lunes, 11 de noviembre de 2019
CAPITULO 59 (SEGUNDA HISTORIA)
El alba asomaba en el horizonte y Pedro todavía no se había dormido. Llevaba horas velando el sueño de su mujer. Estaban tumbados en la cama. Ella, de perfil frente a él, respiraba de manera pausada, con los labios entreabiertos y los ojos cerrados. Tenía las manos debajo de su mejilla sana; la otra, mostraba una pequeña hinchazón rojiza cerca de la comisura de la boca.
La noche anterior, Zaira había acudido a los hermanos Alfonso, sofocada y asustada, para contarles lo que estaba ocurriendo en el baño del club. Pedro no había perdido un solo segundo. Cuando su cuñada le había señalado con la mano el pasillo donde estaba Paula, una rabia inhumana lo había cegado al ver a un hombre golpearla... Lo agarró justo a tiempo de evitar un mal mayor. Y se cebó con él, le devolvió el bofetón sin medida ni control, solo deseaba matarlo. Jamás se había sentido así y nunca había experimentado tanto miedo.
Si ella no lo hubiera detenido, seguramente el apestoso gusano estaría en coma, o peor, aunque se alegró de que fuese a pasar unos días en el hospital.
Le había roto varias costillas, la nariz, el pómulo y algo más, además de noquearlo. Se lo merecía.
Paula no se había separado de Evan desde que se habían abrazado en aquel oscuro pasillo. Mauro no había bebido alcohol, por lo que había conducido de vuelta a Los Hamptons. Su mujer se había acomodado en su regazo, en el coche, y se había dormido antes de llegar a la mansión.
Él la había cargado hasta la cama, la había despojado de la ropa para vestirla con el largo camisón de seda marfil y la había resguardado con el edredón. A continuación, se había desnudado y, en calzoncillos, se había tumbado a su lado sin apartar los ojos de ella.
—P... —murmuró Paula en sueños, acercándose a él—. Mi... Te... P... — apoyó la cabeza en el hombro de Pedro.
Él sonrió. En verdad, era la Bella Durmiente.
Podía estallar una guerra, que aquella niña con caparazón de mujer continuaría durmiendo a pierna suelta. La envolvió entre sus brazos, bajó los párpados y la besó en el pelo. Y ya no los abrió.
Cuando se despertó, se encontró desarropado y solo en el lecho. Estaba anocheciendo. Se incorporó y caminó hacia el baño. La luz se filtraba a través del hueco de la puerta entornada. Empujó y descubrió a Paula observando su reflejo en el espejo, rozándose el cardenal con los dedos. Tenía los cabellos sueltos y en desorden y su rostro angelical poseía huellas de las sábanas.
—Ay... —se quejó ella, dando un respingo.
—Hay que aplicarte una pomada —le dijo Pedro, con la voz ronca por el sueño y por lo sexy que estaba. Se acercó y la tomó de la barbilla con delicadeza. Examinó la herida. Frunció el ceño—. Siento mucho no haber llegado antes. A partir de ahora, te acompañaré a cualquier parte.
Paula se rio, pero se lastimó de nuevo. Él le retiró los mechones de la cara, acunándola, se inclinó, cerró los ojos y depositó un suave beso en la herida.
Ella exhaló un suspiro entrecortado y se sujetó a sus hombros. Pedro se agachó y la cogió en vilo. Su corazón hacía rato que se había precipitado a las alturas.
La sentó en la cama.
—Voy a prepararte un baño. Te sentará bien —la besó en la frente y volvió al servicio. Cuando realizó la tarea, apagó el grifo—. Ya está, rubia.
Ella se reunió con él, ruborizada y sonriendo con timidez. Entonces, se agarró el bajo del camisón y lo subió hasta sacárselo por la cabeza.
—Joder... —jadeó él—. Será mejor que... que... que...
Mejor no hables.
Estaba completamente desnuda...
—¿Me ayudas? —le pidió Paula, extendiendo una mano.
Pedro no reaccionó, sino que la contempló, cautivado, con la garganta seca, los ojos desorbitados y la mandíbula desencajada.
¡¿Es que con esta mujer no sé hacer otra cosa que el ridículo?!
—Soldado, ¿me ayudas? —repitió.
Él parpadeó y obedeció. La metió en la bañera como un autómata.
—¿Entras conmigo? —le preguntó ella, abrazándose las piernas.
Pedro asintió despacio, se quitó los boxer y se situó a su espalda, estirando las piernas a ambos lados de su exquisito cuerpo, agradeciendo, en silencio, el poco espacio existente.
Masoquista... No tienes remedio, campeón.
Paula se roció la espalda con agua y comenzó a enjabonarse. Él, deslumbrado por su belleza, su luz, sus curvas, incluso por las gotas que fluían en su piel tan clara, cogió el gel, se vertió un poco en las manos y la masajeó desde la nuca hasta el inicio de las nalgas. Ella se relajó de inmediato, recostó la cabeza en las rodillas, bajó los párpados y gimió.
A Pedro le hormigueaban las manos. Era tan tierna, tan sensible a su tacto...
Se inclinó y la besó en el cuello. Pretendía darle un beso casto, nada más, pero la mandarina lo trastornó. Deslizó las manos por sus costados, erizando la piel de ambos. Siguió por su tripa, delineando su ombligo y ascendió hacia sus pechos.
—Rubia...
Te perdiste... Ya no hay marcha atrás. ¡Hasta el final!
Ella se deshizo por las caricias... Él la instó a que se reclinara en su cuerpo. Y se encargó de idolatrar sus espléndidos y erguidos senos, que sobresalían de sus manos.
Esta mujer es impresionante... ¿Cómo he podido aguantar tanto? Es un milagro que siga entero...
Paula escondió el rostro en su clavícula y empezó a besarlo con la punta de la lengua, hacia la oreja. Lo mordió y lo chupó, emitiendo ruiditos de deleite.
Pedro gruñó y le aplastó los pechos, los pellizcó también con los dedos, provocando un incremento considerable en las pulsaciones de ambos. Estaban tan pegados que notaba los latidos de su corazón, tan indómito como el suyo...
Ella se arqueó, estimulando su erección sin pretenderlo, que se hallaba presa entre esas jugosas nalgas que se frotaban contra él.
—Bésame, por favor... —le suplicó ella en un hilo de voz.
Él la miró un eterno momento con las manos aún en sus senos. Tiró de ellos con ardiente crueldad y su mujer gritó de placer... Los ojos de Pedro relampaguearon. La levantó para girarla y colocarla a horcajadas. Y la besó con abandono.
—Ay... —se quejó Paula, deteniéndose de golpe y palpándose la hinchazón.
—Perdona... —estaba desorientado—. Lo... Lo siento... Debería salir de aquí, yo...
—¡No! —lo sostuvo por la nuca—. No te vayas... —le mimó el rostro—. Ámame, soldado... Solo... ámame... por favor...
Ya te amo, rubia, ya te amo...
El sonrojo de ella taladró su alma. Acunó su cara entre las manos y la atrajo hacia él. La besó con todo el cuidado que su agitación le concedió para no dañarla. La dulzura de sus labios lo desarmó. Se contuvo con un esfuerzo sobrehumano para no poseerla de una maldita vez y saciar su apetito, aunque Paula respondía con la misma necesidad que escondía Pedro. La abrazó por las caderas y la guio a que lo cabalgara, buscando el goce de los dos. Quizás, si él culminaba antes con el mero roce de sus cuerpos, su avariciosa lujuria se atenuaría y podría actuar con la ternura que ella se merecía, porque, en ese momento, se sentía un animal...
Sin embargo, su mujer tenía otros planes bien distintos... Trazó sus pectorales con las uñas, azorándolo... Arañó su abdomen, silueteando los músculos, que se contrajeron de manera involuntaria, robándole el aire...
Dibujó sus ingles... Paró y se incorporó de rodillas sobre la bañera. Lo observó un instante con sus exóticos ojos entornados, vidriosos por el indiscutible deseo que la invadía, resplandecientes... y tal expresión de sopor que él rugió, consumido por el mismo deseo y el inefable amor que la profesaba. Y lo acarició...
—Rubia... —gimió Pedro—. Joder...
Se mordió la lengua, notando rápidamente el sabor metálico de la sangre.
Echó hacia atrás la cabeza un instante, sin resuello, pero se obligó a mantener los ojos abiertos ante la escena: una criatura divina de belleza etérea y cuerpo enloquecedor, con los desordenados y mojados cabellos pegados a sus hombros... con los preciosos senos balanceándose... reverenciando su erección de forma insólitamente candente...
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