jueves, 12 de septiembre de 2019
CAPITULO 12 (PRIMERA HISTORIA)
Se cruzó con sus hermanos en la cocina. Los saludó con la mano, inmerso en sus pensamientos. Se encerró en su habitación y se quitó la ropa. Se duchó, pensando en ella, en todo lo que escondía, no solo en cuanto al físico; se dio cuenta de que no la conocía. Algo en su interior le removió los cimientos. Se tumbó sobre la cama con la toalla puesta y se quedó dormido.
Lo despertó el móvil horas después. Enfocó la vista, aunque no vio nada, era de noche. Se incorporó sobre un codo y cogió el teléfono iluminado.
—Mamá —pronunció al descolgar, aún con la voz ronca.
—¡Hola, cariño! ¿Qué tal la guardia?
Su madre, Cassandra, era una mujer de sesenta y dos años, muy cariñosa y muy pendiente de sus hijos. Había heredado de ella los cabellos negros y los ojos marrón grisáceo; sus hermanos los tenían del color del chocolate: el chocolate negro, Manuel, y el chocolate con leche, Bruno. Aunque era cirujana, había dejado de ejercer cuando Pedro era pequeño.
Su padre, Samuel, un hombre alto, robusto e intimidante de sesenta y ocho años, sí continuaba ejerciendo: era el director del Boston Children’s Hospital, el mejor hospital infantil de Estados Unidos.
Sus abuelos también habían sido médicos. No era extraño que los tres mosqueteros continuaran la profesión familiar.
—Bien, mamá, como siempre.
Catalina lo llamaba a diario. A sus hermanos les telefoneaba una o dos veces a la semana, pero al mayor, incluso sabiendo que no le gustaba dar más explicaciones sobre su vida que las necesarias, lo controlaba dulcemente desde que se compró su primer móvil.
—Vienen tus hermanos a cenar, ¿cuento contigo?
—Claro —jamás se negaba.
Se restregó los ojos y se dio cuenta de que se había dejado las lentillas puestas; iba a pasar un buen rato con los ojos irritados. Se levantó y caminó hacia el baño que tenía dentro de su dormitorio.
—¡Qué bien! —exclamó ella, con excesiva alegría.
—¿Te pasa algo? —le pareció rara tanta efusividad, incluso para su madre, siempre tan expresiva.
Se sujetó el teléfono con el hombro, se inclinó hacia el espejo que colgaba encima del gran lavabo de mármol y se quitó las lentillas.
—No, no —se rio—. Nos vemos en un ratito, cariño.
—Mamá, oye... —musitó, pensativo, observando su propio reflejo—. ¿Conoces alguna escuela para niños sin hogar? —volvió a la cama.
—Solo hay una en Boston, pero tengo entendido que la van a cerrar. No recuerdo el nombre...
—¿Por qué? —se preocupó.
—¡Porque no me acuerdo, hijo, qué quieres que le haga si ya sufro Alzheimer!
—Joder, mamá... —gruñó, molesto—. Cuando seas una anciana y enfermes de verdad, no nos lo vamos a creer.
Su madre emitió una carcajada detrás de otra.
—Esa boca, querido mío —lo regañó entre risas—, no me gusta que digas tacos.
—Perdona —se disculpó—. ¿Por qué van a cerrar la escuela? —repitió con la voz contenida.
—Porque quieren tirar el edificio para construir un bloque de pisos, la misma razón de siempre —suspiró—. Sobra dinero para tonterías, pero no para los asuntos importantes, ya sabes. Y no hablemos de esto porque me provoca dolor de cabeza —añadió, con su característica indignación hacia ese tipo de temas.
—Gracias por la información. Nos vemos luego, mamá.
—Un beso, cielo.
Colgaron.
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