miércoles, 6 de noviembre de 2019

CAPITULO 44 (SEGUNDA HISTORIA)



Se contemplaron sin pestañear hasta que Paula rompió a llorar de manera desconsolada, lanzándose a sus brazos, que la envolvieron de inmediato. Él se estremeció y se enfureció. Tuvo que reprimir las acuciantes ganas que tenía de golpear a su suegro en ese preciso momento. 


Acunó a su esposa con toda la ternura que pudo demostrar. Le deshizo el moño y le peinó los cabellos con los dedos.


—Mi rubia... —susurró Pedro con el corazón en suspenso.


—Nunca... se lo he contado... a nadie... —confesó ella más calmada, aunque aún respirando con dificultad por el hipo.


—Será nuestro secreto.


—Sí... —exhaló aire—. Nuestro secreto...


—¿Adónde fuiste? —le preguntó él, sin detener las caricias.


—A casa de una amiga de mi madre —sorbió la nariz. No se movió, permaneció aferrada a él—. Llamé a mi madre para decirle dónde estaba y vino a verme al día siguiente. Me trajo dinero y comida y me pidió que me marchara a Boston, que allí podría estudiar lo que yo quería: Enfermería. Melisa la había seguido y nos descubrió. Me quitó el dinero y me exigió que volviera a casa. Yo me negué, salí corriendo con la maleta y me metí en el metro. Fui a la estación de autobuses y me compré un billete.


—A Boston.


—Sí —respondió ella en un susurro—. Llegué al día siguiente. Me recorrí todos los restaurantes y bares de la ciudad para encontrar un trabajo. No tenía dinero para pagar la universidad, ni siquiera para vivir —se tumbaron abrazados en la cama—. Un italiano se apiadó de mí, me contrató como friegaplatos en su restaurante y dejó que durmiera en su sofá hasta que ganara mi primer sueldo y pudiera pagarme un alquiler. La casa estaba encima del restaurante, en North End —se rio—. No te imaginas lo mal que lo pasé... ¡La primera semana, vomitaba cada vez que limpiaba un plato! —meneó la cabeza, divertida—. A los dos meses, me ascendió a camarera y encontré un apartamento pequeño, pero muy bonito, en el mismo barrio —sonrió con dulzura—. Cuando cumplí veinte años, me matriculé en la universidad — frunció el ceño—. Fue duro estudiar y trabajar a la vez, pero mereció la pena.


—¿Tu madre nunca se puso en contacto contigo?


—No. Tiré mi teléfono antes de subirme al autobús —recostó la cabeza en su pecho y le dibujó figuras con las yemas de los dedos de forma distraída—. Cuando me compré uno, telefoneé muchas veces a mi casa, pero siempre respondía Laura, así que colgaba. Y sé que mi madre se mantuvo alejada por miedo a que mi padre descubriera dónde estaba yo. La eché tanto de menos... —se le quebró la voz—. Supongo que se enteraron de la boda y del niño por la prensa. Y ahora...


—No permitiré que te pase nada malo —le prometió Pedro con solemnidad —, ni a ti ni a Gaston. Jamás. Y si tu padre o Melisa lo intentan... —se levantó hasta sentarse y apretó los puños—. No respondo de mis actos, ¿entiendes, rubia?


Paula sonrió, se incorporó y se sentó a horcajadas sobre Pedrosorprendiéndolo y excitándolo sin remedio.


—Lo entiendo, soldado —le enroscó los brazos al cuello—. Pedro... — titubeó y se mordió el labio inferior—. Yo no... —se ruborizó.


Él se inquietó.


Por favor, que no me cuente más desgracias... Por favor... ¡Bastante ha sufrido ya, joder!


—Después de Diego—dijo ella, incorporándose—, yo nunca... Nunca me... ¡Ay, Dios! —exclamó, de pronto, frotándose la cara—. Olvídalo —se giró y se tumbó de nuevo, escondiendo el rostro en los almohadones.


Pedro, que lo había entendido, se quedó boquiabierto.


—Por favor... —le rogó él—, dime que entre Diego y yo hubo alguien más...


Paula no respondió...


—¡Joder! —caminó por la habitación sin rumbo—. ¡Cómo no me lo dijiste! —gesticuló como un histérico—. ¡Te hice daño, joder! ¡Fui un bruto! —se pasó las manos por la cabeza, desquiciado.


Pedro —se aproximó y lo agarró del brazo—. No te preocupes, yo estaba... —sus mejillas ardieron—. Yo quise que fueras un bruto.


—No me extraña que salieras huyendo a Europa sin contarme lo de Gaston... —declaró, enfadado consigo mismo. Retrocedió un par de pasos. No se merecía tocarla. ¡Había sido un animal!—. Lo siento... De verdad que lo siento... Aunque no signifique nada porque pasó hace más de un año, perdóname...


—¡No! —negó, tajante, con la cabeza—. No se te ocurra, Pedro—lo apuntó con dedo—. ¿Te arrepientes? —la incertidumbre se reflejó en su cara.


Pedro masculló unos cuantos tacos, acortó la distancia y le sujetó la nuca con fuerza, conteniéndose unos segundos porque, si no, hubiera gritado que la amaba, despertando a su familia y, sobre todo, ridiculizándose...


Paciencia... ¡Y una mierda, paciencia! ¡Esto es una jodida condena!


A ella se le cortó el aliento. Entonces, él cerró los ojos y la besó. Al principio, Paula no reaccionó, pero, a los pocos segundos, se alzó de puntillas y se pegó a su cuerpo lentamente. Pedro jadeó. ¿Dónde estaba el famoso libertino Pedro Alfonso? ¿Por qué no sabía actuar con aquella mujer? ¡Era ella quien lo seducía!


Se cataron sin prisas. Se succionaron los labios con una increíble sensualidad, compenetrados, como si llevaran toda la vida besándose, disfrutando de cada instante, sin querer separarse y transmitiendo esa electricidad especial que los atraía de un modo alucinante.


¡Contrólate, campeón! Ha pasado por mucho, no seas el gilipollas que se aprovecha de ella en una situación así, no seas el Pedro Alfonso del pasado.


No.


Te esperaré, rubia... Lo que necesites... Será especial. Y será nuestro secreto...


Pero Paula introdujo la lengua en su boca con pequeñas embestidas, incitándolo al desequilibrio y desbaratando su control. Él estaba desesperado... Dirigió las manos por su espalda a su trasero, hundió los dedos y gruñó, por la impresión de apreciar la redondez de sus nalgas respingonas que imploraban ser examinadas con firme detenimiento, y eso sin despegarse de sus labios, tan celestiales como su belleza.


Ella gimió... Su dulce niña con caparazón de mujer gimió en su boca... Pedro se mareó al escucharla, se le doblaron las rodillas y trastabilló con sus propios pies hasta caer en la cama con Paula sobre él.


Pero no se frenaron. No. Ella se subió el camisón para poder acomodarse a horcajadas en su regazo. Y tal gesto lo consumió por completo.


No puedo parar... Ya no.


Pedro rugió, le aplastó el trasero por encima de las braguitas de seda y la instó a frotarse contra su erección. La sensación fue tan intensa que se le nubló la razón... En su mente, aparecieron imágenes de Paula desnuda. Recordó sus generosos, rosados y erectos senos... Recordó su calidez, su entrega y su recepción... Recordó el momento exacto en que ella había exhalado el suspiro agónico del éxtasis apenas unas horas antes... Recordó...


El beso se tornó salvaje. Ambos jadearon, engulléndose la boca, mientras chocaban las caderas a la par... ¡Ella se movía demasiado bien! Pedro iba a hacer el mayor ridículo de su vida, pero no podía parar. Y Paula se mecía buscando su goce, alentada por la presión que él ejercía en su intimidad.


Y cuando ella gritó en su boca... Pedro Alfonso se perdió.




No hay comentarios:

Publicar un comentario