domingo, 10 de noviembre de 2019
CAPITULO 58 (SEGUNDA HISTORIA)
Cenaron marisco en un bonito restaurante de estilo naviero cercano a la bahía. Se rieron, bromearon y charlaron contando anécdotas de sus vidas y sus trabajos. El lugar estaba atestado de gente. Había varios grupos de mujeres que aleteaban las pestañas y se insinuaban con gestos a los hermanos Alfonso;
Pedro, ganaba la medalla de oro, aunque Mauro no se quedaba atrás, pero ellos solo tenían ojos para sus mujeres.
Paula y su marido apenas se tocaron. Habían cambiado. La sinceridad de los mensajes parecía haberlos enmudecido. Y no solo ella estaba ruborizada casi todo el tiempo, sino que él también se sonrojaba cuando se rozaban las manos o las piernas.
Después, decidieron beber unas copas en un club de moda. Pedro conocía los bares y las discotecas del este de Long Island porque era quien más visitaba Los Hamptons. Nada más llegar a la puerta del club, un aparcacoches se encargó del BMW. Una gran cola de personas que deseaban entrar se perdía en la esquina de la calle.
—¡Pedro Alfonso! —dijo un hombre joven, atractivo, alto y trajeado, desde la puerta—. Ha pasado un año, tío. Ya creía que te habías olvidado de nosotros.
Subieron el primer tramo de escaleras. Pedro estrechó la mano del desconocido.
—¿Qué tal, Hawks? —lo saludó.
—Enhorabuena por la boda, lo vi en la prensa —le obsequió Hawks, con sus curiosos ojos azules fijos en Paula y una sonrisa jugueteando en sus labios finos—. La señora Alfonso, supongo —le tendió la mano—. Soy Ethan Hawks. Es un verdadero placer.
—Soy Paula —se la apretó, sonriendo.
—En realidad, hay otra señora Alfonso, mi cuñada, Zaira —le explicó Pedro.
Tras las presentaciones, Hawks los guio por una cortina de terciopelo.
Atravesaron la gran pista de baile, subieron cuatro escalones y entraron en la zona VIP, llena de apartados con sofás en forma de U invertida, una mesa en el centro donde se colocaban las bebidas y una cortina blanca que permitía intimidad, aunque se podían vislumbrar las sombras de los que bailaban.
Hawks llamó a una camarera vestida de negro, con los rubios cabellos recogidos en un moño alto. No había hombres trabajando, excepto los guardias de seguridad. Ordenó que les sirvieran a cuenta de la casa durante toda la noche.
—Ethan es el dueño —le susurró Pedro a Paula en la oreja para que lo escuchara, la música estaba muy alta—. ¿Me permites? —le preguntó, galante, sujetándole la chaqueta desde atrás.
Ella asintió y él le quitó la prenda.
—Joder, rubia... ¿Qué llevas puesto? Estás...
Antes de que Paula se diera la vuelta, sintió la caricia de un dedo desde su nuca hasta el final del escote de la blusa. Se le erizó la piel y ahogó un gemido. Se giró. Pedro le rodeó los hombros con un brazo.
—Vamos a bailar —informó él a los presentes, antes de arrastrarla consigo.
Se detuvieron en el centro de la pista, la soltó para cogerla de la mano, girarla y pegarla a su cuerpo, frente a frente. La cantidad de personas que había los apremiaba a no dejar un solo milímetro de distancia entre ellos.
Paula tuvo que levantar la barbilla para poder mirarlo. Los alientos irregulares de ambos se entremezclaron de lo cerca que se hallaban. Su marido colocó las manos en sus caderas, se las estrujó un instante y la instó a moverse al ritmo
de las suyas, siguiendo la canción que ambientaba sensualmente el espacio.
Ella se sujetó al cuello de su camisa y se dejó guiar, abstraída por su imperiosa atracción. Sus manos ardían a pesar de la tela; las de él subieron y bajaron por su espalda desnuda a una lentitud flamígera. No pestañearon. No sonrieron.
Entonces, todo a su alrededor se atenuó. La cadencia con la que bailaban se ralentizó, aunque no se alejaron un ápice. La música se desvaneció en la lejanía. Paula ni siquiera oía el latido de su corazón. Le rozó las mejillas con
las yemas de los dedos, la nariz recta, los labios carnosos... Tiró de ellos, observando cómo se abrían y cómo se cerraban a su merced, maravillándose por su extrema suavidad. Su guerrero la contemplaba hambriento, peligroso y
muy tentador.
Se inclinaron a la vez y se besaron como si hubieran transcurrido siglos sin probarse. Entrelazaron las lenguas de inmediato. Se abrazaron con anhelo. Él recorrió cada rincón de su boca, clavándole los dedos en la piel.
Después, la agarró de la coleta con rudeza y ahondó el beso, capturando sus labios y su lengua de esa manera despótica que tanto la estremecía. A Paula se le doblaron las piernas. Pedro la apresó con más fuerza y la alzó unos centímetros del suelo. Ella gritó en su boca al notar la prominente erección en su ingle. Él bajó una mano a su trasero y lo pellizcó, provocando que Paula se sobresaltara, parando el beso.
—Eres un... bruto... —pronunció ella, respirando de forma desbocada.
—Lo soy —rugió y la besó de nuevo con rudeza para corroborárselo.
Paula se rio un segundo por su arrogancia, pero la diversión se esfumó en apenas un instante, por culpa de esos besos tan... adictivos. Se arrojó a él y se entregó con desesperación, sujetándole la cabeza. Se volvió loca... Pero Pedro, también, porque le aplastó las nalgas y se restregó contra su intimidad... Los dos jadearon por el rayo de intenso deseo que los atravesó a la par.
—¡Basta! —exclamó él, deteniéndose abruptamente.
Ella se tambaleó por la brusquedad, aunque no se cayó porque Pedro la tomó de la muñeca y la condujo hacia el sofá donde estaban sus cuñados.
Paula, acompañada de Zai, se fue al baño. Necesitaba refrescarse, parecía como si tuviera una fiebre tan alta que fuera capaz de explotar un termómetro.
No comentaron nada entre ellas. Paula se refrescó la cara. Su corazón amenazaba con escaparse a su antojo de lo precipitado que le latía.
Cuando salieron del servicio, al fondo de un pasillo, las interceptaron dos hombres de unos cuarenta años. Zaira se asustó y retrocedió, pero Paula se colgó de su brazo para transmitirle sosiego y alzó el mentón.
—Apartaos, por favor —les pidió en un tono bajo que no admitía negativa.
—Os estábamos esperando —sonrió el más delgado, oscilando por el alcohol ingerido—. No nos vamos a ninguna parte sin vosotras.
—Y nosotras no nos vamos a ninguna parte con vosotros —se rio de lo patéticos que eran; aunque su altura, sus elegantes ropas y su atractivo engañaban, estaban borrachos y eso los perjudicaba y deslucía.
Paula avanzó con Zaira, pero el otro, el más fornido, la asió de la muñeca y tiró para separarlas. Ella se enfadó y le golpeó el pecho para soltarse, pero era demasiado robusto. En ese momento, el más delgado se agachó en un rincón y vomitó, doblándose en dos. Zai huyó.
—Me gustan las luchadoras, y más si son tan guapas como tú —manoseó su trasero.
—Deja de tocarme o te arrepentirás —sentenció Paula, rechinando los dientes.
—¡Cómo nos vamos a divertir, muñeca! —la sujetó por la cabeza y estampó su pegajosa boca en la suya.
Ella lo mordió. La repugnancia la invadió, las náuseas la paralizaron un segundo. El baboso reculó, atónito, tocándose el labio magullado.
—Serás zorra...
Ella, aterrorizada de repente porque los ojos del hombre se inyectaron en sangre, lo rodeó para escapar, pero él fue más rápido, la empujó y la abofeteó.
Paula se petrificó. Un punzante dolor se anidó en su cara.
—¡Ahora aprenderás, zorra!
—¡No! —chilló ella.
Pero no la llegó ni a rozar, porque Pedro lo agarró por el cuello a tiempo y lo lanzó hacia el otro extremo.
—¡Madre mía! —exclamó Zaira, sacándola del pasillo—. ¿Estás bien? Mauro ha ido a buscar a Ethan... ¡Paula! —la zarandeó—. ¡Paula!
Pero Paula no reaccionaba. Observaba cómo su marido asestaba un puñetazo detrás de otro al desconocido, que se defendía con torpeza. La ira que estaba descargando Pedro la impresionó. Se quedó boquiabierta por la rapidez, la destreza y la dureza de sus golpes y, en especial, por su mirada asesina.
El baboso cayó al suelo, desmayado, por fin. No obstante, su marido se sentó sobre el hombre y se ensañó más...
—¡Pedro! —le gritó ella, separándose de Zaira y corriendo hacia él—. ¡Para, Pedro! —intentó moverlo, pero le fue imposible—. Pedro... Por favor... Detente... —emitió entre lágrimas.
Entonces, Pedro paró y se giró. Paula se echó a sus brazos, en llanto histérico. Él se incorporó y la levantó por las caderas. La abertura de la falda se rompió al envolverle la cintura con las piernas, pero no le importó la ropa.
Se aferró a su cuerpo sintiendo sus espasmos.
—Ya, rubia... —le susurró al oído con voz trémula—. Cálmate, por favor...
—Pedro... —lo miró. Tenía un arañazo en el pómulo—. Mi guardián... — sonrió y le acarició la herida con infinita ternura.
—Siempre, rubia, siempre seré tu guardián...
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Ayyyyyyyy qué lindos caps cómo la defendió. Me encantaron los 3 caps.
ResponderEliminarAy esa relación de amor y odio me mata!!
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