lunes, 6 de enero de 2020

CAPITULO 42 (TERCERA HISTORIA)





Pedro procuró moderar el beso porque, si seguían así, él cometería una locura. Avanzó hasta aplastarla contra la pared de la piscina. 


Sollozaron cuando sus caderas chocaron por el golpe.


—¡Ay! —exclamó ella, interrumpiendo el beso, y se frotó el trasero con una expresión de dolor.


Él parpadeó para espabilarse y recordó la caída que había sufrido con el caballo por la mañana.


—Perdona... —se disculpó Pedro, procurando hallar la regularidad de su aliento, enérgico en exceso, como el pujante palpitar de su ingobernable corazón.


Bajó una mano a su nalga lastimada y se topó con la diminuta hinchazón.


Paula dio un respingo. Pedro le rozó el bulto con suavidad, frunciendo el ceño. La miró. Esos luceros verdes, brillantes, esos labios enrojecidos y trémulos, esos mofletes ruborizados... Esa leona blanca lo despojó de sensatez, de cordura y de cualquier resquicio de estabilidad. Un gemido esporádico brotó de su garganta al contemplar su boca, su pecaminosa y preciada boca.


Sin embargo, antes de inclinarse de nuevo hacia esa maravilla de mujer, una risa a lo lejos lo devolvió al presente. Su familia y sus amigos estaban en el césped, ajenos a la pareja, permitiéndoles intimidad. ¿En qué momento se habían ido? No importaba.


—Pau... —le acarició las mejillas. Suspiró de forma entrecortada—. No pienso pedirte perdón por haberte besado. No me arrepiento. ¿Y tú?


Paula le agarró los brazos. La pesada imposición regresó a sus ojos, que se mortificaron al instante. Los cerró con fuerza, negando con la cabeza.


Pedro la besó en la frente. Su interior se sacudió, orgulloso y feliz, por la respuesta recibida.


Ella sufrió un escalofrío.


—¿Tienes frío? —se preocupó Pedro, abrazándola con cariño.


Paula asintió, resguardándose en él, escondiendo el rostro en su cuello.


Permanecieron unos segundos en esa postura hasta que Pedro la elevó por los costados para sentarla en el borde de la piscina. A continuación, él se impulsó y salió del agua. Cogió una de las toallas secas y la cubrió desde atrás, sentándose a su espalda y cercándola con los brazos y con las piernas. Ella se recostó en él hecha un ovillo.


—¿Estás enamorada de... Anderson? —le preguntó Pedro en un susurro ronco.


—¿Tú qué crees, Pedro? —se incorporó y se giró para mirarlo.


—Creo que si estuvieras enamorada de él, me hubieras frenado. Y no lo has hecho.


Paula suspiró de forma prolongada y tranquila antes de contestar:
—No. No estoy enamorada de Ramiro.


—¿Y por qué estás con él? —le exigió Pedro, rechinando los dientes.


—Es lo que quieren mis padres —declaró ella en un hilo de voz—. Lo adoran desde hace años, como si fuera su propio hijo.


—Pero tú, no. No lo entiendo —se revolvió los húmedos cabellos con frustración.


—Si rompo con Ramiro, los decepcionaré. Y no puedo hacer eso, bastante han sufrido ya.


—¿No piensas romper con él? —inquirió él, enfadado. Se levantó—. ¿Nos acabamos de besar y no ha significado nada para ti? —se cruzó de brazos a la defensiva—. Dices que no te arrepientes, entonces, ¿qué, Paula? Porque no comprendo nada. ¿Acaso soy un juguete? —bufó, herido en su corazón, por desgracia, que se agrietó ante la cruda verdad.


Paula se puso en pie. La toalla cayó al suelo.


—Soy su única hija, Pedro—señaló ella, seria y decidida—. Solo me tienen a mí. Es una situación complicada que tú jamás entenderías —lo apuntó con el dedo índice—. No sabes el dolor que supuso la muerte de Lucia —las lágrimas se agolparon en sus ojos—. No te haces una idea de lo que es ver a tu
madre y a tu padre consumidos por la pena de haber perdido a uno de sus hijos, aunque hayan pasado ya más de tres años —tragó—. Solo me tienen a mí —repitió, apretando la mandíbula—. Lo único que deseo es su felicidad, la mía no importa. Yo —posó una mano en su pecho, solemne— no importo. Solo ellos. Y si tengo que sacrificarme, lo haré —se irguió y estiró el vestido en las piernas—. Perdóname por haberte besado. Ha sido un error. No pretendía jugar contigo, ni utilizarte. Me dejé llevar por lo que... —se aclaró la voz,
desviando la mirada—. Quiero irme a casa, por favor. Necesito mi maleta para cambiarme, que está en tu coche, si no es molestia.


Pedro no pudo evitar enfurecerse, y mucho... Lo había rechazado... Había sido un error para Paula... Su orgullo se resintió, al igual que otras partes de su ser. Cogió las llaves del todoterreno, que había dejado en la mesa, y salió a la calle, descalzo. Le tendió la bolsa a Paula y esta se metió en la casa y se encerró en el baño. Pocos minutos más tarde, eternos para Pedro, volvió al jardín para despedirse de todos, que habían presenciado la discusión, aunque simularon lo contrario. Él se calzó para llevarla.


—No —le dijo ella—. He llamado a un taxi. Me está esperando.


Pedro se sobresaltó al escucharla.


—Lo mejor será que no nos veamos más —le susurró Paula, de perfil a él —. Adiós... doctor Pedro.


Y se fue sin mirar atrás.





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