lunes, 11 de noviembre de 2019

CAPITULO 60 (SEGUNDA HISTORIA)




Era inexperta, pero su torpeza lo estimulaba todavía más. Le encantaba su fuego interior, que no se molestaba en disimular cuando estaban en esas circunstancias. Era extraordinaria... La mujer más hermosa y apasionada que había conocido. Con ella, en efecto, todo era una primera vez, ¡todo! Con ella, el pasado no existía y él nacía en una nueva vida, porque no imaginaba un solo instante más sin Paula a su lado.


La rodeó por la cintura y la sentó en su regazo. 


Estuvo a punto de perder el conocimiento por el choque de sus caderas...


Pedro... —suspiró, sonora, hundiéndole las uñas en sus hombros.


—No quiero hacerlo aquí —declaró Pedro en un áspero susurro, a escasos milímetros de su boca—. Te voy a hacer daño... —procuraba convencerse a sí mismo de que no era buena idea, a pesar de la tentación—. Ya fui bruto una vez, no quiero que...


—Dos veces —lo corrigió ella, colorada por cuán excitada estaba—. Vamos a por la tercera, soldado —se inclinó despacio y le lamió los labios.


—Joder... —gruñó él—. Así no hay manera... Eres tan... —y la devoró.


La succionó y la embistió con la lengua. Los dos gimieron, atormentados.


Se tocaron por todas partes. Pedro cogió sus senos entre las manos, los alzó y los devoró. Ella pasó las manos por la cabeza de él, curvándose para ofrecerse cuanto su cuerpo le permitía, bailando sobre su erección. El agua se desbordó de la bañera, apenas les alcanzaba la cintura con tanto vaivén.


Entonces, sin previo aviso, Paula gritó su nombre, meciéndose sin control sobre sus caderas, sacudiéndose por el éxtasis que rápidamente la atrapó y la dejó tiritando.


Pedro, preso del frenesí, bajó las manos a su trasero, la levantó sin esfuerzo y la penetró de un duro empujón que le robó el aliento.


Y ella chilló, pálida, de repente.


—¡Perdón! —exclamó él, alarmado—. Joder, lo siento...


—No... —tenía los ojos cerrados—. Dame un... un segundo... —ocultó el rostro en su cuello, sobrecogida.


Pedro quiso llorar de frustración, pero, por su mujer, se mantendría quieto aunque le costara su propia vida. Fue a retirarse, pero ella se lo prohibió, rodeándole la cintura con las piernas. Se miraron. Sudaban y vibraban sin control.


Pedro... —suspiró de manera entrecortada—. Ahora... Ahora, soldado...


—No sé... —le costaba muchísimo hablar—. No sé si... aguantaré mucho...


—No importa... —sonrió, acariciándole la cara—. Será nuestro secreto...


Se besaron. Y sucumbieron a lo inevitable...


Pedro la sujetó con fuerza por las caderas y, en tan solo un par de embestidas, pereció en el paraíso que tanto había soñado, pero en el que jamás había estado hasta ahora, hasta ella... Y no lo hizo solo, su mujer lo acompañó.


Nada... Nada ni nadie eran comparables a Paula. 


Su enfermera... Su rubia...


—Nunca dejaré que te marches de mi lado, Paula —sentenció él, contemplándola con un miedo atroz a perderla—. Ya lo fastidié una vez. No habrá una segunda.


Paula dio un respingo al escuchar su nombre.


Sin separarse, aún unidos, se enjabonaron el uno al otro, el pelo y el cuerpo. No dejaron de mirarse en ningún momento. Cuando el agua se enfrió, Pedro salió de la bañera con ella en sus brazos. La secó con la toalla, besando sus labios cada dos segundos, haciéndola reír... ¡Amaba verla feliz! Su corazón traqueteaba cuando Paula sonreía.


Se vistieron para recoger a Gaston. Pedro terminó antes y observó, desde la puerta del servicio, cómo ella se peinaba y se maquillaba. Desde su fiesta de compromiso, en Nochevieja, la espiaba cuando podía. Llevaba unos vaqueros pitillo claros, una camisola de cuadros azul y verde y unos botines planos con hebillas. Sus cabellos húmedos caían hasta la mitad de su espalda. Estaba inclinada sobre el espejo, pintándose los labios con carmín.


Su trasero respingón lo incitó a avanzar. Se situó detrás y posó las manos en sus nalgas. Paula se sobresaltó, pero no se retiró. Él las moldeó a placer, las apretó, mordiéndose la lengua para reprimir un gemido tras otro. Y, sin pensar, levantó la palma y la azotó con suavidad.


—¡Pedro! —gritó, ruborizada a un nivel indefinible.


Pedro la miró a través del espejo, deseoso de poseerla otra vez. Tenía desabrochados los suficientes botones en el escote como para revelar el inicio de sus generosos pechos.


—Sujétate al lavabo —le ordenó él, antes de azotarla de nuevo, con menos delicadeza.


Paula jadeó.


—Sujétate al lavabo, rubia —repitió, ronco.


Ella soltó el pintalabios y obedeció con torpe premura. Pedro le subió la camisola a la cintura, le desabotonó el pantalón, se agachó y tiró con fuerza hacia abajo. Le quitó los botines, los calcetines, los vaqueros y la ropa interior. Se incorporó y contempló sus nalgas como si se tratasen de un tesoro de incalculable valor, su tesoro.


Paula respiraba con dificultad y sus nudillos se habían tornado blancos de tanto como apretaba el mármol. Estaba asustada, pero confiaba en él. 


Y tal pensamiento hizo que Pedro sonriera con malicia. Le acarició el trasero y clavó los ojos en los suyos. Alzó la mano y la dejó caer. Ella gimió. Él la masajeó enseguida, con ambas manos, para aliviar el escozor. Esa piel de porcelana se enrojeció ligeramente.


—Me vuelves loco —le susurró en la oreja, rozándosela con la lengua.


Paula bajó los párpados y entreabrió la boca. Pedro acarició sus caderas, su ombligo, su vientre, sus ingles... Y no se detuvo hasta que alcanzó lo que quería: su intimidad.


Pedro...


—Joder, rubia... ¡Joder!


Rápidamente, él se desabrochó los pantalones y se los bajó, junto con los calzoncillos, hasta el final del trasero. La sujetó por el vientre con una mano, guiándola hacia su erección, levantó la otra y la azotó de igual modo que la vez anterior. 


La reacción fue instantánea: ella se arqueó y él la penetró de una embestida profunda y ruda. Y como el bruto en que se convertía con Paula, la poseyó con urgente ardor... Chocó y chocó sus caderas.


—Quiero verte. Ahora —gruñó Pedro, con los ojos fijos en su escote.


Sin parar, sin ralentizar el desbocado ritmo, ella desprendió los botones de la camisola, pero como él estaba ansioso por verla, le rompió el sujetador y los senos bailaron de forma frenética con cada acometida.


Pedro... —gimió Paula, a punto de desfallecer.


—Vamos, rubia... Conmigo... Siempre conmigo...


Ella se derritió y gritó su nombre... Él la envolvió entre sus brazos y la siguió al cielo, derrumbándose sobre su cuerpo y este, sobre el lavabo...


—Te... he hecho... daño... Joder... —no podía hablar en condiciones. La cordura regresó y se horrorizó por lo que acababa de hacer.


—No... No... Yo... —balbuceó Paula, intentando recuperar el aliento.


Pedro se arregló la ropa y la abrazó, temblando los dos. Ella se giró y se arrojó a su cuello. Él la alzó en vilo y la sentó en el borde del mármol, colocándose entre sus muslos desnudos, que lo ciñeron sin fuerza.


—Eres un poco bruto —lo miró y sonrió—, pero me gustas así. Será...


—Nuestro secreto —la sostuvo por la nuca, cerró los ojos y la besó en la frente.


Paula suspiró.


No la merezco...


Pedro... ¿Alguna vez, has...? —comenzó ella, pero carraspeó.


—Nunca he hecho esto con ninguna mujer —adivinando su miedo—. Nunca he sentido con ninguna mujer lo que siento cuando estoy contigo. Ni el año pasado ni ahora. Nunca, rubia.


—¿Te vuelvo loco? —sonrió con travesura.


Pedro suspiró sonoramente y asintió.


—Muy loco...


Ambos bajaron los párpados y se besaron con los labios entreabiertos.


La vistió él mismo; no se sentía del todo bien porque había sido demasiado brusco. No obstante, Paula estaba más radiante que nunca, por lo que respiró más tranquilo. Se prometió ser tierno en la siguiente ocasión, y rezó para cumplir su palabra, porque ya había fallado varias veces...




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