sábado, 26 de octubre de 2019

CAPITULO 7 (SEGUNDA HISTORIA)





Pedro se había escondido en la habitación contigua. Paula y Ariel habían dejado la puerta entornada, por lo que espiarles le resultó muy sencillo. Y se había quedado estupefacto al escuchar a Howard decir que ella estaba enamorada de otro.


¿De quién, joder?


Salió al pasillo justo cuando ella hacía lo mismo. 


Su reciente prometida le dedicó la peor de las miradas, le ofreció la espalda, altanera, y se perdió de vista por las escaleras.


La erección de Pedro tensó sus pantalones por cuarta vez ese día. Admiró la marcha de aquella mujer. Una mujer no, se corrigió, una condenada víbora de cuerpo repleto de curvas que él estaría más que encantado de recorrer con las manos y con la boca... Y su fantástico trasero respingón, contoneándose al caminar...


¡Ya vale!


Chaves no era una de las modelos a las que estaba acostumbrado. Era más bajita y mucho más formada que las flacuchas a las que prestaba atención. Eso no significaba que aquella joven rubia fuese menos que ellas, todo lo contrario. Por desgracia, ese cuerpo de talla cuarenta y dos lo excitaba como ningún otro. 


Jamás había deseado tanto a alguien como a Paula Chaves. Jamás.


¡Suficiente, joder!


Su autocontrol se desvanecía cuando se trataba de ella.


Regresó a la fiesta. Mauro y Bruno acudieron a su encuentro. Habían dispuesto una barra a la derecha donde únicamente servían gin-tonic de todas las clases. Los tres hermanos solicitaron tres de Hendricks a uno de los camareros.


—Gaston es genial —le obsequió Bruno, con su sonrisa tranquilizadora y revolviéndose aún más sus cabellos, que estaban siempre en persistente desbarajuste.


—Es igualito que Paula —convino Mauro, aceptando su copa—. Papá quiere anunciar vuestro compromiso hoy —le informó, antes de dar un sorbo al gintonic—. Ya ha hablado con Albert.


—No le va a hacer ninguna gracia a Chaves —gruñó Pedro, pronosticando una nueva tormenta.


—¿Y a ti? —se interesó Bruno, de pronto, serio—. Es evidente que ninguno de los dos quiere casarse, pero, ya que lo vais a hacer, deberías disimular el desagrado que te provoca casarte con ella.


—Increíble... —murmuró él, incrédulo, inclinándose sobre la barra—. ¿Te pones de su parte?


—No, Pedro, no estoy de parte de nadie —negó su hermano pequeño con la cabeza—. No está bien lo que hizo Paula, pero tampoco la juzgues. Te comportaste como un auténtico cabrón al dejarla tirada en el ascensor, después de echarle un polvo, ¿te parece eso normal? —entrecerró sus ojos—. ¿Se lo haces a todas o solo a ella? —arqueó las cejas—. Porque no he escuchado que ninguna se queje, excepto Paula. ¿Por qué será?


—No te metas, Bruno, porque no tienes ni puta idea de nada —sentenció Pedro, rechinando los dientes.


—¿De qué no tengo ni puta idea? —lo rebatió—, ¿de que estás coladito por Paula pero eres tan gilipollas que prefieres tratarla mal, por miedo a que te rompa el corazón?, ¿de eso no tengo ni puta idea? ¡Lo ve hasta un ciego, tío! Otra cosa es que tu orgullo se resienta porque es la única mujer que no se rinde a tus pies.


¿A qué venía su actitud? ¿Acaso su hermano estaba enamorado de la enfermera Chaves? ¿Y ella?, ¿sería Bruno el hombre al que amaba?


¡Joder! ¡El ciego soy yo! ¿Cómo no me he dado cuenta de algo tan obvio?


Apretó la copa en la mano, conteniéndose.


—¿Es que no te has fijado en Paula ni siquiera un poco? —continuó Bruno, cada segundo más furioso, tanto como Pedro—. Sus ojos se apagaron mucho antes de volar a Europa y fue por tu culpa. Ahora, viviremos todos en el apartamento y te diré algo, Pedro, tómatelo como quieras —lo señaló con el dedo—: no voy a permitir que le faltes más de lo que le has faltado ya. Paula es una persona maravillosa y tú, un cabrón que no sabe valorar lo que tiene al lado. No te la mereces.


—Suficiente, Bruno —zanjó Mauro, que frunció el ceño y se situó entre los dos por temor a que se abalanzaran el uno sobre el otro—. Despéjate un poco.


El pequeño de los Alfonso dirigió los pasos a Paula, en el centro del gran salón, que bailaba con Zaira. Ambas sonrieron a Bruno.


Pedro y Bruno habían discutido mucho desde pequeños; de hecho, nunca estaban de acuerdo en nada, pero jamás se habían pegado, ni siquiera una colleja. Sin embargo, tampoco se habían enfadado tanto entre ellos como en ese momento.


—¿Tú también piensas igual que él?


—Sí —contestó Mauro sin dudar.


—No estoy colgado por ella, Pedro —dio un largo trago a la bebida, saboreando agradecido el ardor y la amargura del gin-tonic—. Y que me lo haya escondido... —meneó la cabeza—. Nunca me hubiera desentendido del bebé, joder, ¡nunca! —agregó con fiereza.


—Eso ella no lo sabe porque no te conoce, Pedro, porque tú no te dejas conocer —se corrigió adrede, observándolo con fijeza—. Me dijiste, esa noche, cuando llegaste a casa después de la gala, que había sido el mejor polvo de tu vida y que no se iba a repetir. A la mañana siguiente, te aislaste en Los Hamptons durante una semana y volviste con la misma chispa apagada que tiene Paula en sus ojos desde entonces, una chispa que continúa en los tuyos — sonrió sin humor—. No te engañes a ti mismo, porque lo único que vas a conseguir es hacerla infeliz, lo que se traduce en ser tú un infeliz.


—Me ocultó la existencia de Gaston —musitó, tremendamente dolido—. Soy padre... No tenía ningún derecho a alejarme sin darme una oportunidad.


—Claro que no, Pedro, pero Bruno tiene razón. Pregúntate por qué te lo ocultó. La culpa de esta situación es de los dos, no solo de Paula, pero supongo que eso es algo que deberás descubrir por ti mismo —le palmeó la espalda y se fue.




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