viernes, 10 de enero de 2020

CAPITULO 56 (TERCERA HISTORIA)




Se dirigió a la cocina, separada del salón por un pasillo que atravesaba la casa de un extremo a otro. Sacó un tercio de cerveza de la nevera mientras se aflojaba el nudo de la corbata. Se desabotonó la camisa en el cuello y se encaminó hacia su cuarto.


La gigantesca cama estaba en la pared de enfrente, a la derecha, en el rincón, debajo de la ventana, cuyo estor se encontraba levantado. Le encantaba ver el cielo, lloviera o no, nada más despertarse, por eso, había situado el lecho allí. 


Solo disponía de una mesita de noche. Era incómodo hacer la cama porque un lateral de la misma estaba pegado a la pared, así que no se
molestaba en hacerla, excepto cuando cambiaba las sábanas, pero, aun así, las estiraba antes de meterse en ella; si tenía ganas, claro; si no, se tiraba al colchón y a dormir. Era un desastre en ese aspecto, un perezoso.


Su habitación, la más pequeña del ático, medía ochenta metros cuadrados y estaba dividida en dos apartados claramente diferenciados: a la izquierda, estaba su despacho y a la derecha, el área de descanso y el baño, estos con un gran ventanal con estor blanco en el centro de cada parte; una estantería alta, formada por cuadrados de distinto tamaño donde se disponían libros relacionados con la sanidad, separaba ambas zonas.


Anduvo hacia el inmenso escritorio, debajo de la ventana. Estaba repleto de apuntes que había sacado la semana anterior para repasar la operación quirúrgica que había llevado a cabo unos días atrás. Apoyó la cerveza en una esquina y recogió los cuadernos y los papeles.


El estilo de su cuarto era el mismo que el del ático: moderno, de formas rectas y simples, luminoso y espacioso. Apenas tenía muebles, salvo los necesarios, y eran blancos: la mesa, la silla de piel, la lámpara del escritorio situada en una esquina, las estanterías —había otra que ocupaba toda la pared de la izquierda—, la cama, la mesita de noche y la lamparita que había encima, el armario —que se hallaba en la pared de la puerta y que se abría en acordeón—, el baño, entero de mármol blanco italiano... En cambio, las sábanas, el edredón, los cojines, los almohadones, las dos alfombras redondas al inicio de los dos apartados de la habitación y su portátil —cerrado, encima de la mesa—, eran negros; la pared de la derecha, además, estaba pintada en negro, solo contrastaba la puerta del baño, que era blanca.


Suspiró. Se descalzó, se quitó la corbata y se remangó la camisa en las muñecas. Y, sintiéndose idiota, encendió el ordenador y buscó a Paula en internet. Las fotos que había de ella correspondían a las fiestas a las que había asistido con su prometido desde que la prensa anunciase el compromiso. Se fijó en su rostro, que nunca miraba hacia la cámara, como tampoco sonreía con alegría. Y sus vestidos parecían diseñados para otra mujer, no para ella, porque no eran discretos ni sencillos, sino llamativos, de colores fuertes y voluminosas telas. ¿También la condicionaban en cuanto a la ropa?


Cogió el móvil. La tentación era demasiado grande... Pero lo dejó caer en el escritorio. Se desnudó y se duchó. Después, con el pelo mojado y en calzoncillos, se derrumbó en el colchón. Llevaba más de un día sin dormir.


Cerró los ojos. El sueño, inesperado, lo atrapó de inmediato.


Se despertó antes del amanecer. No le hacía falta activar el despertador del iPhone, tampoco tenía relojes en la habitación, ni los utilizaba de muñeca.


Odiaba controlar el tiempo. Sus padres le habían regalado infinidad de relojes a lo largo de su vida, pero los devolvía todos. Desde siempre, había sentido que el tiempo jugaba en su contra. 


Siendo un niño, había avanzado en función de unas estrictas expectativas que se había impuesto cuando se había percatado de lo especiales que eran sus hermanos. Al ser el menor, se había obligado a sí mismo a alcanzar a Mauro y a Manuel, dos y cuatro años mayores
que él. Por eso, odiaba el tiempo, porque, según el reloj biológico, estaría siempre por detrás de ellos. Y ya se había acostumbrado a medir la hora en función del sol o de la luz del día.


Descansado físicamente, aunque agotado en su interior, se vistió de traje y corbata y se preparó el desayuno, que consistió en un vaso de leche fría y un sándwich. Detestaba el café, tanto su olor como su sabor. Y el chocolate solo le gustaba en chocolatinas con almendras, nada de líquido, al contrario que a Bas y a Zai, unos amantes del chocolate caliente.


Golpeó con suavidad la puerta de la habitación de Mauro, como cada día desde hacía años, y lo esperó en la entrada del ático. El perro movió el rabo en cuanto apreció el aroma de su dueño. 


Mauro se reunió con Pedro. Rocio y Manuel
no tardaron en salir de su cuarto, entre risas y besos. La niñera, Alexis, tocó el timbre en ese momento. Zaira, somnolienta, les deseó una buena jornada laboral, con Caro en sus brazos.


Pedro y Mauro acudieron al hospital caminando en silencio. Él seguía sin querer hablar con nadie y su hermano lo comprendió, no hizo el intento, cosa que agradeció.



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