miércoles, 6 de noviembre de 2019

CAPITULO 45 (SEGUNDA HISTORIA)





—¡Joder! —bramó él, poseído por el placer, deteniendo el beso de golpe, estrujándole el trasero con saña, apretándose contra Paula.


—Pedro... —gimió ella, desplomándose sobre su pecho.


Dios mío... Pero ¿qué acaba de pasar?


—¡Joder! —repitió Pedro, respirando tan agitado como ella—. ¡Joder, joder, joder! —la levantó sin esfuerzo, pero con brusquedad.


Paula parpadeó confusa, todavía aturdida. Él se encerró en el baño. Y el niño se echó a llorar por el ruido. Ella tomó una gran bocanada de aire y la soltó sonoramente. Se incorporó y se acercó a la cuna. Sus piernas vibraban tanto que temió coger al bebé por si se le caía, así que le acarició la carita y le colocó el chupete. Gaston, enseguida, se durmió otra vez.


Pedro salió del servicio con una toalla anudada a las caderas y con el semblante cruzado.


—¿Qué te pasa? —se preocupó Paula.


Él gruñó y se metió en el vestidor. Ella esperó sentada en el borde de la cama. A los pocos segundos, lo vio aparecer con un nuevo pantalón de pijama puesto.


Pedro...


—¡Duérmete, joder!


Aquello la sobresaltó.


—¿Se puede saber por qué me hablas así? —inquirió Paula, enfadada y dolida por su contestación.


—Métete en la cama —le ordenó, tensando la mandíbula.


—No —se cruzó de brazos—, hasta que no me digas lo que te pasa. ¿Por qué estás tan...?


—¡Que te duermas, joder! —la interrumpió y se tumbó en la cama, de espaldas a ella, farfullando tacos, su especialidad.


Paula obedeció, desorientada por tal reacción. 


El sol asomaba ya en el horizonte, poco iban a dormir. No obstante, nada más recostar la cabeza, se dejó atrapar por el sueño.


Cuando abrió los ojos, se encontró sola en la habitación. Se colocó la bata larga a juego con el camisón y se encaminó a la cocina para prepararse un café.— Buenos días, dormilona —la saludó Zaira desde el salón.


El perro corrió hacia Paula. Le rascó las orejas, encantada por su recibimiento.


—Hola —le dijo a su amiga—. Últimamente, se me pegan las sábanas. Es la cama. En eso aplaudo a Pedro. El colchón es magnífico —se vertió café en una taza y se reunió con Zai en el sofá—. ¿Dónde están?


—Mauro y Pedro se han ido con los niños al supermercado.


—¿De verdad? —se asombró—. ¿Pedro sabe comprar?


Las dos se rieron.


—Mauro lo ha obligado —le aclaró Zaira con una sonrisa traviesa—. Te estaba esperando para que me lo explicaras.


—¿El qué? —dio un sorbo al líquido humeante.


Pedro estaba enfadado. ¿Habéis discutido?


El rostro de Paula se chamuscó.


—No, pero...


—¿Pero? —la instó Zai, posando una mano en su pierna—. ¿Qué ha pasado?


—Si te digo la verdad... —desistió y suspiró, derrotada—. No tengo ni idea. Anoche él y yo... —carraspeó y desvió la mirada.


—¡Ay, madre mía! —exclamó, tapándose la boca—. ¡Lo sabía! —se levantó de un salto—. ¡Estáis juntos!


—¡No! —tiró de su brazo para que se sentara de nuevo—. Bueno, no lo sé... —dejó la taza en la mesa de cristal y se derrumbó en el sillón—. Ayer... —chasqueó la lengua—. Digamos que ayer... intimamos, ¿vale?


—Vale —asintió despacio.


—Dos veces...


—¡Dos veces! —desorbitó sus ojos de color turquesa


—Baja la voz —la regañó ella—, no quiero que entren y Pedro me escuche.


—De acuerdo, perdona. Continúa —cruzó las piernas debajo del trasero.


—Ayer, en casa de sus padres, pues... Me di un baño cuando me desperté y, al salir de la bañera, vi a Pedro mirándome desde la puerta —sus mejillas estaban sufriendo un incendio de dimensiones épicas. Se tiró de la oreja izquierda—. Nos besamos y... Él me... me acarició, ¿vale?


Su amiga sonrió.


—Y esta madrugada, pues... Pasó lo mismo, pero de otra manera.


—No te entiendo, Paula —frunció el ceño.


—Intimamos con ropa, ¿lo entiendes ahora? —arqueó las cejas.


—Intimasteis con... ¡Oh! —emitió su amiga, con asombro.


—Sí y, de repente, él se enfadó y se encerró en el baño. Luego, me gritó que me metiera en la cama y me durmiera. Así que no entiendo nada —dejó caer los hombros—. Llegamos hasta el final, aunque con la ropa puesta — respiró hondo—. No sé... —agachó la cabeza—. La sensación que tengo es que, como me odia, no le gustó llegar al final conmigo.


De repente, Zaira estalló en carcajadas que la doblaron por la mitad. Paula la miró como si se hubiera vuelto loca.


Pedro no te odia, aunque no queráis verlo ninguno de los dos. ¿Cómo puede ser que tú no sepas lo que le pasa? —le preguntó su amiga, asombrada —. Creía que tenías experiencia en este tema.


—No —confesó en voz baja, hundiéndose cada vez más en el sofá—. En realidad, Pedro es el segundo hombre con el que me he acostado en mi vida. Y le separa ocho años del primero.


—Bueno... —dudó un segundo—. Pues, a ver —arrugó los labios—. Pues que anoche tú y Pedro, los dos... —juntó las manos—. Ya sabes.


—Sí, claro que lo sé, se manchó los pantalones. Espera... —se incorporó, alucinada—. ¿Por eso se enfadó? ¡Menuda bobada! —volvió a sentarse.


Pedro perdió el control —se encogió de hombros—, y con los pantalones puestos, tengo entendido que eso es humillante para algunos tíos —ladeó la cabeza, sonriendo—. Parece mentira que no sepas cómo es Pedro. Por mucho que aparente que todo es diversión y juerga, es un hombre que necesita tenerlo todo controlado y planeado al milímetro. No le gustan las rubias, pero la única rubia con la que se ha liado, ha tenido un hijo de penalti y, encima, se ha casado deprisa y corriendo, es la única mujer capaz de descontrolarlo — adoptó una expresión de gravedad—. Paula, vivo con Pedro desde que me atropellaron —la tomó de la mano—. Y la primera vez que lo he visto pestañear en los últimos diez meses fue en mi boda.


—¿Y tú cómo sabes todo esto de perder el control con los pantalones puestos, Zai? —quiso saber Paula, desviando el tema de una conversación que no se sentía preparada para afrontar—. ¿Tanto has aprendido en estos diez meses que he estado fuera? Se te olvidó contarme estas cosas en nuestros emails, ¿eh?


—Bueno... —se mordió el labio inferior, tan colorada como sus cabellos sueltos—. Digamos que tengo al mejor profesor.


Sonrieron.


—Entonces —insistió Zaira—, ¿entre tú y Pedro...?


—Ayer me preguntó si quería que fuéramos a Los Hamptons como una especie de luna de miel —sonrió, recordando la intensa noche—. Dijo que tú no habías estado y que podíamos irnos los cuatro.


—¡Qué bien! —chilló, de repente, eufórica, abrazándola por el cuello—. ¡Nos apuntamos!


—¿Adónde? —pronunció la voz de Mauro.


Los dos hermanos Alfonso, con los bebés, acababan de entrar en el ático.


—¡A Los Hamptons! —gritó de nuevo Zaira, brincando en el sofá.


Paula se acercó a Pedro con la timidez invadiéndola a pasos agigantados.


Los pómulos de él se tiñeron de rubor.


—Hola, Bella Durmiente —le susurró su marido, serio.


El apodo le encantó y le sonrió.


—Es culpa de tu cama, es maravillosa —declaró ella con sinceridad, cogiendo al niño en sus brazos, y tan agitada que le extrañó que ninguno escuchara el potente latir de su corazón.


—Nuestra cama —la corrigió en un tono persuasivamente áspero.


Zaira y Mauro se encerraron en su cuarto con la niña.


—¿Sigues enfadado? —se preocupó Paula, haciendo arrumacos a Gaston, que reía con dicha—. No te avergüences —se ruborizó—. A mí no me importa.


—Ya, pero a mí sí —gruñó, aunque la rodeó desde atrás, con cuidado de no aplastar al niño—. Lo de anoche será nuestro secreto, rubia.


Paula se puso tensa.


—Joder... —volvió a gruñir él al percatarse de su nerviosismo—. Se lo has contado a Zaira, ¿verdad?


Ella no respondió...


—¡Joder! —rugió Pedro y se dirigió a la habitación. Se detuvo frente al ventanal.


—Perdóname, Pedro —lo siguió y tumbó al bebé en la cuna—, es que... — se tiró de la oreja izquierda—. Yo no entendía lo que te pasaba y... Lo siento... —dejó caer los hombros—. No diré nada más a nadie de ti.


—No es eso —se colocó frente a Paula y la tomó de las manos—. Es que... —respiró hondo de forma sonora y fuerte—. Desde el principio, desde que llegaste —la miró con fijeza y gravedad—, todos han opinado, todos han criticado, todos han decidido —enumeró con los dedos—. Y no quiero que interfieran más porque... —suspiró y retrocedió. Se pasó las manos por la cabeza—. Me da la sensación de que todo lo que has hecho conmigo desde que llegaste ha sido por influencia de los demás. Nos casamos porque lo dijeron mis padres, vives aquí desde la primera noche porque también lo
dijeron mis padres, si nos hemos besado por la calle ha sido para acallar a los demás, porque también dirigen nuestra relación —chasqueó la lengua y se calló, frustrado.


Pedro, yo... —avanzó y lo observó con valentía, a pesar de que su interior estaba atemorizado—. Nunca he fingido contigo, ni siquiera en un beso.


—Yo, tampoco, y por eso no quiero que nadie se entere de lo que pasa entre tú y yo de verdad. Lo que sea que tengamos será solo nuestro, de nadie más —acortó la distancia, obligándola a alzar la barbilla.




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