jueves, 24 de octubre de 2019
CAPITULO 1 (SEGUNDA HISTORIA)
Un sonido extraño, similar a un quejido agudo, le obligó a detenerse en el pasillo, a pocos metros de la escalera.
En vez de utilizar el baño de la primera planta, había decidido subir a la que había sido su habitación hasta que se mudara al campus de Harvard con su hermano mayor, Mauro, y, posteriormente, con su hermano pequeño, Bruno.
Necesitaba desconectar de la irritación que devoraba sus entrañas desde unas condenadas horas antes; por ello, en ese momento, estaba en el segundo y último piso de la vivienda.
La boda de Mauro y Zaira se estaba celebrando en la mansión de la familia Alfonso. Los invitados reían, comían, bebían y bailaban en el gran salón; todos, menos él. Estaba feliz por la pareja, por supuesto; adoraba a su cuñada y su hermano era el hombre con más suerte que él había conocido por casarse con una mujer como ella. Aquella pelirroja, catorce años menor que Mauro, era, sin duda, el ejemplo real de que las almas gemelas existían; Zaira y Mauro estaban hechos el uno para el otro. Zaira era un desastre ambulante y su recién estrenado marido, de un orden escrupuloso; no se parecían en nada, pero se complementaban en todo.
El quejido agudo se repitió...
Pedro entrecerró los ojos y giró sobre sus talones. Esa planta se distribuía en dos pasillos perpendiculares entre sí; en el del fondo, se hallaban su dormitorio y el de sus hermanos; en el otro pasillo, con habitaciones a cada lado, se encontraban las estancias de sus padres y de los invitados, donde estaba él en ese momento.
Caminó hacia el extraño sonido, que provenía de la puerta más cercana a la escalera de este pasillo, a la derecha. Ese quejido, ahora, parecía más un intento de sollozo, un lamento. Abrió la puerta con cuidado y entró. Se sorprendió al ver una cuna de viaje de color blanco en el centro del espacio.
Un bebé se agitaba nervioso en ella, claramente molesto, quizá, por haberse despertado solo.
Pedro no pudo evitar sonreír al descubrir al niño que, enseguida, percibió su presencia, dejó de emitir ruiditos y clavó sus enormes ojos castaños en él.
—¿Y tú quién eres, campeón? —le susurró, cogiéndolo en brazos, sujetándole la cabecita, incapaz de resistirse; le encantaban los niños.
El bebé era un poco más grande que su sobrina Caro, la hija de Pedro y Zaira, una preciosa niña que había heredado el pelo color fuego de su madre y los ojos grisáceos de su padre. Aunque Caro solo tenía tres meses, su orgulloso tío Pedro ya pronosticaba que sería una auténtica belleza. A él, desde luego, le había robado el corazón la primera vez que la había acunado en su pecho.
Y ese niño acababa de conseguir lo mismo...
Sintió una pequeña presión que lo fascinó por completo. El bebé, como si lo hubiera intuido, soltó un gritito. No lloró, permanecía con los labios separados y las cejas levantadas.
Pedro lo escrutó a conciencia. El niño tenía la mirada bastante espabilada, como si lo estuviera analizando a su vez.
—¿Qué tienes aquí, nene? —le bajó un ápice el cuello redondo de la camisa blanca a la altura de la nuca.
Un lunar idéntico al de mi sobrina, pensó, enseguida.
Era el sello indiscutible de su familia materna.
Solo contaba con dos primos con pareja, pero, que él supiera, no tenían bebés. Quizás, ahora sí.
Un momento...
Observó el rostro del pequeño con los ojos entornados. Había algo que le resultaba muy familiar, demasiado... Cerró los ojos y lo besó en la frente, experimentando, de repente, cierta ansiedad. ¿Podría ser...? Una cruel certeza se anidó en su estómago, impidiéndole respirar con normalidad.
Lo depositó en la cuna y lo cubrió con la fina manta blanca. Fue a girarse, pero el niño gimoteó. Él se rio, se olvidó por completo de las dudas y el terror que lo habían asaltado y volvió a sostenerlo con cariño e infinita ternura. Se sentó en una silla, junto a la cuna, y comenzó a hacerle suaves cosquillas. El bebé movía la boca como si le gustasen los gestos de Pedro.
—Eres muy guapo, ¿lo sabías? —le dijo, embelesado—. Tu mamá debe de ser muy guapa también, ¿a que sí, bribón?
Una especie de carcajada brotó de la garganta del niño cuando le acarició la barbilla, carcajada que lo contagió a él.
Escuchó voces femeninas en la lejanía, acercándose. Varios tacones se aproximaron. Pegó al bebé a su pecho, como si pretendiera protegerlo de una inminente intrusión. Se incorporó y frunció el ceño. ¿A quién se le ocurría hacer tanto ruido cerca de un niño de pocos meses que, supuestamente, estaba durmiendo?
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario