domingo, 3 de noviembre de 2019

CAPITULO 34 (SEGUNDA HISTORIA)




—¡Pau! —gritó alguien a su espalda.


¿Pau? Hacía mucho tiempo que no escuchaba su apodo; de hecho, solo existía una persona en el mundo que la llamaba de esa manera. No podía ser cierto... ¿o sí?


Paula se giró y descubrió a su hermano, a escasos metros de distancia, sonriéndole con adoración, como siempre hacía cuando era niño. 


Su hermano pequeño... Jamás olvidaría esos ojos castaños y almendrados, iguales que los suyos, y ahora también iguales que los de Gaston.


—Dios mío... Alejandro...


Se cubrió la boca abierta, avanzó un paso y se detuvo. Él la imitó. Se miraron los dos llorando. Y, a la vez, corrieron a encontrarse el uno en los brazos del otro. Se apretaron con fuerza, temerosos de que aquello fuera un sueño. Rieron de forma entrecortada. Se tocaron la cara y el cuerpo para cerciorarse de que eran reales.


—¡Cuánto has crecido, Ale! Estás guapísimo y muy alto —le obsequió, sujetándose a sus antebrazos, delgados, pero resistentes.


—Ya te dije que iba a ser más alto que tú —le contestó su hermano, irguiéndose con fingida arrogancia.


Era cierto, pues ella le alcanzaba la nariz, y eso que llevaba tacones.


—¿Y este pelo? —le alborotó los cabellos rubios, entre carcajadas—. ¿Es la nueva moda en el instituto?


—A las chicas les gusta mi pelo —se encogió de hombros, ruborizado.


Ella se puso de puntillas y lo abrazó de nuevo, suspirando como si soltase una pesada carga. ¡Cuánto lo había extrañado!


Su marido se acercó.


—Hola —saludó, tendiéndole la mano—. Soy Pedro.


—Yo, Alejandro, pero puedes llamarme Ale—se la estrechó, sacando pecho, un gesto que divirtió a Paula—. Soy su hermano pequeño, pero solo en edad, ¿eh? 


Pedro y ella se echaron a reír.


—En realidad, se llama Benjamin Alejandro Chaves —le explicó Paula—, pero odia su nombre.


—Tengo dos nombres, pues elijo el único que me gusta —se quejó el adolescente, enfurruñado—. Igual que tú, ¿no?


—¿Eso que quiere decir... Eli? —indagó su marido, con una sonrisa traviesa, cruzándose de brazos.


—¿No lo sabes? —inquirió su hermano, arqueando las cejas, sorprendido —. Pedro—le palmeó la espalda con graciosa confianza—, te has casado con Elizabeth Paula Chaves. Y, por cierto, también odia su nombre.


Los tres estallaron en carcajadas.


—Creo que a mi marido le pasa lo mismo que a mí —apostilló ella, atrevida—. Solo me llama por mi apellido o...


—Rubia —concluyó Pedro por ella.


Sus ojos color chocolate negro soltaron chispas enloquecedoras que a punto estuvieron de disolverla en la tarima blanca del suelo, de no ser por...


—Eli...


La voz de Juana Chaves la obligó a darse la vuelta.


—Mamá...


Su madre agachó la cabeza y se sorbió la nariz. 


El corazón de Paula se estremeció. Estiró los brazos y la envolvió con ellos, incapaz de contenerse un segundo más.


—Princesita... —le susurró Juana, entregándose al gesto—. Cuánto te he echado de menos...


Paula gimió de alivio al escucharla. Princesita... Sonrieron y se cogieron de las manos, llorando de felicidad.


—Estás guapísima, mamá.


Juana Chaves había sido siempre una mujer bellísima por la bondad que transmitía su rostro celestial, de facciones suaves, pestañas interminables, pómulos altos y piel albina. Sus hermosos ojos azules eran profundos y muy expresivos. Por desgracia, su mirada era su mayor defecto... Su madre había pasado la mayor parte de su vida enclaustrada en una amarga soledad y sus intensos ojos siempre la habían transmitido.


Eran de la misma altura, pero Paula parecía más grande porque Juana era mucho más delgada, demasiado... lo notó al estrecharla entre sus brazos.


Prácticamente estaba en los huesos, aunque no se apreciaba mucho porque su vestido verde oscuro era suelto y caía desde la cintura hasta las rodillas.


—Tú sí que lo que estás, princesita —la besó con fuerza en la frente—. Me encanta tu vestido.


—El vestido es pasable —comentó una voz femenina ligeramente aguda—, pero no es el de una novia. ¿En qué estabas pensando, Eli?


La respiración de Paula se alteró. Su madre le propinó un apretón, para infundirle ánimos.


—Melisa —articuló ella, escueta y seria.


Ahí estaba su hermana... Y, a pesar de haber transcurrido nueve años, el rencor regresó y laceró su interior, como antaño. 


Melisa la analizó sin pudor, con una sonrisa de satisfacción que se instauró en su cara estirada, operada y maquillada hasta el infinito.


—Has cambiado, Eli—soltó una carcajada—. ¿De rojo? Debe de ser una tradición en Boston que la novia vista de rojo, ¿no? Aunque —se inclinó, era diez centímetros más alta—, si es cierto lo que cuentan, no me extraña que descartaras el blanco, sinónimo de pureza. Eso nunca ha ido contigo, ¿verdad?


Fue a replicar, furiosa, pero su marido se le adelantó.


—¿Y tú quién eres? —quiso saber Pedro, con tranquilidad gélida, rodeando la cintura de Paula.


Ella se sonrojó por el gesto protector; no lo necesitaba, pero lo agradeció.


—Soy Melisa, su hermana —respondió, aleteando las pestañas. A continuación, se retiró los negros cabellos para mostrar el, más que descarado, escote—. Es lógico que no me hayas ubicado, no nos parecemos en nada.


—Estoy totalmente de acuerdo —contestó él, sin variar el tono—. Y acabo de comprobarlo. Mi rubia es tan bella como tu madre.


Melisa se congeló instantáneamente por el merecido insulto recibido.


Juana, Ale y Paula, por el contrario, procuraban ocultar las carcajadas, aunque se convulsionaban sin control.


—Y, por cierto —añadió su marido—, nunca he visto una novia más guapa que la mía —acto seguido, tomó por la nuca a su esposa, bajó los párpados y depositó un beso abrasador en sus labios. Fue veloz, pero la dejó tiritando.


En ese momento, los señores Alfonso se acoplaron a la reunión.


—¿Nos presentas, cariño? —le pidió Catalina, con una deslumbrante sonrisa.


—Claro —convino ella, encantada de alejarse de Pedro; de repente, necesitaba oxígeno, hacía demasiado calor.


Las dos consuegras simpatizaron al instante.
Samuel se disculpó y realizó los cambios pertinentes para que la familia Chaves se acomodase en la mesa nupcial, en el centro de la carpa, junto con los Alfonso. Y, como era espaciosa, no hubo ningún problema.


—¡Qué bien, Pau! —exclamó Ale, alzándola en el aire.


—¡Bájame, idiota! —se quejó entre risas—. ¡Vas a destrozarme el vestido!


—Tienes razón —señaló su hermano, obedeciéndola—. Has engordado un
poquito, ¿eh?


Ella le golpeó el brazo, entre risas, pero la diversión se esfumó instantes después, cuando Antonio Alejandro Chaves surgió ante sus ojos. 


De manera insintiva, Paula se situó detrás de Alejandro en un acto reflejo.


—Supongo que usted es el padre de Paula—comentó Samuel, tendiéndole la mano—. Es un placer —sonrió—. Soy Samuel, el padre de Pedro.


—No sé quién es Paula —contestó, con su característica expresión de altivez—. Yo soy Antonio, el padre de Elizabeth, su nueva nuera, según tengo entendido —estrechó su mano.


La tensión se instauró en el lugar. Su hermano gruñó, su madre se encogió, Melisa sonrió, la familia Alfonso se quedó boquiabierta y ella...


—Ven aquí, Elizabeth —le ordenó Anthony en tono autoritario.


Temblorosa y tragando saliva sin cesar, Paula avanzó. Las náuseas le sobrevinieron, pero consiguió ignorarlas.


Su padre... no había cambiado nada, excepto por un incremento considerable de arrugas, pero su aspecto fornido, su postura regia, su prominente mentón siempre levantado con presunción de superioridad, su ceja alzada con prepotencia y sus impávidos ojos castaños, continuaban exactamente igual.


—Papá.


—Quiero ver a mi nieto —le exigió Antonio, sin un saludo, un beso, nada...


—Pero la comida...


—Ahora —la interrumpió, tajante.


Pedro caminó hacia ellos, tensando la mandíbula con excesiva fuerza.


—A solas con mi hija —enfatizó su padre, que la agarró del brazo y la arrastró hacia el interior de la mansión.


Ella tuvo que correr porque se tropezaba con los tacones y la cola.


—De eso nada —se negó su marido, obstaculizándoles el camino cuando entraron en el gran salón.


Pedro... —pronunció Paula, con gotas de sudor en las manos y la nuca.


—Fuera de mi camino —sentenció Antonio, bien erguido.


Pedro respiró hondo y entrecerró la mirada, cargada de una ira escalofriante.


—Seré preciso, señor Chaves. Está usted en mi casa —recalcó él en un tono glacial—, su hija es mi mujer y su nieto es mi hijo, así que se lo diré una sola vez: se sienta ahora mismo en la mesa o se marcha de aquí. Usted decide.


Ella contuvo el aliento.


Pedro, no te preocupes... Mi padre solo...


—Le diré a Alexis —la cortó su marido, con los ojos fijos en el señor Chaves— que nos avise cuando se despierte Gaston. Solo entonces, tu padre lo conocerá, antes no —y le añadió a ella—: Mi casa, mis normas, ¿recuerdas? 


Aquello fue muy cruel...


Paula se soltó de su padre, se recogió la falda y, llorando, salió corriendo de la estancia. Subió la escalera y se encerró en la habitación de los niños.


—¿Señorita Paula? —la niñera se aproximó, alarmada.


—Déjame sola, por favor —le rogó, reteniendo las lágrimas para poder hablar.


Alexis asintió y se marchó. Paula se arrodilló a los pies de la cuna de su bebé, metió los dedos a través de los barrotes y acarició su manita.


A los dos segundos, la puerta se abrió.


—Sigues siendo la misma tonta de siempre, Eli. ¿Cuándo aprenderás?


—Olvídame, Melisa —escupió ella, incorporándose—. Sal de aquí. Los niños están durmiendo.


Su hermana taconeó aposta al acercarse. Los bebés gimotearon por el ruido, pero se calmaron.


—¿Cuánto tiempo te costó, Eli? —ladeó la cabeza y se contempló las uñas de color fucsia, iguales que su vestido, excesivamente corto y tan entallado que parecía su segunda piel—. La última vez fueron dos años. ¿Y ahora? — apoyó las manos en su cintura y estiró la espalda, segura de sí misma—. ¿Cuánto has esperado esta vez para abrirte de piernas? Y, ¿cómo lo hiciste?, ¿lo emborrachaste? Porque tendría que estar muy ciego para acostarse contigo, otro como Diego —se rio.


Paula la agarró de la muñeca y tiró hasta sacarla al pasillo. Cerró tras de sí y la apuntó con el dedo índice.


—No lo nombres delante de mí —sentenció, con un nudo en la garganta que le impedía respirar con normalidad. El llanto había sido reemplazado por la rabia, el resentimiento y el odio—. Vete a la carpa, Melisa. Te prohíbo que te acerques a mi hijo, ¿te queda lo suficientemente claro?


—¿Estás segura de que es tuyo? Quizás, tu mente trastornada lo robó de un hospital. Eres una vulgar enfermera, como mamá.


—¡Cómo te atreves! —le gritó, conteniéndose, lo que ansiaba era abofetearla—. ¡No insultes a mamá y, mucho menos, a mi hijo!


No debería asombrarse, tenía que estar acostumbrada a la crueldad de su hermana mayor.


—Si yo fuera Pedro, me haría las pruebas de paternidad —insistió Melisa en su ataque—. ¡Vaya forma de atraparlo! Te concedo el mérito. Supongo que eso demuestra los buenos valores que tiene tu maridito. ¿Te presentaste con un bebé cualquiera para que se viera obligado a casarse contigo? —se dio varios toquecitos en la barbilla—. Parece que no eres tan estúpida, al fin y al cabo.


—¿Has terminado? —se cruzó de brazos.


—No, Eli —chasqueó la lengua, divertida—. Me preocupa que te hayas casado con un hombre que no te ama, nada más —sonrió con malicia.


—Eso no es asunto tuyo —se sonrojó, desviando los ojos al suelo.


—¡No me lo puedo creer! ¡Estás enamorada de él! —estalló en carcajadas —. Qué pena me das, Eli—le rozó la mejilla con la uña—, qué pena...


—¡No me toques! —retrocedió hasta chocarse con la pared.


—Eres escoria al lado del famoso Pedro Alfonso —le susurró al inclinarse—. Bueno —se encogió de hombros, indiferente—, eres escoria al lado de cualquiera, sea hombre o mujer. Él es muy guapo —se humedeció los labios— y está para comérselo, justo mi tipo de hombre, pero tú... —la examinó de arriba abajo y se rio, palmeando en el aire—. ¡Qué te has hecho, por Dios! ¡Eres Moby Dick! —sus carcajadas resonaron por el espacio creando eco.


—¿Paula? —pronunció Zaira, de repente, en el rellano de la escalera.


Las hermanas Chaves la observaron, sobresaltadas por la intromisión. Zai fruncía el ceño, mala señal... ¿Las había oído?


—Nos vemos en la mesa —anunció Melisa—. No tardes, Eli, que eres la novia, aunque vayas de rojo —se volvió a reír y se fue.


Paula se apoyó en la pared y se deslizó hacia el suelo. Expulsó el aire que había retenido. No le hacían daño los insultos de su hermana, ni de nadie, respecto a su cuerpo. No obstante, que le hablara de Diego... Eso sí que le revolvía las entrañas.


—¿Paula? —su cuñada se agachó y la tomó de las manos—. Todos preguntan por ti y, hasta que no te sientes, el banquete no empieza. Ven, vamos —la ayudó a levantarse—. Retoquemos a la novia más guapa del universo — la rodeó por los hombros con cariño y se dirigieron a la habitación donde se habían arreglado para la ceremonia, un par de pasos más adelante.




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