lunes, 13 de enero de 2020

CAPITULO 66 (TERCERA HISTORIA)




La mujer los dejó a solas, guiñándole un ojo a Pedro, quien le devolvió el gesto.


—Pau... —avanzó despacio, temeroso por su reacción.


De repente, las dudas lo asaltaron. ¿Había hecho bien en presentarse en la fiesta? Ella se había suspendido, literalmente, excepto sus luceros verdes, que comenzaron a cegarlo de la intensidad que irradiaban.


—Doctor Pedro... —pronunció, de pronto, un segundo antes de soltar el bolso y arrojarse a su cuello.


Pedro la abrazó por la cintura, levantándola en el aire. Gimió sin remedio al sentirla junto a él, al apretarlo ella con fuerza.


—¿Qué haces aquí? ¡Estás loco, Doctor Pedro!


—Te dije que encontraría la manera de verte —la bajó al suelo. Se separaron, aunque entrelazaron las manos—. Y esperaré a que te vayas a casa.


—Ramiro ya me ha dicho que va a tomarse unas copas con sus amigos después, así que no vendrá a mi casa —sonrió, ruborizada—. ¿Te doy mis llaves y me esperas allí? —sugirió, con el rostro ilusionado—. No creo que tarde. Mi madre está cansada.


—No sé... —titubeó, sonrojado también.


—¿Actúas en mi casa como si fuera la tuya cada vez que vas, pero si te digo que me esperes allí no sabes qué hacer?


Los dos se rieron, pero la diversión terminó cuando ella hizo una mueca y se tocó la tripa.


—¿Estás bien? —se preocupó Pedro, frunciendo el ceño.


—Me aprieta el vestido, pero estoy bien —sonrió con tristeza—. Será mejor que me marche —fue a agacharse para recoger el bolso, pero no pudo —. ¡Ay! —se estiró de nuevo.


Él gruñó.


—Estás preciosa te pongas lo que te pongas, pero odio este vestido — masculló Pedro, cogiendo el bolso y entregándoselo—, no te ofendas.


—Créeme —resopló—, no me ofendo. Detesto el rojo, esta falda —estiró la ropa con demasiada inquina—, este... corsé —rechinó los dientes—. ¡Odio el vestido, odio el color, odio el bolso, odio los zapatos!


Pedro soltó una carcajada.


—No te toques la ropa, Pau —ladeó la cabeza—. Dame las llaves de mi casa —bromeó.


—Procura que la señora Robins no te vea —le tendió el juego de llaves—, aunque es difícil porque tiene ojos y oídos en todas partes del edificio. Se entera cuando alguien entra y sale.


—¿Hay limonada? —ocultó una sonrisa.


—Sí, pero queda poca. Luego haré más.


—Vete tú primero —se guardó las llaves en el bolsillo de la chaqueta.


Ella se puso de puntillas y lo abrazó.


—Gracias, Doctor Pedro. No te imaginas lo que significa para mí que estés aquí... —lo besó en la mejilla y se fue.


Pedro apoyó las manos en la pared y tomó aire varias veces para procurar serenar su excitación y equilibrar sus pulsaciones. La erección era desmesurada... Y le temblaba tanto el cuerpo...


A mí me da un ataque un día de estos...




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