sábado, 26 de octubre de 2019
CAPITULO 8 (SEGUNDA HISTORIA)
Pues claro que estaba loco por ella, más que eso... la amaba de una forma que lo desbordaba... Sin embargo, era un secreto, y los secretos jamás se desvelaban. No lo reconocería en voz alta frente a nadie. Y tras los últimos acontecimientos, el amor que sentía hacia Paula Chaves se había congelado.
Inefable, sí, un amor inefable que había detonado en un miedo atroz, que, a su vez, lo había obligado a abandonarla en el ascensor del hotel Liberty un año y diecisiete días atrás. Fue probar sus labios y desear salir corriendo en dirección opuesta, pero le había resultado imposible despegarse de su apetecible boca. Se prometió besarla unos segundos y ya, pero los besos cedieron a unas torpes caricias y esas caricias, a una pasión desbocada. Había detenido el elevador, la había empujado contra uno de los espejos que formaban las paredes del cubículo, le había subido la falda del vestido con prisas, la había alzado en vilo, le había roto las medias y las braguitas, se había desabrochado el pantalón del esmoquin, se había bajado los calzoncillos y la había poseído con un ardor tan violento y poderoso que, por un instante, se habían paralizado, pero eso solo fue el principio de la media hora que habían estado encerrados en el ascensor...
No obstante, el pánico se había evaporado al descubrir que Gaston era su hijo; ahora, el rencor y el resentimiento imperaban en su interior, y un bloque de hielo protegía su corazón. Y se lo debía a ella. Eso sí, no permanecería quieto, sino que se vengaría, aunque él corriese el riesgo de tropezar por el camino, de caerse e, incluso, de perderse a sí mismo. Estaba decidido, Chaves pagaría las consecuencias de haberse callado la existencia del niño. Eso no se hacía, daban igual las circunstancias. Era un mujeriego, de acuerdo, pero ella era una víbora.
Una víbora... ¡Y rubia!
—Atención, por favor —dijo Samuel, tintineando la copa de champán para silenciar a los invitados.
Pedro apuró el gin-tonic y se mezcló con los presentes hasta colocarse detrás de Paula, sin tocarla. El olor a mandarina le nubló la vista. Se mordió la lengua para no jadear por el delicioso aroma. Contempló sus curvas. Error garrafal... Se excitó por enésima vez...
¡Céntrate, joder! ¡Venganza, venganza, venganza, venganza!
—Hoy, es un día muy especial —anunció el señor Alfonso, abrazando a su esposa por los hombros—. Hemos ampliado la familia con Zaira, nuestra nueva hija. Pero no solo por eso esta ocasión permanecerá en nuestros recuerdos más felices —sonrió, dichoso—. Tenemos el placer de comunicarles que otro de nuestros hijos se casará el próximo cuatro de enero. La semana que viene, el día treinta y uno, os esperamos aquí para festejar el compromiso de Pedro y Paula, los padres de nuestro nieto Gaston.
Los presentes ahogaron exclamaciones de asombro y se oyó algún que otro lamento femenino.
Un momento... ¿Fiesta de compromiso? ¿No les bastaba con la boda, joder?
Chaves se sobresaltó y, como él estaba apenas a un par de centímetros de distancia, se chocó con su pecho. La acogió de inmediato entre sus brazos en un acto reflejo. Ella giró el rostro y lo miró, asustada. Pedro se movió, entrelazó una mano con la suya y la arrastró hacia sus padres. Los cuatro se abrazaron. Paula actuaba como una autómata.
—Relájate, rubia —le susurró él al oído.
Ella, entonces, despertó del trance al escuchar el apodo y sonrió. Pedro sufrió un pinchazo en las entrañas.
¡Mierda! ¿Por qué tiene que ser tan guapa?
Pues porque solo las peores son las más hermosas, y esta rubia se lleva la medalla de oro...
La observó, furioso. No disimuló el enfado, a pesar de que los invitados estallaron en aplausos. Y, sin pensar, la rodeó por las caderas, cerró los ojos y la besó.
¡Oh, Señor! Piedad, por favor...
Los dos gimieron en cuanto sus bocas se unieron... Pero no hubo ternura, sino hostilidad. Lo que pretendía ser una escena teatral, para convencer a las amistades de su familia de que los recién prometidos se casarían enamorados, se convirtió en una batalla de voluntades.
Ella se alzó de puntillas, tiró de las solapas de su chaqué con fuerza, atrayéndolo a su provocativo cuerpo, abrió los labios y le permitió total acceso a su lengua. Él no esperó un solo segundo... arrasó. La besó sin censura, mientras le estrujaba el vestido en la espalda y le clavaba los dedos en la piel, a través de la seda, y la erección, en su estómago. Estaba tan excitado que no pudo, ni quiso, contenerse. Recorrió cada rincón de su boca con un desenfreno desmedido, el mismo desenfreno que Paula le demostraba con sus dulces labios, porque esa mujer era muy, pero que muy, dulce... toda una tentación. Fue completamente inútil parar o variar el ritmo.
Esa manera de besar... Ninguna mujer lo había besado así: inflamada por un deseo arrollador. Se había acostado con muchas, había acariciado a muchas, había besado a muchas, pero... Para ser sinceros, siempre había experimentado cierto vacío en sus relaciones esporádicas, incluyeran sexo o no.
Ellas se comportaban del mismo modo: esperaban con los brazos y las piernas abiertos a que Pedro hiciese lo que quisiese. En su opinión, eso era aburrido, una sumisión excesiva.
Quizás, no se acostaban con él como hombre, pensó, sino con Pedro Alfonso, uno de los solteros más codiciados de la alta sociedad de Boston. Jamás se había planteado tal idea hasta que había probado a Chaves el año anterior,
como le estaba sucediendo en ese instante. A lo mejor, ese vacío revelaba la clase de féminas a las que atraía: interesadas solo en su poder económico y en su prestigio social, nada más.
Se consideraba un hombre bastante autoritario en cuestiones carnales, pero nunca había sentido tal plenitud como al besar a Paula, una mujer que lo desafiaba, con los labios y con la lengua, a alcanzar el mayor estado de placer; que no permanecía quieta, sino que luchaba como si necesitase explorar su desconocido fuego interior.
Desconocido... Él era un maestro en la cama y sabía que ella era inexperta, en todos los sentidos; besaba como una divinidad venida del infierno y, además, su actitud licenciosa respondía a la de una mujer poco versada en
fiestas como aquella, porque ninguna se dejaría llevar por las emociones en un gran salón atestado de gente, estarían preocupadas de no destrozarse el pintalabios. Pero a Paula le daba igual el pintalabios... Estaba gimiendo y lo
estaba correspondiendo con avaricia, con fogosidad, con pasión... como si un beso no fuera suficiente para calmar su candente anhelo por Pedro... Se estaba apretando contra él... Lo deseaba, era obvio y, maldita fuera... él, también.
Y aquello era demasiado real, igual que esas curvas tan femeninas, que se retorcían entre sus brazos y que lo tentaban a arrancarle la ropa y a comérsela entera.
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