miércoles, 6 de noviembre de 2019
CAPITULO 43 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro ya se imaginaba que su mujer tenía algún tipo de trauma con la comida, pero escucharlo de su boca, verla tan frágil mientras se lo contaba, con lo fuerte que era la enfermera Paula Chaves... Ella había creado un escudo a su alrededor antes, incluso, de lo que pudiera recordar, pensó él, convencido.
Paula, en el fondo, todavía era una niña, una niña castigada sin comer...
Y ese momento, aquella conversación supuso un antes y un después para ambos, así lo sintieron los dos.
—¿Cuándo fue la última vez que te ingresaron? —se atrevió a preguntar.
—La última vez que estuve ingresada no fue por anorexia... —confesó ella en un hilo de voz, levantándose para ir a la cuna, donde se agachó y metió los dedos entre los barrotes para acariciar al niño—. Pero, por favor... —suspiró de forma irregular—. No me hagas recordarlo...
Él se reunió con Paula. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Un pinchazo le atravesó las entrañas al observar su palidez y la expresión de terror que le cruzaba el rostro.
Ignoró el dolor que experimentó al verla así y sonrió.
—Lo de la boda ha sido muy rápido —señaló Pedro, cambiando de tema, adrede—, no hemos hablado, en realidad —ambos fruncieron el ceño—. Ni siquiera sé si te gustaría hacer un viaje de luna de miel —se pasó la mano por la cabeza, nervioso, de repente—. Aunque, claro... —los celos surgieron—. Has estado diez meses en Europa, quizás... —se detuvo y se incorporó.
¡Serás gilipollas! Que te haya contado su pasado no cambia la situación.
¡No te ama, entérate de una puta vez! Pero la forma en la que se rindió a mis manos y a mis besos...
Anduvo hasta la ventana. Se cruzó de brazos y contempló las vistas nocturnas del Boston Common.
—¿Tú quieres ir de luna de miel? —quiso saber Paula a su espalda.
Oírla tan cerca lo sobresaltó. Se giró.
—Solo si tú quieres —contestó, con el corazón aprisionado entre cadenas —. Todavía me quedan diez días de vacaciones —se encogió de hombros, fingiendo desinterés.
—Bueno, yo... —titubeó, agachando la cabeza—. No lo había pensado —lo miró—. ¿Adónde iríamos?
—Mis abuelos tienen una casa en Los Hamptons. Podríamos ir allí. Está a unas cuatro horas en coche, más o menos.
Ella se sonrojó y se mordió el labio. Pedro creyó morir en ese momento...
—El año pasado estuviste allí, después de la gala. Me lo dijo Zaira.
Él asintió despacio, ocultando el enfado que le produjo la noticia.
Desde luego, en esta casa no saben cerrar la puta boca...
—Si te sientes más tranquila, puedo decírselo a Mauro —le indicó Pedro —. Todavía le quedan días libres por la boda. Y Zaira nunca ha estado en Los Hamptons.
—¿Más tranquila? —repitió Paula, acortando la distancia mientras contoneaba las caderas sin pretenderlo—. Creo que antes me has tranquilizado tú solito muy bien...
La osadía de aquella mujer al recordar lo que había pasado horas antes, motivo por el que todavía le dolía la monumental erección, lo divirtió y le encantó a partes iguales. Las mujeres siempre lo habían utilizado para convertirse en la amiguita de Pedro Alfonso —así las definía la prensa— y conseguir cenas y regalos durante un brevísimo espacio de tiempo, pero él también las había usado a placer. Las mujeres y Pedro siempre ganaban: ellas, atenciones y él, sexo para desfogarse.
Sin embargo, atrás quedó aquello. Desde que había conocido a la enfermera Chaves, ninguna de sus conquistas lo había satisfecho. Cuando se acostó con Paula en el hotel Liberty supo que había muerto y nacido en otra vida, tanto en su mente como en su corazón. Y ahora que se había convertido en su mujer, y que, además, era la preciosa madre de su hijo, sentía que experimentaba todo por primera vez: un beso, una mirada, una caricia, una sonrisa, un despertar...
Soltó una carcajada. Estaba locamente enamorado de Paula Chaves. Había perdido la cabeza. Sería capaz de besar el suelo por donde ella pisase, aunque esto era otro secreto añadido a su lista.
—Entonces, rubia —abrió las piernas, dejó caer los brazos y sonrió con travesura, percibiendo la excitación en cada poro de su piel—, ¿te he tranquilizado muy bien?
—Sí —apoyó las palmas en su pecho y fue subiendo—, aunque no lo definiría como muy bien, ya sabes que no soy buena con las... palabras.
—Deberíamos dormir... —susurró Pedro, ronco y acelerado por sentir esas manos en su cuerpo, unas manos que lo estaban enajenando.
La deseaba tanto... Pero no era ni el momento, ni el lugar, ni la situación: Gaston estaba despierto, emitiendo ruiditos, y hacía unos minutos que Paula había estado llorando. Quizás, pasar unos días en Los Hamptons les serviría para empezar desde cero entre ellos. Doce días habían transcurrido desde que se habían reencontrado, doce días intensos, muy intensos...
—Por cierto —le dijo él, recordando a Juana Chaves—, tu madre me pidió nuestra dirección. Se la escribí en un papel con nuestros números de teléfono.
—No me llamará —le ofreció la espalda.
—¿Has estado estos nueve años sin saber nada de ninguno? —quiso saber Pedro, colocándose frente a ella—. Es evidente lo mucho que os queréis tu madre y tú. Me resulta extraño que no hayáis mantenido el contacto. O con Ale.
—Tú no sabes nada —escupió Paula, pasando por su lado para meterse en la cama.
Él alzó las cejas.
—Perdona, no he querido...
—¿Sabes qué, Pedro? —lo cortó—. Tú jamás entenderías nada.
—Pues explícamelo para que lo entienda —la miró, enfadado—. Hay algo que falla en la historia, joder.
Se observaron como si se batieran en un duelo.
—Lo que no me has contado —declaró Pedro y la apuntó con el dedo índice — tiene que ver con Melisa, y no me refiero a lo que ya me has contado. Pasó algo gordo por su culpa, ¿a que sí?
Ella, sentada en el borde del colchón, agachó la cabeza.
—Todas las cosas que te he dicho que hacía Melisa —comenzó de nuevo, en voz baja y, ahora, cargada de odio y profundo rencor—, estaban enfocadas a mi madre —suspiró sonoramente para calmarse—. Trabajó de enfermera hasta que se casó con mi padre —se movió hacia atrás, recostó la espalda en el cabecero y se rodeó las piernas flexionadas—. Dejó de trabajar para dedicarse al hogar, aunque tuvieran a Laura. La contrataron como doncella nada más comprar la casa —respiró hondo—. Mi madre enseguida se quedó embarazada de Melisa. Tres años después, nací yo. Y mi hermana pasó a un segundo plano porque mi madre se centró en mí, al ser yo un bebé. Laura se encargó de Melisa a partir de entonces.
—Celos —adivinó sin esfuerzo.
—Mi madre siempre me ha dicho que se enamoró de mí nada más nacer — sonrió con nostalgia—. Decía que tuvo una conexión conmigo, un relámpago, así lo llamaba —se rio con suavidad. Pedro se acomodó en el suelo, a sus pies —: Ese relámpago que nos unía a ella y a mí, por desgracia, lo percibió Melisa, y no se lo tomó bien... —arrugó la frente.
»Y, desde muy pequeña, empezó a destrozar lo que más le gustaba a mi madre: el jardín, los jarrones, las cortinas... Mi madre la regañaba mucho, y mi hermana solo veía que a mí me sonreía y a ella le gritaba. Además — levantó una mano—, Melisa siempre ha sido muy caprichosa. Mi padre la consentía y mi madre, no. Mi hermana se chivaba, decía que la castigaba, cosa que no era cierta porque mi madre jamás nos ha castigado a ninguno de los tres. Al principio, mi padre no la creía, pero, un día, comenzó a hacer caso de las mentiras de Melisa.
—¿Qué cambió? —apoyó las manos en el suelo, a su espalda y estiró las piernas.
—Laura. Eso cambió —rechinó los dientes—. Laura nunca soportó a mi madre. La miraba mal, no la obedecía, a veces la ignoraba, se ponía sus joyas a escondidas... Mi madre la pillaba siempre, pero nunca se lo dijo a mi padre. Cuando mi madre se quedó embarazada de Ale, Laura se volvió más... — entrecerró la mirada, intentando acertar con la palabras.
—¿Envidiosa? —la ayudó Pedro.
—¿Por qué lo dices?
—Bueno —se encogió de hombros—, está bastante claro. Estaba obsesionada con tu padre, quería ser tu madre, por eso se ponía sus joyas o la miraba mal. Si a eso le añades que tu padre solo tenía ojos para Melisa, la niña que ella cuidaba...
—Supongo que sí —suspiró—. Las trastadas de Melisa aumentaron cuando se enteró de que tendríamos un hermanito. Y cuando nació Ale... — sonrió sin humor—. Si conmigo estaba celosa, con un bebé más ni te cuento... —hizo un ademán—. Un día, escuché a Laura decirle a Melisa que me echara las culpas a mí, que hablara con mi padre y le mintiera, de ese modo, me castigarían a mí y mi madre y él se enfadarían.
—Que era lo que buscaba Laura, porque sabía que entre tu madre y tú había un vínculo especial —ladeó la cabeza.
—Exacto —asintió Paula—. Por aquel entonces, Ale tenía cuatro añitos y yo, doce. Fue Laura quien le dijo a mi hermana que se hiciera cardenales para que mi padre la creyera.
—Joder con Laura... —siseó Pedro, incorporándose para sentarse en el borde de la cama.
—Ahí empezaron mis castigos y las discusiones entre mis padres. Mi padre siempre ha sido muy frío con mi madre. No recuerdo que se abrazasen o se besasen nunca —arqueó las cejas un instante—. El caso es que, cuando Melisa descubrió que mi madre me daba de comer dulces a escondidas, se convirtió en su sombra. La vigilaba en cuanto llegaba de la escuela y, luego, entre ella y Laura le daban el parte a mi padre. Eso continuó incluso cuando Melisa entró en la universidad —se detuvo, de pronto, sonrojada.
—¿Qué pasa? —se preocupó él, tomándola de una mano.
—Yo... —tragó saliva—. Con quince años, me enamoré por primera vez...
Pedro dio un respingo ante la confesión.
—Era un amigo de mi hermana —prosiguió ella en un hilo de voz—. Se llamaba Diego. Él no me hacía ni caso porque solo tenía ojos para Melisa,
pero... —suspiró temblorosa—. Un par de años después, mi hermana se enteró de que me gustaba y, un día, me invitó a una de sus fiestas universitarias en una fraternidad. Me dijo que Diego me correspondía.
Él se tensó.
—Mi padre me dejó ir porque mi hermana lo convenció —Paula se soltó de Pedro y se abrazó las piernas por instinto—. Se suponía que estaríamos un par de horas y, luego, Melisa me acompañaría a casa, pero no fue así. Un rato después de llegar, mi hermana me pidió que la esperara en una habitación porque necesitaba contarme algo muy importante —las lágrimas bañaron su compungido rostro—. Pero quien estaba en la habitación no era ella, sino Diego. Estaba borracho, aunque yo no me di cuenta —se limpió las mejillas con los dedos, pero de nada sirvió porque el llanto silencioso persistía. Su voz se rompió—. Empezó a decirme cosas bonitas... Que yo era muy guapa, que le gustaba desde que me conoció...
»Y me besó. Yo me asusté. Era mi primer beso y no sabía cómo hacerlo... —se rodeó a sí misma—. Un beso llevó a otro y... Perdí mi virginidad. Me dolió muchísimo... Pero yo era tan idiota que no lo frené. Quería tanto a Diego que no me importó nada que no fuera él —frunció el ceño—. Cuando terminó, fui más idiota aún y le confesé mis sentimientos. Y Diego se rio en mi cara. Me dijo que yo era una frígida y una sosa, que él había tenido que cerrar los ojos e imaginarse a otra para... —carraspeó—. Pero eso no fue lo peor... —sufrió un escalofrío—. Melisa salió del armario con el móvil en la
mano. Lo había grabado todo.
Pedro enmudeció.
—Así me quedé yo —asintió despacio Paula, contemplándolo con una inmensa tristeza—. Te imaginarás el resto...
—¿Se lo contó a tu padre?
—Me exigió alejarme de mi madre, si no, le enseñaría el video a mi padre —apretó la mandíbula, dolida y furiosa—. Un mes y medio después, aborté sin saber siquiera que estaba embarazada. Me desmayé en el instituto. Cuando abrí los ojos, estaba en el hospital con mi madre. La directora la había telefoneado. Mi padre estaba trabajando y no se enteró —se calló un interminable minuto—. Le conté todo a mi madre, todo... ¿Sabes qué hizo ella? —sonrió con los ojos inundados en lágrimas—. Me abrazó y me prometió que jamás se alejaría de mí, que por mucho mal que pretendieran causarnos, siempre estaríamos juntas —inhaló aire con fuerza.
»Entonces, Melisa se fijó en que mi madre y yo estábamos más unidas que nunca. Y en el cumpleaños de Ale, al que asistió toda mi familia —enfatizó adrede con una mueca—, mi hermana cogió el proyector de mi padre y lo encendió en el salón. Pensamos que era un video especial para Ale —se encogió de hombros y echó hacia atrás la cabeza. Cerró los ojos—. Éramos Diego y yo... —hizo una larga pausa, sin variar la postura ni alzar los párpados—. Mi padre apagó el proyector enseguida, se acercó a mí y me abofeteó. Pero yo ya no pude seguir callada... —suspiró por enésima vez, como si expulsase años y años de represión—. Le grité lo mucho que lo odiaba. Le grité lo del aborto. Le grité lo frío que era con mi madre. Le grité a todo el mundo lo mal que se portaba con mi madre y conmigo. Y él, para
variar —ironizó, observando a Pedro con rabia—, defendió a Melisa. Llené una maleta y me fui.
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