miércoles, 6 de noviembre de 2019
CAPITULO 42 (SEGUNDA HISTORIA)
Él la estrechó, sentándola de nuevo en su regazo, y comenzó a acariciarle la espalda.
—En el banquete, cuando te escondiste en el baño, Zaira me llamó porque estaba preocupada por ti. Cuando llegué, estabas como ida... Te pregunté si querías comer algo y me dijiste, muerta de miedo, si ya podías comer — suspiró—. ¿Tu padre te prohibía comer?
Ella levantó la cabeza. Las lágrimas se detuvieron de golpe.
—Me castigaba —lo corrigió en voz baja—. Melisa siempre hacía lo que quería: destrozaba el jardín, rompía jarrones, echaba jabón líquido en las escaleras, pintaba las paredes con rotulador, recortaba figuras en las cortinas, ponía chicles en las almohadas... Y todas las diabluras que se te puedan pasar por la cabeza —inhaló aire y lo expulsó lentamente—. Lo hacía cuando mi padre estaba a punto de llegar a casa del trabajo. Y, en cuanto él cruzaba la puerta, Melisa se echaba a llorar y gritaba que había sido yo, que ella había intentado pararme, pero que yo la había pegado —lo observó con fijeza—. También se hacía heridas para dar veracidad a sus acusaciones.
—Joder... —bufó—. ¿Cuántos años tenía cuando hacía esas cosas?
—Nunca dejó de hacerlas.
Pedro se quedó rígido unos segundos.
—¿Y cómo reaccionaba tu padre?
—Me castigaba sin cenar —contestó Paula con tranquilidad. Estar en sus brazos la inundaba de paz—. Eso, al principio. Luego, los castigos empeoraron.
—¿Qué quieres decir? —arrugó la frente.
—Siempre me ha gustado mucho el dulce —jugueteó con el bajo del camisón—. En mi casa, nunca se comía porque mi padre era, y es, un tiquismiquis con las grasas y los azúcares. Nos pesaba cada dos semanas desde muy pequeñas, según él, para educarnos en la salud —hizo un aspaviento con la mano—. Pero, una de esas noches que me castigó, mi madre se coló por la ventana de mi habitación y me trajo pastelitos de crema.
—Tus favoritos —sonrió.
—Sí —asintió, devolviéndole el gesto—. Y, como todos los días me iba a la cama sin cenar por culpa de Melisa, a partir de esa noche, mi madre me daba comida por la ventana. Siempre eran dulces —soltó una risita nostálgica —. La siguiente vez que mi padre me pesó, se enfadó porque había engordado medio kilo. Para él, eso era muchísimo, aunque estuviera en edad de crecimiento.
—¿Cuántos años tenías?
—Doce —respiró hondo y continuó—. Pero mi madre siguió alimentándome a escondidas durante meses. Yo seguía engordando, claro. Y Melisa nos pilló —sonrió sin humor—. Mi padre decidió castigar también a mi madre, no solo a mí.
—¿Qué coño...? —abrió mucho los ojos y la boca.
—Sí. La encerraba en su habitación con llave el tiempo que yo estuviera castigada. Teníamos una doncella interna, Laura —le sobrevino un temblor al recordar a la sirvienta—. Laura se encargaba de que las órdenes de mi padre se cumplieran a rajatabla. Y dejó de darme de comer.
—¿Quién?
—Laura —sintió que sus músculos se fragmentaban—. Y comenzaron mis desmayos... —suspiró, trémula—. Sufrí anorexia con catorce años, la primera vez de muchas.
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