domingo, 3 de noviembre de 2019
CAPITULO 35 (SEGUNDA HISTORIA)
Zaira le retocó el maquillaje, potenciando el colorete porque estaba muy pálida. Después, descendieron a la primera planta.
Su amiga era la persona más buena y comprensiva que había conocido.
Había sufrido durante años, a pesar de su corta edad —contaba con veintitrés años—. Sabía en todo momento qué decir y qué hacer para animar a alguien.
Lo mejor de su personalidad era que no agobiaba ni interrogaba, sino que esperaba dispuesta a escuchar siempre que uno la necesitase.
—Hola... —titubeó Pedro, cuando las dos entraron en el gran salón, desde un rincón.
Ambas se detuvieron. Zai sonrió y los dejó solos.
—Lo siento —se disculpó él, serio, con las manos en los bolsillos del pantalón.
Estaba maravilloso en su chaqué azulón.
Maravilloso...
Cuando lo había visto al pie del altar, Paula se hubiera desmayado, de no ser por Bruno, que la había mantenido sujeta. Y su mirada... Esos ojos
endiablados la habían desnudado en un instante... No supo cómo logró alcanzarlo, porque había caminado por la alfombra roja con temblores en las piernas. Melisa estaba equivocada: Pedro Alfonso deseaba a Paula Chaves, ahora Paula Alfonso.
No era amor, porque un seductor como él era incapaz de enamorarse, más bien lo contrario, encandilaba a todas, sin excepción. Sin embargo, para ella, de momento, era suficiente el deseo que sentían. Rezaba cada noche para que no le fuera infiel, para que no se arrepintiera de su acuerdo, para que no la abandonara por segunda vez y para que cesara en querer vengarse. Rezaba, también, para que la viera como a una verdadera mujer, para que la abrazara con cariño, para que se permitiera conocerla, para que la amara...
Rezaba demasiado.
—Pedro, yo... —agachó la cabeza, con las lágrimas a punto de estallar de nuevo.
—No, rubia —le alzó la barbilla—. Perdóname por lo de antes. No me refería a que acataras mis órdenes. Sé que no estuvo bien, pero si me comporté así fue por la manera en que te trató tu padre —rechinó los dientes—. ¿Siempre ha sido así?
Paula asintió, tragando saliva. Se perdió en su mirada, olvidándose de su padre, del pasado...
—Bésame... —le rogó ella, envolviéndole el cuello con los brazos—. Por favor, soldado...
No hizo falta repetírselo. Pedro le acunó la cara entre las manos, bajó los párpados y la besó con infinita dulzura, de forma casta, pero... devastadora.
Los besos de Pedro, en efecto, eran especiales.
Y los necesitaba para borrar la ansiedad de su interior. Ver a su familia, después de nueve años, estaba siendo un duro golpe, pero que muy duro.
Se separaron lentamente. Él le besó los nudillos con los ojos cerrados.
Paula gimió, feliz por el gesto. A continuación, la abrazó por los hombros, ella, a su vez, por la cintura y regresaron a la carpa.
Los invitados aplaudieron en cuanto aparecieron.
—¡Ya era hora! —bromearon algunos.
La pareja se rio y se sentó en la mesa nupcial, idéntica a las demás: redonda, con manteles blancos bordados con fondo rojo y velas en el centro.
Catalina, Zaira y las integrantes de la asociación Alfonso & Co al completo, habían realizado un trabajo magnífico a la hora de organizar la boda, siguiendo las preferencias de la novia.
La mañana que Zai, Catalina y Samuel se la habían llevado, había sido para conducirla al taller de Stela Michel. Los señores Alfonso le habían regalado el vestido. Paula había discutido con ellos, pero sus suegros habían
ganado la batalla. Lo más divertido de aquel día fueron las caras que habían puesto cuando ella decidió que su traje sería rojo, no blanco. ¡Habían palidecido! No obstante, sonrieron y le aseguraron que, por supuesto, la apoyaban en todo. La diseñadora había cosido con sus propias manos el vestido de novia, trabajando de madrugada, incluso. Ese había sido uno de los mayores regalos que había recibido Paula. Y, a partir de ahí, la ceremonia se centró en el color rojo.
Y, ¿por qué el rojo? Porque recordó su precioso collar de rubíes. Él se lo había comprado sin saber que era su piedra favorita, había acertado.
Además, se lo había entregado en el dormitorio, sin interpretar ningún papel, a solas ambos, y alegando que le había recordado a ella, una pieza única, habían sido sus palabras. Por eso, Paula pensó en devolverle el regalo, vistiéndose de rojo. A Pedro Alfonso era muy complicado sorprenderlo, pero quiso hacerlo, quiso fascinarlo... Lo hizo por él. Siempre, todo era por él.
Los asistentes al enlace se habían quedado atónitos ante su aparición, del brazo de Bruno, a quien había elegido como padrino sin dudar. La joven había escuchado comentarios de algunas mujeres a medida que avanzaban por el paseíllo, y halagos por parte de los hombres, pero no le habían importado en absoluto, precisamente por el modo en que Pedro la había mirado. Y su solemne figura masculina, su inconcebible atractivo, su sensual sonrisa... la habían abstraído de lo demás. Era cierto que las novias se tranquilizaban en cuanto su mirada se detenía en la del novio nada más verse en el día más importante de sus vidas, una mirada que había sido inolvidable...
—Buen provecho —dijo la señora Alfonso, colocándose la servilleta sobre las piernas.
Paula se sentó a la derecha de Pedro, después, estaban Antonio, Juana, Ale, Melisa, Bruno, Zaira, Mauro, Samuel y Catalina.
—¿A qué te dedicas, Pedro? —se interesó Jane—. He leído en la prensa que eres médico. ¿De qué campo?
—Oncología —respondió él, sonriendo con orgullo—. En realidad, todos somos médicos, mis abuelos también lo eran.
—¿Y todos de la misma especialidad? —quiso saber Juana, sonriendo también.
—Mi hermano Mauro es cirujano pediátrico, mi padre es pediatra también —le explicó Pedro, rodando despacio la copa de vino blanco entre sus dedos —, pero antes se dedicaba a la neurología en el Boston Children's Hospital;
desde hace unos años, es el director. Mi hermano Bruno, en cambio —lo señaló con la cabeza—, es neurocirujano. Y mi madre es cirujana, aunque ya no ejerce —le guiñó un ojo a la aludida.
—¿Y dónde trabajas?
—En el Hospital General de Massachusetts, con mis hermanos —bebió un trago.
—¿Ah, sí? —se ilusionó la señora Chaves, de repente—. Yo trabajé unos meses allí.
—¿Has vivido aquí, mamá? —se sorprendió Paula, igual que los demás.
—Estudié aquí —la corrigió, con su dulce sonrisa.
—¿Eres también médico? —le preguntó Catalina.
—Solo es una enfermera —escupió Antonio, con indiferencia—. Yo sí soy médico, igual que mi preciosa hija —sonrió a Melisa con los ojos brillantes.
—¡Papá! —se quejó Ale.
Juana y Paula agacharon la cabeza. La familia Alfonso al completo, en cambio, gruñó.
—Su preciosa hija es enfermera —enfatizó Pedro, estrujando los puños sobre el mantel.
—He dicho preciosa —aclaró el señor Chaves, arqueando las cejas con insolencia.
—Y yo le he dicho que...
—Pedro, ya basta —lo regañó Catalina, firme y tajante, imaginando lo que venía después.
—No importa —se rio Antonio—. Melisa es preciosa. Elizabeth... Bueno —bufó con desagrado—, es idéntica a su madre, con eso queda todo dicho.
Pedro se incorporó de un salto, rabioso, y se dirigió al baño, donde se perdió de vista. Paula se incorporó, pero su padre la sujetó del brazo.
—Siéntate ahora mismo, Elizabeth.
Y todavía no nos han servido el primer plato...
Cuando su marido regresó, ella se fijó en sus nudillos enrojecidos. El banquete transcurrió en un silencio incómodo. Nadie abrió la boca, excepto para comer o beber.
Nueve años sin ver a Antonio Alejandro Chaves, nueve años felices sin él, y justo tenía que aparecer el día de su boda...
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Pero qué malditos el padre y la hermana. Ojalá se vayan pronto.
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