lunes, 4 de noviembre de 2019
CAPITULO 37 (SEGUNDA HISTORIA)
Los aplausos y los vítores inundaron la carpa.
Sus hermanos silbaron. La pareja se echó a reír. Él la incorporó y la sujetó por la nuca para besarla. La música cambió a una canción actual. La pista se llenó de invitados. Y, de repente, alguien se interpuso entre ellos, justo un instante antes de que Pedro se apoderase de su boca.
—Vamos, cuñado —era Melisa, dándole la espalda a su hermana—, baila ahora conmigo —se colgó de su cuello y contoneó las caderas hacia las suyas.
Paula agachó la cabeza y se perdió entre la muchedumbre.
¡Joder! No, rubia...
—Lo siento, Melisa —se negó él, tomándola de las manos para separarse de ella.
La desfachatez de Melisa lo irritó. ¿Quién se creía que era ese maniquí para comportarse así? ¡Y con su cuñado!
—Ahora somos familia —ronroneó su cuñada, jugueteando con su corbata, demasiado cerca de su cara—. Tenemos que conocernos mejor.
—Te diré algo, Melisa —le susurró en la oreja, en ese tono aterciopelado que sabía cuánto gustaba al sector femenino—. Tienes razón, ahora somos familia, pero no me andaré por las ramas si en algún momento tengo que bajarte a la tierra —la miró, enarcando una ceja—. Y ahora necesitas precisamente eso, cuñada —recalcó aposta—. Hay una mancha en tu cara que revela...
—¿Dónde? —lo interrumpió, aterrada, tocándose el rostro de manera histérica.
—No te preocupes porque es imborrable y solo aparece en las caras de las que son como tú: capaces de intentar ligarse al marido de su hermana, el día de su boda y en sus narices.
Melisa entornó los ojos.
—Y tú eres un experto en ese campo, ¿verdad, doctor Alfonso? —emitió una fría carcajada—. Eres igual o peor que yo.
Pedro gruñó, la agarró del brazo con fuerza y la llevó a un rincón, apartados de los demás, donde la soltó bruscamente. Su cuñada se balanceó hasta equilibrarse.
—Para ti, llámalo tu peor pesadilla —la apuntó con el dedo índice—. Tú y yo no somos iguales, Melisa. Yo tengo distinción y clase a la hora de elegir; por eso, me he casado con tu hermana y te acabo de rechazar a ti.
Aquello la enrabietó. El maniquí expulsó un gritito agudo de impotencia.
—El mujeriego Pedro Alfonso del que hablan las revistas no ha desaparecido de la noche a la mañana —sentenció su cuñada—. Una semana antes de que se anunciara tu compromiso con la idiota de mi hermana te fotografiaron con una morena. Solo te has casado por el supuesto hijo que tenéis —bufó como la arpía que era.
—No te atrevas a dudar de mi hijo —se inclinó, amenazador—, mucho menos a insultar a tu hermana en mi presencia, porque la próxima vez me encargaré de que sea la última que lo haces, ¿entendido, Melisa? —la ira le estaba nublando el cerebro.
Su cuñada sonrió con suficiencia.
—No lo has negado... —comentó Melisa, observándose las uñas—. Las personas no cambian, Pedro Alfonso. Has sido, eres y seguirás siendo un mujeriego sin escrúpulos, y, si no —lo miró—, tiempo al tiempo. Ya me encargaré yo de demostrároslo a ti y a la estúpida de Eli
—No te acerques a tu hermana, ni a mí, para nada, porque no me voy a quedar de brazos cruzados si lo haces, que te quede claro de una puta vez, Melisa, no lo repetiré más —sentenció él, sujetándola del brazo y respirando como un animal enjaulado—. Y si no te echo de aquí ahora es por respeto a tu madre y a tu hermano, que son los únicos que se lo merecen en tu familia.
—Entonces —le arrugó las solapas de la levita entre los afilados dedos—, te provocaré para que me pongas en mi lugar, lo estoy deseando, cuñadito... — le estampó un beso en la mejilla utilizando la punta de la lengua y se fue.
Pedro maldijo y se limpió la cara con excesiva fuerza, a punto de arrancarse la piel de lo asqueado que se sentía. Respiró hondo para calmarse. Su cuerpo experimentaba un escalofrío detrás de otro. Se aproximó a la barra y solicitó un whisky doble con hielo. Se lo bebió de un trago. Su faringe ardió, pero lo agradeció.
—Pedro.
Él se giró y descubrió a su suegra.
—Nos vamos —le avisó Juana, muy seria—. Ya he hablado con tu familia. Venía a despedirme de ti. Alejandro está con Lizzie, ahora vendrá a decirte adiós —le apretó el brazo—. Por favor... Cuida de mi princesita... —tragó, nerviosa. Le palpitaba la mano—. ¿Te importaría darme vuestra dirección? Me gustaría escribir a mi hija, si no es molestia, por supuesto... —retrocedió un par de pasos.
Pedro frunció el ceño. ¿De qué tenía tanto miedo esa mujer?, ¿de Antonio Chaves?
—¿Te puedo preguntar algo, Juana?
Su suegra asintió, aunque giraba la cabeza vigilando sus espaldas.
—¿Cuánto tiempo hacía que no la veíais?
—Alejandro cumplió ocho años ese día —respondió ella, con la voz marcada por la tristeza y el dolor—. Ahora, mi hijo tiene diecisiete, así que... —se le quebró la voz.
—¿Nueve años? —desorbitó los ojos—. Entonces, ¿ella tenía...?
—Lizzie tenía dieciocho años cuando cogió su maleta y se fue sin mirar atrás, sin un centavo en los bolsillos —se cubrió la boca, encogiéndose.
Joder... Nueve años... ¡Nueve!
—¿Fue por culpa de su padre? —probó él, con los músculos entumecidos por la noticia que estaba escuchando.
—Fue a raíz de una discusión con su padre —lo corrigió, arrugando la frente, de pronto, enfadada—, pero eso colmó el vaso.
—¿Qué pasó? —la interrogó, ávido de respuestas, de comprender...
—Pedro —dijo Alejandro, interrumpiéndolos en el mejor momento—. No sé cuándo nos veremos —tenía la mirada y la nariz enrojecidas.
A Pedro le recordó a Paula cuando esta lloraba. Aquel muchacho era una copia de su mujer, y Gaston, a su vez, de su tío Alejandro.
—Estás invitado siempre que quieras —le aseguró él, revolviéndole los cabellos—. Vente cuando tengas vacaciones, o cualquier fin de semana —y añadió en su oreja—: Tendrás ganas de ponerte al día con tu hermana después de tanto tiempo.
Su cuñado asintió, cabizbajo.
—O podemos ir nosotros a Nueva York —sugirió Pedro con una sonrisa sincera.
—¿De verdad? —se ilusionaron madre e hijo, al unísono.
—Claro.
—¡Gracias, Pedro! —exclamó Ale, abrazándolo con efusividad.
Él lo correspondió, entre risas que compartieron con Juana.
—Espera, Juana —le pidió Pedro antes de solicitar a un camarero papel y bolígrafo.
Escribió la dirección postal del apartamento y también la de la mansión, por si acaso. Además, añadió su número de móvil y el de Paula, dedujo que tampoco lo tenía—. Toma.
Su suegra se escondió la nota en el escote con discreción y Pedro los acompañó al hall, donde varias doncellas les estaban entregando ya los abrigos a Antonio y a Melisa. Catalina, Samuel, Zaira, Mauro y Bruno también se encontraban allí, al igual que su mujer, a quien, al verlo, se le iluminó el rostro y él sintió un pinchazo en el estómago.
—¿Dónde os hospedáis? —se interesó Catalina—. Os invitamos a comer mañana y así charlamos de la boda —tomó de las manos a Juana.
—¡Sí! —gritó Alejandro, emocionado ante la idea.
—Mañana volvemos a Nueva York —contestó el señor Chaves, con su semblante hastiado—. Algunos tenemos que trabajar —miró a su mujer—, otros vaguearán, como siempre —se giró y observó con acritud a Paula, que se acobardó, reculando por instinto—. Me voy sin conocer a mi nieto, ¿sabes qué significa eso, Elizabeth?
Pedro se interpuso entre padre e hija. Ese odioso hombre era casi tan alto y ancho como él. Sus hermanos carraspearon para aligerar la tensión, pero no obtuvieron éxito.
—Estoy hablando con mi hija —masculló su suegro, alzando su prominente mentón.
—Buen viaje, señor Chaves—estiró un brazo en dirección a la puerta.
Antonio y Pedro se dedicaron la peor de las miradas.
—Por favor... —suplicó Juana—. ¿Nos vamos, Antonio?
El mayordomo les abrió al instante. El señor Chaves salió, pero muy despacio, adrede, para aguijonearlo.
—Mamá... —sollozó Paula.
Madre e hija se abrazaron con fuerza, llorando. Alejandro se unió a ellas en iguales condiciones, aunque procuraba esconderlo.
—¡Vámonos ya! —vociferó Antonio desde la calle.
Juana acarició el rostro de su niña y sonrió con una tristeza inmensa.
—Cuidadme a mi princesita —y se fue.
Melisa lanzó un beso a Pedro antes de marcharse también. Él gruñó. Su familia se quedó pasmada ante tal descaro del maniquí.
—Yo... —dijo Paula, retrocediendo hacia las escaleras—. Necesito... Solo un momento...
Pedro acortó la distancia y la tomó de la barbilla.
—El tiempo que quieras, rubia —la besó en la frente.
—Gracias... —pronunció en un hilo de voz, se giró y subió los peldaños corriendo.
Él suspiró sonoramente, contemplándola hasta perderla de vista.
—¡Oh! —chilló su madre, desquiciada—. Juana y Ale son un amor, pero él... ¡Odio a ese hombre! Has hecho muy bien en enfrentarlo, hijo.
—Creo que lo que he hecho ha sido alentarlo —murmuró Pedro, pensativo —. No es un hombre a quien le guste que lo desafíen. Y eso es lo que he hecho más de una vez —respiró hondo con fuerza—. Y la zorra de su hija...
—Esa boca, cariño —lo reprendió Catalina en un acto reflejo.
—¡Y una mierda! —estalló él, haciendo aspavientos—. ¡Es una zorra, joder!
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