martes, 29 de octubre de 2019

CAPITULO 16 (SEGUNDA HISTORIA)





Cuando Paula se despertó y leyó la nota de Pedro, se duchó y se vistió con unos vaqueros pitillo, una camiseta blanca de manga larga y un jersey de lana fina y cuello alto de color verde oscuro. Se cubrió los pies con unos calcetines para andar cómoda por la casa y recogió su vestido de dama de honor y la ropa que el neandertal de su prometido había tirado en el suelo del baño. Guardó todo en varias fundas de plástico para llevarlas a la tintorería, excepto la ropa interior de los dos, que dejó en una bolsa en un rincón del servicio. A continuación, se preparó un sándwich frío. Por primera vez en muchos meses, se sentía descansada y renovada.


Se sentó en el sofá, con Mau Alfonso a sus pies y la televisión encendida.


Sacó el móvil del bolsillo trasero del pantalón y le escribió un mensaje, firmando con la inicial de su nombre.


Paula: ¿Seguís en casa de tus padres? P.


La respuesta no tardó en llegar:


Pedro: ¿Quién eres, P? ¿No será P de Paula? Si es así, lamento decirte que no me gustan las rubias, las detesto, de hecho. Ya sabes lo que dicen: pelo claro, poco cerebro. No estoy interesado.


Chaves desorbitó los ojos. ¿Acaso era una broma? ¿La estaba llamando tonta?


Paula: ¡No soy ninguna estúpida, ni estoy ligando contigo, imbécil! ¡Quién te has creído que eres!


Pedro: Soy Pedro Alfonso. Diría que es un placer conocerte, pero ya sabes lo que pienso de las rubias, y, por lo visto, no me he equivocado contigo...


Paula respiró hondo repetidas veces, pero no se calmó.


Paula: Yo tampoco contigo, aunque «imbécil» es quedarse más corto que tu pelo, soldado.


Pedro: ¿Soldado? Qué típico, ¿no? Rubia, poco cerebro, verdulera y te gustan los hombres uniformados.


Chilló, histérica, levantándose de un salto.


 ¿Verdulera? Su cuerpo se sacudió de rabia e indignación. El perro la observaba con la cabeza ladeada y expresión de desconcierto. Ella caminó por el espacio sin rumbo, deshaciéndose la coleta alta que sujetaba sus cabellos por los tirones que se estaba propinando. Escribió de nuevo:
Paula: «Soldado» es por tu pelo, porque lo que es tu cuerpo... deja bastante que desear.


Pedro: ¿Qué problema tiene mi cuerpo? Porque ayer el tuyo parecía bastante interesado en él. Si pretendes picarme, siéntate, porque te cansarás de esperar a que eso suceda.


Paula sonrió con malicia.


Paula: Anoche me sorprendiste mucho, no te lo discuto, pero no para bien.
Esperaba más del famoso Pedro Alfonso. Es evidente que los rumores son falsos. Los músculos de gimnasio son obsoletos y artificiales. Lo siento por ti, no me gustaste ni un poquito. Lo que pasa es que sé fingir muy bien, no quería que te sintieras incómodo, después de todo, lo último que deseo es herir tu orgullo de macho dominante. Me pregunto qué verán en ti las mujeres... Ya sabes lo que dicen de los hombres: el ego es inversamente proporcional a su... Y tu ego es muy, pero que muy, grande... y lo otro... ya lo comprobé, ¿recuerdas?


Había mentido. Su prometido era... magnífico. 


Aunque igual de alto que sus dos hermanos, Pedro parecía más grande. Paula descubrió la razón de aquello la noche anterior: sus músculos eran más anchos y fuertes que los de Mauro y Bruno. Saltaba a la vista cuando vestía con sus trajes azul marino, camisa blanca y sin corbata, incluso con la bata blanca de médico, pero desnudo... era imponente. El apodo de soldado lo definía a la perfección: Pedro Alfonso era un guerrero.


Su trasero era prieto y demasiado apetecible, lo atisbó con claridad, también, la noche anterior, porque la seda del pijama que utilizaba le dibujaba las nalgas con suavidad. Y la cinturilla elástica de ese mismo pantalón se ceñía al final de sus estrechas caderas, luciendo así el inicio de sus ingles marcadas en uve.


Sus abdominales, en cambio, no estaban en exceso definidos, como tampoco los pectorales, algo maravilloso, en su opinión, odiaba los modelos masculinos cuyos cuerpos se asemejaban a un mapa de carreteras, irreal. Pedro era fibroso, duro y viril, pero no como los prototipos superficiales de gimnasio, sino que su anatomía respondía a un cuidado natural, estaba segura.


Era enfermera. Había observado a muchos hombres. Antes de trabajar en la planta de Pediatría del General, había estado en el hospital Kindred, desde que terminó la universidad. El Kindred era un hospital especializado en pacientes gravemente enfermos, que requerían un tiempo mayor de recuperación, ya fueran jóvenes o no. Lo normal era que los empleados, ella, la primera, entablaran conversaciones, una relación amigable, incluso, con los familiares de los pacientes. Y muchos habían intentado ligar con Paula. Se habían acercado a ella con el falso pretexto de que se habían golpeado en el estómago, en el pecho o en cualquier lugar que les obligara a destaparse el torso. Al principio, había caído en la trampa, preocupada por la supuesta herida, pero aprendió rápido; en el tercer intento, lo descubrió. Estallaba en carcajadas, no podía evitarlo. Sus compañeros le gastaban bromas al respecto y le contagiaban la risa. A ella, ni siquiera le afectaba que la halagaran o la persiguieran para invitarla a cenar, para, a su vez, llevarla a la cama. Estaba acostumbrada.


Sin importar la talla que usara de ropa —sabía que no era ninguna modelo de pasarela, ni pretendía serlo—, siempre había sido un blanco para la población masculina, ya fuera en el instituto, en el campus, en el trabajo o en la calle. Sin embargo, desde que se mudó a Boston, nunca pasó de los besos robados. 


Robados... Había tenido citas, la mayoría con médicos o ejecutivos, millonarios o no, que conocía en el hospital o en una cafetería, pero no se había acostado con ninguno. Tampoco había deseado besarlos, pero ellos tenían la mala y caprichosa costumbre de besarla al acompañarla a casa y tentarla a una noche de placer, que jamás sucedía.


A Paula le gustaba arreglarse, le encantaba la ropa, tanto lencería como ropa de calle. Se sabía sacar partido y reconocía que era guapa, aunque no lo explotara para nadie, excepto para ella, porque adoraba sentirse bonita; había pasado demasiado tiempo sufriendo por creer lo contrario, pero eso era pasado.


Y esos hombres que le robaban besos eran guapos, conversadores agradables y de cuerpos atléticos, ciega no era. No obstante, ninguno había sido lo suficientemente sugerente como para no resistirse ella al placer sexual.


Bueno... Pedro Alfonso lo había conseguido en un ascensor, después de gritarse reproches el uno al otro. Con él, no hubo cena previa, ni coqueteo, ni llamadas, ni miradas de soslayo, ni intentos de acercamiento, nada de nada. Ni siquiera besos robados, porque habían sido ambos los que se habían arrojado el uno al otro, hasta en aquel ascensor habían luchado para ver quién se deseaba más...


Recordaba que, en el General, no existía una sola mujer inmune al jefe de Oncología; por desgracia, la enfermera Chaves no se había salvado, a pesar de que lo había disimulado fingiendo indiferencia y despreciándolo abiertamente, con miradas, con palabras o con gestos de desdén. Su orgullo y su dignidad le habían prohibido esconder la repulsión que le causaba el comportamiento del seductor de los tres mosqueteros. Caminaba con tanta insolencia, conocedor de su atractivo, con tanta presunción, con tanta carencia de modestia, que Paula necesitaba un saco de boxeo para descargar la furia en cuanto coincidían en una sala, por muy grande que esa fuese.


Y cuando escuchaba los rumores de su gran experiencia sexual, porque prácticamente se había acostado con todas las solteras del hospital —aunque rubias, ninguna— deseaba atizarlo... ¿Cómo podían ser tan obtusas para enamorarse de un hombre como él?, se había cuestionado repetidas veces. Y es que todas acababan enamoradas del depredador Pedro Alfonso.


Su iPhone vibró con un mensaje del susodicho:
Pedro: No hieres mi grandioso ego, ni mi orgullo de macho dominante, porque gracias a mi ego y a mi orgullo, tú disfrutaste dos veces seguidas de mi «muy, pero que muy, pequeño». Ten cuidado con lo que deseas, rubia...


Paula: ¡No todas las mujeres te desean, imbécil; yo, desde luego que no!


Pedro: ¡Ja!


Paula: Lo único que me provocas es asco. Estás demasiado usado, bichito. Y, lo siento, pero eso precisamente fue lo mismo que hice yo contigo dos veces: usarte para mi propio placer.


Pedro: ¿A qué te refieres?


Un regocijo invadió su estómago. Se sentó en el sofá, con las piernas cruzadas debajo del trasero. Mau Alfonso se tumbó en la alfombra, bajo la mesa baja y acristalada del salón, a pocos metros de donde estaba ella.


Paula: Parece mentira que te las des de conocer a las mujeres... Te contaré un secreto: a veces, solo buscamos sexo, sin importar nada más que no sea el físico o la satisfacción carnal; otras veces, deseamos a un hombre por entero, no basta con una cara bonita, un cuerpo de infarto y grandes dotes de conquistador; de hecho, en la mayoría de los casos, pueden ser de aspecto corriente, porque hace falta mucho más que eso para tentarnos en este caso. Tú solo sirves para lo primero, para el sexo esporádico de usar y tirar. Eso es lo que tú y yo tuvimos el año pasado en un ascensor, porque de ti no se puede esperar más, siempre estarás solo. Lo llevas escrito en la cara, soldado.


Pedro: Y tanta parrafada para reconocerme que me deseas.


Se mordió la lengua ante aquella contestación, notando cómo sus mejillas se calcinaban de rabia.


Paula: ¿De verdad, te crees tan irresistible? No te voy a negar que muchas estarían encantadas en mi situación: casarse con uno de los solteros de oro del momento; muchas, estoy segura, pero yo, no, Pedro, no te quiero como marido. No me arrepiento de lo ocurrido entre nosotros porque Gaston es lo mejor que me ha pasado en la vida, ¡lo mejor! Pero estás muy equivocado si piensas que te deseo. La fama, el poder y el físico no lo son todo, eso sin contar con que te habrás acostado con casi todas las solteras de Massachusetts. Cada semana, sales con una diferente en las revistas, desde hace años. ¿Cuántas mujeres hay en Boston? Me sorprende que no tengas más hijos repartidos por la ciudad... Repito: estás demasiado usado, bichito.


La respuesta tardó un par de minutos...


Pedro: ¿Recuerdas que tú también te acostaste conmigo, nada menos que dos veces, y después, embarazada, te lanzaste a los brazos de otro hombre? Yo también podría pensar muchas cosas de ti, y en el hospital coqueteabas con muchos médicos, sobre todo con Rogers, pero no por ello me tomo las libertades que tú te tomas conmigo. Antes de hablar, piensa lo que vas a decir, porque puedes recibir la misma contestación.


Paula: ¿Estás insinuando algo?


Pedro: No estoy insinuando nada, te estoy advirtiendo, porque me estoy cansando de recibir insultos. No estoy usado, Chaves, ¡ni mucho menos! No me he tirado ni me tiro a todas las mujeres con las que salgo en las revistas, ni las colecciono como si fueran cromos de béisbol, joder. No me conoces, no tienes ni puta idea de quién soy o de lo que hago o dejo de hacer en mi vida privada. Te crees lo que cuentan las revistas, pero repito: no me conoces. Me juzgas y me sentencias antes de preguntarme siquiera. Y no tengo más hijos repartidos por la jodida ciudad. No sé con quién coño te crees que estás hablando, pero te estás pasando,Chaves, ten cuidado, porque te estás pasando.


Paula: Me parece increíble que, ¡encima!, te hagas la víctima... ¡Trabajaba en el mismo hospital que tú, imbécil! Estuve un año y cinco meses escuchando, a diario, a enfermeras, celadoras, administrativas, médicos o personal de mantenimiento alabar tus dotes sexuales... ¡Te acostabas con todas! En un armario, en tu despacho, en salas de reuniones, en baños, en habitaciones vacías, en laboratorios, ¡hasta en
la escalera! Y siempre en horario laboral. ¿Y, según tú, te juzgo por lo que publica la prensa sensacionalista? ¡Venga ya, Pedro! Vale que creas que ser rubia me convierte en tonta, pero oigo y veo muy bien.


Paula respiraba de manera entrecortada. Su cuerpo temblaba. La angustia y los celos engullían su interior al recordar las historias que se rumoreaban del mosquetero seductor.


Pedro: No es mi culpa que todas las mujeres del General contaran sus propias fantasías como si fuera la realidad, simplemente por el mero hecho de desearme y querer crear envidias. Las mujeres sois así, retorcidas e interesadas. Te aseguro que la reputación que, según tú, tengo en el hospital es falsa, me creas o no.


Paula: ¿Falsa? ¡Pues claro que no te creo! Si fuera falsa tu reputación en el hospital, y tu reputación en la prensa, ¿por qué no la has desmentido? He estado diez meses en Europa, Pedro, pero existe internet fuera de Estados Unidos, por si no lo sabías... Cada semana, has salido en la sección de cotilleos de muchas revistas online, siempre abrazado a alguna mujer, sonriéndole o acariciándola. Dicen que una imagen vale más que mil palabras... ¿Las fotografías también mienten?


Pedro: ¿Has estado pendiente de mí en tu viaje a Europa, Chaves? ¿Qué opinaba Howard al respecto?, ¿o lo hacías a escondidas para que no te pillara pensando en el padre del hijo que esperabas? Ilústrame, por favor. Me muero de curiosidad, rubia...


Ella ahogó una exclamación. La vergüenza dominó su piel, adquiriendo un rojo intenso como los fresones maduros.


Paula: ¡No fantaseaba contigo, imbécil! Yo leo revistas y tú, por desgracia, sales en ellas. ¿Quién es el retorcido ahora?


Pedro: ¿Y en Europa te interesa mucho la prensa rosa de Boston? Venga, Chaves, admítelo, no has podido aguantar sin tener noticias de mí. Y no soy retorcido, pero tampoco tonto; sé que Howard no es tu novio, no te molestes en negarlo.


Paula: Vale, Ariel nunca fue mi novio, pero eso no significa que no haya fantaseado con él...


Sonrió con malicia. Era una embustera, pero con Pedro se negaba a sincerarse. ¡Era un inmaduro, preocupado solo por su reputación con la mujeres!


Pedro: ¿Fantaseado? Hay una gran diferencia entre fantasía y realidad.


Paula: Veamos... He vivido diez meses con un hombre muy atractivo, extremadamente atento, detallista y cariñoso. Y, gracias a él, he recorrido las grandes capitales europeas, pueblecitos perdidos, ciudades cargadas de historia, playas privadas, paraísos exóticos... Súmale que estaba embarazada, es decir, que mis hormonas estaban disparadas. ¿Tú qué crees? Se supone que no eres tonto, ¿me equivoco? Ata cabos, soldado.


El móvil vibró diez largos minutos más tarde...


Pedro: Antes te mentí para no herirte, al fin y al cabo eres la madre de mi hijo, pero mi reputación en el hospital es cierta, espero que sepas encajarla en tu vida cuando empieces a trabajar, rubia.


Paula contuvo el aliento.


Paula: ¿Qué significa eso?


Pedro: Que no podré evitar que me encierren en mi despacho o en un armario. Ahora bien, si no deseas eso, ya sabes qué tienes que hacer.


Paula: ¿Estás insinuando que me tengo que acostar contigo para que que no te entren ganas de tirarte a otra? Ya tengo bastante con casarme, gracias.


Pedro: No te imaginas lo que me estoy riendo ahora mismo, rubia... ¡Mi prometida es divertida! Y lo digo en serio.


Paula: Entonces...


Paula: Entonces, dependerá de ti que se me lancen al cuello o no. Ya sabes, de cara a la galería, estamos locamente enamorados.


Chaves decidió sincerarse. Respiró hondo y procedió a redactar el barullo que poblaba su mente:
Paula: Lo intentaré, pero... Acabo de aterrizar en Boston y en una nueva vida, Pedro... De repente, estoy metida en una casa extraña, con un hombre extraño, me caso dentro de diez días, no tengo trabajo, no sé qué va a ser de mi vida y la de mi hijo, aunque de la mía tengo poco que decidir... Llevo diez meses viviendo en hoteles y volando de país en país, todavía tengo jet lag... Y debo besarte y abrazarte en público porque, encima, eres famoso, tú no quieres perjudicar a tu familia y yo no quiero que tu reputación salpique a mi hijo... y, mientras, tú te vengas de mí. Son demasiados cambios como para asimilarlos en un minuto... Y no sé por qué te estoy diciendo esto, seguramente, no creas ni una sola palabra porque lo único que ves es que te escondí la existencia de Gaston porque, según tú, soy una víbora que corrió en
dirección contraria cuando me quedé embarazada, y no ves la situación en la que me dejaste a mí. Solo te pido tiempo para acostumbrarme a nuestra nueva vida, por favor.


Paula suspiró, dejándose caer en el sofá. El iPhone vibró segundos después.


Pedro: No hay tiempo. Haberlo pensado antes de ocultarme a mi hijo. Nos vemos luego.


Las lágrimas se agolparon en los ojos de Paula. 


Lanzó el teléfono a los cojines. Sin embargo, la pantalla se iluminó de nuevo con un mensaje:
Pedro: Puedo ofrecerte una tregua en cuanto a Gaston y la boda, pero en nada más. Tenemos que discutir muchas cosas. Hablaremos esta noche.





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