jueves, 12 de septiembre de 2019

CAPITULO 13 (PRIMERA HISTORIA)




Se puso unos calzoncillos y salió al salón. No había rastro de Manuel ni de Bruno. Le habían dejado una nota en el frigorífico, en la que le informaban de la cena en casa de sus padres. 


Se revolvió los cabellos y se dirigió otra vez al baño. Se duchó otra vez y se arregló. Escogió una chaqueta informal —el abrigo lo reservaba para el hospital y reuniones sociales a las que asistía junto con su familia y amigos—. Cerró el piso con llave y descendió las escaleras hacia el sótano. Le sorprendió ver el Aston Martin de Manuel y la ausencia del todoterreno gris metalizado de Bruno, un Mercedes GLC.


Pedro arrugó la frente, acercándose a su moto BMW F 800 ST, su tesoro más preciado. Su primera pasión en la vida eran sus pacientes; la segunda, las motos. No tenía coche, no lo necesitaba. Caminaba siempre que podía y, cuando no, se movía en su BMW, gris metalizada como el coche de Bruno. Se ajustó el casco, también gris, en la cabeza y partió rumbo a casa de sus padres, en el barrio de Suffolk, cruzando el río Charles y a menos de diez minutos sin tráfico del Boston Common. Disfrutó del corto trayecto.


Al llegar a la verja de hierro forjado de la pequeña mansión de la familia Alfonso, introdujo un código en el panel del muro lateral de la propiedad y esta se abrió. Avanzó por la rampa y aparcó en el garaje techado, junto al todoterreno de su hermano pequeño. Se quitó el casco mientras subía la cuesta para entrar por la puerta principal, en lugar de acceder desde el garaje, porque a su madre le encantaba recibirlos, aunque él era el único que mantenía esa tradición. Llamó al timbre.


—¡Cariño! —Catalina se lanzó a su cuello para abrazarlo.


Pedro se inclinó, su madre era veinte centímetros más baja.


—Hola, mamá —besó su mejilla y le sonrió.


El mayordomo, Augusto, se encargó del casco y de la chaqueta. El hombre, de mediana edad, enfundado en su uniforme de traje y corbata negros y camisa blanca, le sonrió con cariño. Había visto crecer a los tres mosqueteros y, más que un sirviente, era parte de la familia, igual que el resto de los empleados.


—¿Qué tal en el hospital, señorito Pedro? —se interesó Augusto.


—Rodeado de niños, así que muy bien —le palmeó el hombro.


Catalina se colgó del brazo de su hijo y lo condujo por la mullida alfombra rojiza del recibidor hacia el salón-comedor, la puerta de la izquierda, enfrente de la amplia escalera de mármol que ascendía al piso superior. El salón grande, situado detrás de la escalera, lo utilizaban para eventos concurridos o cenas de importancia.


—Tenemos visita esta noche —comentó su madre, pegándole un pellizco.


—¡Ay! —exclamó, sorprendido—. ¿A qué viene eso?


—Ya hablaremos tú y yo —entrecerró la mirada—. Pórtate bien, Pedrono me hagas regañarte.


—Pero ¿a qué...? —no terminó la pregunta. 


Frenó en seco.


Paula estaba sentada en uno de los sofás, entre Manuel y Bruno, a la derecha; la zona del comedor se encontraba a la izquierda. Los tres charlaban con su padre.


—¿Qué hace ella aquí? —le susurró a Catalina.


—He dicho —lo pellizcó de nuevo, sonriendo como la perfecta anfitriona que era— que te portes bien.


—¡Hijo! —Samuel se incorporó del sillón y se aproximó a él.


Pero Pedro solo tenía ojos para Paula, que había vuelto a ser esa niña llamativa que lo enervaba. Vestía sus Converse amarillas, medias y falda tableada rosas y camiseta a juego con las zapatillas, y que escondía la sorprendente cintura que había apreciado esa mañana. ¡Por Dios, si parecía un chicle de fresa y plátano! Si seguía aborreciendo frutas que le recordaran a ella, no podría comerlas nunca más...


Se fijó en sus cabellos, recogidos en su característica trenza de raíz, y sus mejillas sonrojadas, como de costumbre. Ella se levantó y también lo observó, aunque su rostro se tornó más colorado según lo iba inspeccionando, al igual que sus impresionantes ojos turquesa se agrandaban poco a poco conforme ascendían hacia los suyos.


Pedro se sintió ridículo, si su padre lo auscultase en ese instante, el diagnóstico sería arritmia a punto del colapso.


He vuelto a la adolescencia... ¡Joder!


¿Desde cuando una mujer lo agitaba tanto? O, mejor dicho, ¿desde cuándo esa mujer lo agitaba tanto? ¿Y si lo ocurrido unas horas atrás había sido un sueño, o una pesadilla, según cómo se mirase?


Recibió un tercer pellizco en el brazo que lo despertó del trance. Maldijo por lo bajo y abrazó a su padre. Se mantendría alejado por completo de su madre o acabaría con el brazo amoratado.


Menuda nochecita le esperaba...



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