martes, 31 de diciembre de 2019
CAPITULO 33 (TERCERA HISTORIA)
Terminaron el almuerzo y se marcharon a sus habitaciones para prepararse para el partido de polo. Unas doncellas les habían dejado en las suites un pañuelo para cada persona. Solo existían dos colores, el verde y el amarillo, que coincidían con el logotipo del Club de Campo, tal cual lo había explicado el presidente en el discurso. Cada color pertenecía a un equipo.
Como había mucha gente invitada, solo jugarían los que quisieran, el resto animaría como espectadores.
Él hacía mucho que no practicaba polo. Dos de sus mejores amigos, Daniel y Christopher, los hermanos Allen, que aún no habían llegado a la fiesta, eran profesionales de ese deporte y le habían enseñado la técnica y la práctica, aunque, por supuesto, no era ningún experto.
No se cambió de pantalones ni se quitó las Converse negras. Odiaba las botas hasta las rodillas. De las mallas, prefería no opinar... Lo único que hizo fue cambiar la camiseta por un polo de color blanco con una franja ancha, negra, cruzándole el pecho del hombro derecho a la cadera izquierda.
De pequeño, su profesor de equitación lo regañaba infinidad de veces, al igual que su madre, por acudir a las clases siempre en zapatillas, al contrario que sus hermanos, que siempre montaban a caballo en vaqueros y botas, como debía ser.
En realidad, hacía mucho que no practicaba ningún deporte que no fuera correr por las noches. Le gustaba mantenerse en forma, le encantaba el deporte en general. Sabía jugar al tenis, al pádel, había competido en salto ecuestre durante años y, también, en campeonatos de golf. Su habitación en la mansión de sus padres estaba repleta de insignias, medallas y trofeos. No obstante, Pedro lo había abandonado todo al entrar en la universidad. Descubrió la Medicina y se volcó por entero en estudiar.
En eso influyó la mente privilegiada de Pedro y la perseverancia intachable de Mauro. Sus hermanos eran magníficos en todos los aspectos. Catalina y Samuel nunca habían comparado a ninguno de sus hijos, ni entre ellos ni con otros de su edad, pero Pedro había sentido siempre que debía esforzarse mucho más para poder alcanzarlos, porque no creía estar a la altura de ninguno de los dos. Manuel y Mauro no habían competido en nada, pero él, sí.
Esos premios le recordaban que era merecedor de llevar el apellido Alfonso. En el trabajo le ocurría lo mismo, por eso, repasaba apuntes antes de una operación, aunque fuese una intervención fácil, no podía desprestigiar a su familia, en especial a sus hermanos.
—Amarillo —murmuró, tocando el pañuelo de seda que le había tocado.
Se lo anudó en la muñeca como si se tratase de una pulsera y cogió sus gafas de sol, unas Ray Ban Wayfarer negras. Se dirigió al campo de césped de polo, a la derecha del bar.
Ya estaba lleno de gente y de caballos. Algunos trotaban, practicando con el mazo. El objetivo de ese deporte consistía en meter la pelota de madera en la portería del equipo contrario, formada por dos postes de mimbre. Detrás de una de las porterías, perpendicular a la piscina del Club, se encontraban las gradas, donde los más mayores disfrutaban de un refresco y de una charla, sentados y a la espera del inicio del partido. Distinguió a sus padres, hablando con varios matrimonios amigos. La música procedente del bar animaba el caluroso ambiente.
Pedro se acercó para apuntarse, como el resto de los jóvenes que deseaban participar.
Unos minutos más tarde, divisó a sus hermanos, pegados a las gradas, con sus mujeres. Él se les unió.
—¿Vamos a jugar muchos? —quiso saber Manuel, abrazando a Rocio por la cintura.
—No tengo ni idea —respondió Mauro, cruzándose de brazos.
—Atención, por favor —dijo el presidente, Marcos Johnson, a través de un micrófono, en el centro de las gradas—. Son muchos los jóvenes que desean jugar —sonrió.
Era un hombre afable, inmensamente rico y un caballero de los de antaño, muy querido en la alta sociedad de Boston. Apenas tenía pelo y su cuerpo era robusto y alto. Contaba con sesenta y cuatro años.
—Por ello —continuó Johnson—, haremos una eliminación por equipos, pues solo puede haber cuatro jugadores por equipo. Y para hacerlo más interesante... —se rio, al igual que los espectadores—, no podrán pertenecer al mismo equipo miembros de una misma familia, que sois muchos hermanos, cuñados, etcétera. Y los partidos serán de veinte minutos. Un momento, por favor... —se giró y aceptó el papel doblado que le entregó uno de los empleados. Lo leyó en silencio—. De acuerdo —sonrió—. Son diez equipos, es decir, cinco partidos en la primera ronda. Os han mezclado en función de los colores de vuestros pañuelos. Os leo los equipos: el equipo verde número uno está compuesto por... —procedió a anunciar los componentes de cada equipo, con sus respectivos apellidos.
Pedro escuchó que Paula estaba en uno de los equipos con Christopher Allen.
Pero, para su desgracia...
—Y el equipo amarillo número cinco está compuesto por Daniel Allen, Pedro Alfonso, Cindy Clark y Ramiro Anderson.
—No me lo puedo creer... —musitó él.
—¿No te hace gracia jugar con un viejo amigo, Alfonso? —le preguntó una voz muy familiar a su espalda.
Pedro se dio la vuelta, sonriendo, para saludar a su amigo Daniel Allen, de su misma edad, alto, corpulento, de pelo castaño cobrizo, ojos azules, soltero de oro y reputado cardiólogo en el Boston Medical Centre. Las mujeres se desmayaban a su paso y la prensa lo describía como uno de los hombres jóvenes más atractivos y elegantes de Estados Unidos.
—Como siempre, llegando tarde, Dani —arqueó una ceja.
—¿Es así como me recibes después de casi dos años? —le rebatió Daniel.
Soltaron una carcajada y se abrazaron.
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