domingo, 22 de septiembre de 2019
CAPITULO 44 (PRIMERA HISTORIA)
Media hora después, se encaminaron hacia el hospital. Catalina deseaba asistir a la conferencia, lo que acrecentó los nervios de Pau. Aquella mujer era médico, había ejercido muchos años de cirujana, y era la madre de Pedro; le imponía mucho hablar delante de ella, solo esperaba no trabarse ni aparentar no tener ni idea de lo que hablaba. Quería, no supo por qué, que la señora Alfonso estuviera orgullosa de ella.
Menuda tontería estoy pensando... ¡Si no soy nadie! Céntrate, Paula, céntrate, que tienes demasiados pajaritos en la cabeza...
En cuanto salieron de los ascensores, en la planta de Pediatría, numerosas exclamaciones e infinitos pares de ojos poblaron el lugar. La enfermera Moore se reunió con ellas en la recepción.
—¡Estás guapísima, Pau! —exclamó Rocio, con una sonrisa sincera.
—¡Pau, Pau, Pau! —algunos niños corrieron a su alrededor, los que estaban cerca o en la sala de juegos—. ¡Eres el hada Paula!
—¡No, es Cenicienta! —gritó una niña, tirando de su abrigo y balanceándose sobre sus piececitos.
—¿Ah, sí? —objetó otra—, ¿y dónde está la calabaza?
Paula se agachó, entre risas, y permitió que los pequeños la besaran y la abrazaran.
—Si soy Cenicienta, ¿quién de vosotros es mi príncipe? —quiso saber ella, haciendo pucheros que les arrancaron una carcajada detrás de otra.
—¡Yo seré tu príncipe! —se ofreció voluntario Bruno, apareciendo a su lado, por las escaleras, con la bata y su preciosa sonrisa tranquilizadora.
—¡Yo, también! —se les unió Manuel, sin bata ya por haber terminado su turno.
—Cómo no... —masculló Moore, dedicándole una mirada asesina al mosquetero seductor.
Catalina, Paula y Bruno se rieron abiertamente; Manuel, en cambio, tensó la mandíbula.
—¿No tiene que trabajar, enfermera Moore? —inquirió él, introduciendo las manos en los bolsillos del pantalón de su traje azul marino.
—Sí, porque yo trabajo, no como otros que dedican más tiempo a pasear por el hospital que a cumplir con sus obligaciones —apostilló Rocio—, y mi jefe, gracias a Dios, no es usted —se giró, indignada, y se alejó por el pasillo.
—Tenía que ser rubia, joder... —farfulló Manuel, rojo de cólera.
—Esa boca, querido —su madre se colgó de su brazo—. Creo que invitaré a esa enfermera a la gala. Me ha caído muy bien, te ha puesto en tu sitio sin titubear.
—¡De eso nada! —se negó él, soltándose—. No se te ocurra, mamá. ¡Ni hablar!
—¿Qué significa este jaleo? —pronunció una voz autoritaria que ralentizó la respiración de Paula.
Pedro surgió ante ellos en ese momento.
—¡Ese sí es tu príncipe! —chilló una de las pequeñas, embelesada en el pediatra, como el resto de la población femenina del hospital.
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