio a las dos alejarse hacia la salida del gran salón.


Su corazón se entusiasmó. Abrió la puerta y salió al pasillo. Se apoyó en la pared y esperó. Unos tacones se aproximaron. Pedro se incorporó. Estaba tan nervioso que comprimía y estiraba las manos sudorosas.


—¿Seguro que es por aquí? —preguntó Paula, antes de meterse en el pequeño corredor.


—Exacto —apuntó la empleada del hotel—. Justo aquí.


Paula giró la cara y se tapó la boca con las manos al descubrir a Pedro, a dos metros de distancia. Él exhaló el último suspiro y renació...





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