lunes, 4 de noviembre de 2019
CAPITULO 36 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro necesitaba un oculista: lo veía todo rojo.
—Toma —Mauro le tendió una copa de whisky solo con hielo—. De un trago. Ayudará a que te calmes.
Él obedeció, pero el resultado fue en vano.
—Menudo suegro te ha tocado —comentó Bruno, que se acercó a ellos, arqueando las cejas—. Es todo un personaje... —silbó.
—¿Vienes a burlarte? —inquirió Pedro—. Bastante he soportado tu actitud de mierda desde la boda de Mauro como para que te recrees en esto. Ahórratelo.
—No, tío —sonrió, mostrándose arrepentido—. Lo siento. Me equivoqué. ¿Hermanos otra vez? —le tendió la mano.
Él meneó la cabeza y le revolvió los desordenados cabellos a su hermano pequeño. Luego, se abrazaron. Aquello tranquilizó un poco su interior.
Estaban en un rincón del fondo, donde se desarrollaba el baile. En esa zona de la carpa, se encontraban la mayoría de los invitados; los demás se habían sentado en torno a las mesas que ocupaban la fila pegada a la pista. Había dos barras enfrentadas, una en cada lateral; a la izquierda, se servían el alcohol y los refrescos, y a la derecha, pastelitos, chocolates y gominolas. Vio a Zaira, Paula y Ale llenando un plato cada uno con dulces.
—Tu cuñada... —resopló Bruno, dirigiendo los ojos a Melisa, que coqueteaba con un hombre casado de la edad de su padre—. Ha intentado ligar conmigo antes. Es imposible que sea médico...
—Pues créetelo —apuntó Mauro, tras apurar su gin-tonic y entregarle la copa vacía a uno de los camareros que pasaban por la carpa con bandejas recogiendo platos o vasos sucios—. Jorge conoce la reputación de Antonio Chaves. Resulta que es uno de los mejores cirujanos plásticos de Nueva York. Regenta su propia clínica, que heredó de su padre. Melisa trabaja con él.
—¿Qué? —exclamó Pedro, boquiabierto—. ¿Ese cabrón es cirujano plástico?
—Cuando el padre de Zaira se quemó en el incendio hace nueve años — comenzó su hermano mayor, que frunció el ceño y adoptó una actitud de gravedad—, estuvo once meses ingresado. Se sometió a treinta y seis operaciones sin éxito. Jorge buscó por todo Estados Unidos a eminencias en cirugía plástica, una de esas eminencias era Antonio Chaves.
—Presiento el final de la historia... —masculló él, cruzándose de brazos.
—Jorge contactó con él por teléfono. Quedaron en reunirse en la clínica de Chaves. Estuvo esperando en una sala durante cuatro horas y, en cuanto entró en su despacho, Chaves le dijo que no operaría a Carlos, que se buscara a otro, que no malgastaba el tiempo con casos perdidos.
—Joder... —pronunciaron Pedro y Bruno en un hilo de voz.
—Zaira no lo sabe —les aclaró Mauro, apretando la mandíbula por el enfado que sentía—. Jorge me ha pedido silencio.
—¿Creéis que lo sabrá Chaves? —preguntó él, observando a Paula.
Bruno se echó a reír. Pedro lo miró.
—Y ahora, ¿qué pasa?
—Que ya no es Paula Chaves —le explicó su hermano pequeño con diversión—. Ahora es Paula Alfonso. ¿Tanto te cuesta decir su nombre? —le palmeó el hombro—. Tengo entendido que tiene varios... Ale la llama Pau —
enumeró con los dedos—; Melisa, Eli; su madre, Lizzie y princesita; su padre, Elizabeth; tú, rubia y Chaves y los demás, Paula. Creo que nunca he conocido a nadie con tantos apodos... —hizo una mueca cómica.
Los tres estallaron en carcajadas.
—¡Pedro, cariño! —le llamó su madre, corriendo hacia él—. ¿Dónde está Paula? Tenéis que bailar. Ya es la hora. Voy a avisar al DJ. Tu vals favorito, ¿no, cielo?
—Claro. Voy a buscarla —asintió Pedro.
Le encantaba bailar y era la excusa perfecta para estrechar a su mujer entre sus brazos. Caminó hacia ella.
—Señora Alfonso —dijo él, posicionándose frente a la, en efecto, nueva señora Alfonso—, ¿me concede este baile? —le guiñó un ojo y le ofreció la mano.
En ese instante, comenzó el Vals No. 2 de Dimitri Shostakovick, el preferido de Pedro desde que era un niño. Los invitados se percataron del cambio drástico de la música y abrieron la pista en un amplísimo círculo. Los que estaban sentados se levantaron. La iluminación se atenuó para favorecer el romanticismo y un gran foco blanco alumbró el círculo. Todos observaron a la pareja, que se hallaban en un lateral. Zaira aplaudió con entusiasmo y Ale sonrió.
Paula apoyó el plato de los pastelitos en la barra de los dulces y, seria, llevó a cabo una reverencia dramática perfecta. Él se contuvo para no besarla allí mismo. Su señora Alfonso aceptó su mano, bien erguida, igual que si se
tratase de una reina de otro siglo. Pedro la imitó con su gracia seductora natural y la condujo hacia el centro. Contó mentalmente el compás mientras posaba la mano derecha en su espalda.
—¿Preparada, señora Alfonso?
Ella, al fin, sonrió. Él se cegó... Y la guio hacia las alturas, porque con Paula volaba. Era una cursilería, lo sabía y lo reconocía, pero así se sentía con esa beldad de mujer.
Bailaron con suavidad y maestría. Él había aprendido los bailes de salón gracias a que su madre, una apasionada de la música clásica, le había enseñado siendo pequeño. Como estaba todo el día enganchado a la pierna de Catalina, ella había aprovechado para compartir su afición con él. Y él lo había disfrutado.
Pedro la deslizó por el espacio, maravillado por la confianza que su esposa estaba mostrando, moviéndose de manera fluida, permitiéndole el mando, abandonándose a él. Pedro se separaba y la obligaba a girar sobre sí misma para, después, atraparla de nuevo entre sus brazos, sin perder el ritmo ni la armonía conjunta de las oscilaciones de ambos. Y sin dejar de sonreír ninguno de los dos.
Al final, la hizo girar por última vez, la pegó a su cuerpo y la inclinó hacia atrás sobre su brazo, de tal modo que la abertura de la falda reveló su pierna.
Paula la alzó con coquetería, robándole el aliento a Pedro, y la cola se esparció por el suelo en una media luna a sus pies.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario