viernes, 25 de octubre de 2019

CAPITULO 5 (SEGUNDA HISTORIA)





Howard, a regañadientes, obedeció. Zaira se hizo cargo del bebé. La pareja de aludidos entró de nuevo en la estancia. Catalina se les unió y cerró tras de sí. Los cuatro se miraban con extrema seriedad.


—Esto es complicado —dijo Samuel, entrelazando las manos en la espalda. Era robusto, de aspecto intimidante y casi tan alto como sus hijos. Su pelo, ligeramente encanecido, poseía las entradas propias de su edad, sesenta y nueve años. Ocupaba el cargo de director del Boston Children's Hospital, el mejor hospital infantil de Estados Unidos—. Hay un niño de por medio, a quien queréis marcar ya de por vida con acusaciones legales.


—¡Qué! —exclamaron los dos al unísono, incrédulos.


—No necesito saber las razones por las que se lo escondiste, ni tampoco por las que huiste de Boston, Paula, eso es algo entre vosotros. No obstante, Pedro tiene razón en cuanto a que es su padre y desea ejercer su derecho como tal. Pero ninguno vais a meter abogados en esto —los miró largos segundos. Una fugaz sonrisa cruzó su semblante—. La solución es sencilla: os casaréis.


—¡¿QUÉ?! —repitieron a la par.


La señora Alfonso parpadeó, confusa.


—Viviréis juntos —continuó el señor Alfonso, inamovible en su decisión, sin variar su expresión autoritaria—. Lo haréis por el niño. Ahora, vosotros no importáis, quien importa es Gaston. Y por Gaston os casaréis. Paula, terminarás tu relación con Howard y, Pedro, se acabó tu vida mujeriega.


—No pienso casarme con ella —resopló Pedro, rabioso.


Aquello la enfadó hasta límites insospechados, y le rebatió:
—¡Ni yo contigo, imbécil!


—¡No me insultes, joder!


—¡Te llamaré como me dé la gana! ¡Imbécil! —recalcó con excesivo énfasis, cruzándose de brazos. Se colocaron uno frente a otro, a escasos centímetros, olvidándose por completo de los presentes—. Porque eso es lo que eres: un imbécil que me dejó tirada en un ascensor, un imbécil que ahora quiere quitarme a mi hijo, un imbécil que se acuesta con una mujer diferente cada noche y que así pretende ser un ejemplo para su hijo, un imbécil sin escrúpulos ni respeto que desea arrancar a un bebé de los brazos de su madre. ¡Imbécil, Pedro, imbécil! —hizo aspavientos como una demente.


Él desorbitó los ojos, respirando como un animal a punto de embestir.


—¡Y tú eres una víbora! —la apuntó con el dedo índice, sin disminuir los gritos—. Yo seré un mujeriego, jamás he pretendido ser alguien que no soy y, mucho menos, he huido de mis responsabilidades, pero lo que tú hiciste fue peor: te entregaste a otro hombre embarazada de mí, ¿cómo llamas a eso, Chaves? Dices que nació prematuro —arqueó las cejas—, ¿debería creérmelo? Al fin y al cabo, ¿no conociste a Howard en la gala, la misma noche que tú y yo nos acostamos en el jodido ascensor?


La respuesta de Paula no se hizo esperar... Lo abofeteó con tanta fuerza que le arañó la cara. Su mano hormigueó. Pedro la contempló con una ira inhumana.


—La próxima vez que vuelvas a ponerme una mano encima —le advirtió él, con voz afilada, inclinándose, amenazante—, te quito al niño y me largo lejos, víbora —añadió el apelativo con repugnancia.


—¡Oh, por Dios! —exclamó Catalina, pálida.


Samuel masculló una serie de incoherencias.


Pero ella no se amilanó, sino que se irguió en su corta estatura.


—La próxima vez que vuelvas a dudar de Gaston, soy yo la que se larga lejos con el niño, imbécil —respondió en el mismo tono.


—Basta ya —gruñó el señor Alfonso, situándose entre ambos, obligándolos a alejarse unos metros—. ¿Tienes familia en Boston, Paula?


—No —agachó la cabeza—. Soy de Nueva York. Mis padres y mis hermanos viven allí, pero ellos no... —se detuvo y se giró, ofreciéndoles la espalda.


La señora Alfonso inhaló aire y se acercó a ella con una triste sonrisa, adivinando a la perfección que algo sucedía con la familia Chaves. La tomó de las manos y se las apretó.


Era la mujer más elegante y caritativa que Paula había conocido. Su increíble belleza, de cabellos negros, ojos marrón grisáceo y admirable sonrisa, se igualaba a la simpatía y a la bondad de su corazón; una persona preciosa en el exterior y en el interior.


Catalina tenía sesenta y tres años; había sido cirujana, pero, al nacer Mauro, el mayor de los hermanos Alfonso, había renunciado a su puesto para cuidar de su hijo; después, fundó Alfonso & Co, una asociación sin ánimo de lucro que organizaba eventos para ayudar a niños y adultos sin techo a conseguir una casa, una escuela e, incluso, una familia. Zaira también formaba parte de la asociación.


—¿Cuáles eran tus planes, tesoro? —se interesó la señora Alfonso con dulzura—. Me refiero a antes de hoy.


—Pensaba hablar con Mauro para incorporarme al hospital —respondió Paula, tras tragar saliva para desvanecer el nudo de su garganta al recordar a su familia—. Aterrizamos ayer por la tarde. Me estoy quedando en el hotel de Ariel. Dejé mi apartamento cuando decidí irme a Europa.


En realidad, Ariel no era su novio, pero no tenía ninguna intención de aclararlo. Ni siquiera se habían besado una sola vez. Ella había sido sincera desde el principio. Howard sí estaba enamorado, se lo había dicho en repetidas ocasiones, incluso le había propuesto matrimonio cuando nació Gaston, pero ella se había negado.


El empresario hotelero había insistido en permanecer a su lado a pesar de no ser correspondido en sus sentimientos. Cuidaba de Gaston y de Paula con una paciencia y una devoción asombrosas. Siempre estaría agradecida a Ariel, siempre. En los últimos diez meses se había convertido en su mejor amigo. No lo amaba, no podía, porque su corazón, por desgracia, ya poseía dueño, aunque este no se lo mereciera...


—Un hotel no es el lugar apropiado para cuidar de un bebé —farfulló Pedro.


Paula se soltó de Catalina y lo encaró.


—Y tú no eres el más idóneo para cuidar de un bebé —entrecerró la mirada.


—No empecemos, por favor —les regañó Samuel, levantando las manos para poner orden—. Pedro tiene razón: un hotel no es el lugar apropiado para un bebé. Gaston necesita un hogar —sonrió—. El mejor sitio es el apartamento de Pedro; después de todo, mi adorable nieta, Carolina, vive allí.


—¡Ni hablar! —negaron los dos, a la vez.


—¡Es una magnífica idea! —convino la señora Alfonso, colgándose del brazo de su marido—. Allí están Zaira, tu mejor amiga —le dijo a Paula—, y Caro, la prima de Gaston. De ese modo —observó a Pedro—, tú no tendrás que modificar mucho tus costumbres y tú —la miró a ella— dispondrás de una casa muy cerca de tu trabajo, cosa que te encantará, te hablo por propia experiencia. Una madre solo desea estar al lado de su hijo. Además, viviendo allí Bruno y Mauro también, habrá jueces de paz que evitarán que os matéis. Y el piso es grande.


—Asunto arreglado —zanjó el señor Alfonso, feliz, sin atisbo de la seriedad mostrada antes—. Ahora, os dejaremos a solas para que discutáis cómo proceder, aunque yo creo que la boda ha de celebrarse en cuanto estén los papeles arreglados. Yo me encargaré de todo. La semana que viene es Nochevieja, lo mejor será que os caséis a principios de enero. Hablaré con mi amigo Albert, el sacerdote que ha casado a Mauro y Zaira.


—Pues vamos, cariño —le dijo la señora Alfonso, pletórica, caminando los dos hacia la puerta—. Albert está en la fiesta. No perdamos más tiempo —y se fueron.


Pedro y Paula estaban boquiabiertos.


—No quiero casarme contigo —declaró ella, apretando la mandíbula.


—Yo tampoco, pero... —respiró hondo, echando hacia atrás la cabeza—. Mis padres tienen razón. Por el bien de Gaston, estoy dispuesto a sacrificarme.


—¿Sacrificarte a qué? —le exigió.


—Sacrificarme a vivir contigo —la contempló con rudeza—. Créeme, va a ser el mayor reto de mi vida.


¿Reto?


Chaves sintió que su pecho se oprimía hasta casi asfixiarse. Las lágrimas amenazaron con explotar, pero tragó repetidas veces para no ridiculizarse en su presencia, ya había llorado delante de él y no tenía intención de repetir. En ese momento, se prometió a sí misma no derramar una sola lágrima más delante de Pedro Alfonso.


—Tendrás que sacrificarte en más cosas —lo corrigió ella, señalándolo con el dedo—. Se terminaron tus relaciones esporádicas. Gaston no conocerá a ninguna de tus mujeres, como tampoco saldrás más en la prensa con otra que no sea yo. Eres famoso y no voy a permitir que mi hijo se vea perjudicado por tu falta de escrúpulos. Si de verdad deseas hacer esto por Gaston, tendrás que cambiar de raíz.


—¿Y tú? —inquirió él, mirándola con desdén—. Romperás tu relación con Howard y no volverás a verlo. Si yo no puedo ligar, tú tampoco, rubia.


—No me llames rubia —tembló como un volcán a punto de estallar.


Pedro, entonces, sonrió.


¡Oh, Dios mío!


Ahí estaba esa sonrisa... una sonrisa que había extrañado los últimos diez meses. Nadie sonreía como él...


¡Nadie, maldita sea!




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