domingo, 10 de noviembre de 2019

CAPITULO 57 (SEGUNDA HISTORIA)




Paula se preparó un baño cargado de espuma y dejó abierta la puerta del servicio por si se despertaba su hijo, a quien le faltaba poco para el biberón.


Se metió en la bañera y cerró los ojos para relajarse, pero se durmió sin darse cuenta.


Cuando alzó los párpados, se encontraba en la cama, cubierta por el edredón. La habitación estaba a oscuras, excepto por una luz que provenía de la rendija de la puerta del servicio. 


Ya era de noche. Corrió al armario para ponerse la ropa interior. Ojeó la hora en el móvil y se puso la bata para cubrirse.


Se acercó a la cuna. Gaston estaba despierto y tenía el piececito en la boca.


Al verla, el bebé se agitó, claro gesto de que lo tomara en brazos, ¡menudo bribón! Y eso hizo. 


Lo tumbó en el colchón y jugó con el niño, riéndose los dos, hasta que Pedro salió del baño con una toalla anudada a las caderas. A ella se le desencajó la mandíbula. Su cuerpo se incendió al contemplar su desnudez. Era impresionante. Emitía fogonazos de atracción tan potentes a su alrededor que era imposible desviar la mirada de su torso viril, de sus brazos protectores y fuertes o de sus piernas labradas. Y su espalda... La espalda de ese hombre era su parte favorita, tan marcada, tan recia, la de su guardián...


Recordó cuando, la tarde anterior, la había acariciado y hasta la había arañado con suavidad... Gimió. Se le aceleraron las pulsaciones.


—La Bella Durmiente se ha despertado —anunció él, sacando ropa del armario.


—¿Te importa si...? —carraspeó y se levantó. Colocó cojines en torno a su hijo por si se caía—. ¿Te importa cuidar de Gaston mientras me visto?


—Claro —se giró y estiró unos vaqueros claros y una camisa blanca sobre el edredón—. No te preocupes.


—Gracias —agachó la cabeza, tímida.


Cogió la falda, la blusa y las medias y se encerró en el servicio. Una vez dentro, inhaló aire profundamente para serenarse y se desnudó. Se maquilló los labios y los párpados, con sombra negra ahumada. Se recogió los cabellos en una coleta alta y tirante. Y se vistió. Sonrió ante su reflejo. Y así, feliz por poder disfrutar de una noche sin obligaciones, se dirigió al dormitorio.


Y se paralizó al ver a Pedro con Gaston en brazos. Iba de lo más sencillo, pero la informalidad de llevar la camisa por fuera de los pantalones, abierta en el cuello y pegada de forma elegante a su anatomía, sin jersey, pero con una chaqueta moderna de piel, azul oscura, incrementaba su atractivo de un modo abrumador. Ese hombre sabía cómo sacarse partido en cualquier situación, y se notaba que le gustaba la ropa.


Ella se calzó unas manoletinas planas y negras con brillantes diminutos que resplandecían a la luz con los movimientos de sus pies. Se decantó por una chaqueta parecida a la de su marido, de estilo roquero, corta, negra y también de piel. Se la ajustó enseguida porque, por primera vez en su vida, se sentía vulnerable por su atuendo. 


Tenía la espalda al aire y, aunque deseaba que Pedro se fijara, la cobardía ganó la batalla. 


Después de suplicarle claramente que le hiciese el amor, su valentía había desaparecido. Con ese hombre, no se amedrentaba en cuestión de mensajes escritos o discusiones, pero, en su presencia, sin haber gritos ni insultos, salía huyendo...


—Ya estoy —dijo ella, cohibida y colorada a un nivel infinito.


Los ojos de su marido ascendieron por su cuerpo, deteniéndose más segundos de lo normal en la abertura de la falda, donde brillaron en demasía, y hasta entreabrió los labios. Carraspearon los dos, desviando las miradas,
avergonzados.


Paula le entregó su documentación, para no llevar bolso, y se encargó del bebé mientras Pedro se guardaba la tarjeta en su cartera. A continuación, se encaminaron hacia el recibidor de la mansión, donde Mauro, Zaira y Caro ya los esperaban.


—Vaya, vaya... —dijo Mario, seguido de Anabel y de Helena—. Ten cuidado con Pau, Pedro, no sea que alguno te la quite —sonrió con malicia—. Nunca se sabe.


Mario Shaw le resultaba desconcertante. Era muy atractivo, ella no lo dudaba, y un mujeriego nato, saltaba a la vista. Sin embargo, sus ojos verdes eran fríos, demasiado. Cuando lo conoció por la mañana, tardó menos de un minuto en darle la razón a su marido: Mario no era trigo limpio. De hecho, no le había gustado nada la manera en que la había sujetado sobre el caballo, pero Paula le había permitido esas familiaridades porque había visto a Pedro a lo lejos. No obstante, se estaba replanteando si recibir o no una nueva clase de equitación con Shaw, claro enemigo de su marido. Ambos se dedicaban chispas venenosas en ese momento.


—Gracias por tus consejos, Shaw —le contestó él, sin mirarlo y con la voz hastiada—, pero, en adelante, ahórratelos.


—Mañana a la misma hora, Pau —afirmó Mario, ignorando deliberadamente a Pedro. Se acercó a ella y acarició la nariz de su hijo—. Es igual de guapo que su madre —añadió en tono ronco.


Pedro agarró a Paula de la cintura y tiró para pegarla a su cuerpo. Shaw, que no era tonto, se rio con petulancia y levantó las manos con fingida rendición.


—No lo sé, Mario —dudó ella—. Por si acaso, no me esperes mañana. Cuando te necesite, te avisaré.


Mario enarcó una ceja de modo altivo y su semblante se cruzó por algo que no consiguió descifrar, pero que le causó un escalofrío muy desagradable.


Su marido la apretó más al sentir su repentino malestar.


Anabel avanzó hacia Pedro, pero le tocó el turno a Paula para interponerse.
—¿Dónde está Julia? —le exigió ella a la doncella, con autoridad y el ceño fruncido—. Por favor, llámala. Y a Daniela también. Nos vamos ya.


Anabela entornó los ojos y sacó pecho, retándola.


—Ya has oído a mi mujer, Anabel —intervino Pedro—. Por favor —utilizó un tono suave, pero firme.


Las dos doncellas se sorprendieron por la orden y se marcharon, chismorreando. Paula, dichosa por la defensa, se giró, se alzó de puntillas y
depositó un dulce beso en su boca. No lo planeó, ni siquiera lo pensó. Él se petrificó un segundo, pero, al siguiente, la sujetó por la nuca, con cuidado del bebé, y le devolvió el beso de forma más audaz, mordisqueándole el labio inferior. La llamarada que recorrió el cuerpo de ella, de los pies a la cabeza y viceversa, le arrancó un suspiro discontinuo. El crudo deseo que transmitió la mirada de Pedro terminó de fascinarla por completo.


—Aquí estamos —los interrumpieron el ama de llaves y la cocinera.


—Por favor, cualquier cosa, llamadnos —les pidió Paula, entregándoles al bebé, profundamente desalentada por separarse de Gaston—. No sé si es buena idea irnos, no...


—Rubia —la cortó él, apresándole las manos entre las suyas—, se queda en las mejores manos —le besó los nudillos.


Ella asintió. Besó repetidas veces la cara de su hijo, al igual que Zaira hizo con su niña. Y salieron al garaje. Montaron los cuatro en su BMW rojo brillante y partieron a Long Island.





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