sábado, 21 de diciembre de 2019

CAPITULO 12 (TERCERA HISTORIA)





—No hace falta, Ramiro, yo... —comenzó Paula.


—Lo sé, pero ya sabes que me encanta vestirte —la cortó su novio con su sonrisa de suficiencia—. ¿No te gusta el vestido?


—Claro —se giró para entrar en el probador y quitárselo.


El vestido no era su estilo, hasta un ciego se daría cuenta, pero Ramiro deseaba pasearla como un trofeo por haberse convertido en su prometida, algo que ella aborrecía porque no era ningún objeto y prefería pasar desapercibida.


Su vida ya no era suya. No podía opinar ni decidir. Bueno, solo había opinado y decidido una única vez en sus veinticinco años.


Paula ya se había comprado un vestido más acorde a sus gustos, y le encantaba, pero su novio lo había desestimado tachándolo de soso. 


Ella le había pedido consejo a su madre. Un error, por supuesto: Karen y Elias Chaves adoraban e idolatraban a Ramiro, una especie de hijastro para ellos. Su padre lo había adoptado tras el escándalo de su futuro suegro, Hector Anderson, acontecido cinco años atrás. 


Su novio había acudido al Bufete Chaves suplicando un empleo y Elias se había apiadado enseguida de él, porque era el hombre más bueno del universo.


Su novio empezó en el puesto más bajo, de mensajero. Elias deseaba probarlo, pues decía que por sus venas corría la sangre del diabólico Hector, que necesitaba cerciorarse de que Ramiro no era malo. Y se sorprendió al descubrir lo trabajador y lo inteligente que era. 


Rápidamente, escaló en el bufete hasta convertirse en la mano derecha del dueño, consiguiendo, así, un veinte por ciento de las acciones de la empresa y un sueldo millonario.


—Estoy lista —anunció ella, entregándole el vestido a la dependienta que los había atendido.


Estaban en una de las tiendas más exclusivas de la ciudad, en su barrio, Beacon Hill. Al día siguiente, asistirían a la fiesta que siempre daba el Club de Campo por el inicio del verano. El Club de Campo era una institución deportiva para la élite de Boston, que contaba con secciones de golf, equitación, polo, pádel, tenis, natación, hockey sobre hierba, lacrosse y tiro deportivo.


La familia Chaves era miembro, pero nunca habían asistido a ningún baile, recepción o fiesta porque sus padres no se relacionaban con la alta sociedad, simplemente no les interesaba. Elias y Karen eran un matrimonio muy sencillo, con su grupo de ocho amigos de toda la vida que se reunían en una cena mensual y en vacaciones. Las cinco parejas se habían conocido en la universidad y, desde entonces, no se habían separado. A raíz de la muerte de
Lucia, la amistad creció, eso siempre decía su madre, muy agradecida por el apoyo.


—Necesitas zapatos, bolso y hora en el salón de belleza —le dijo su novio, que ofreció su tarjeta de crédito para pagar la compra.


Paula no se molestó en desestimar el regalo, era inútil. Ramiro siempre la había invitado a todo. Jamás había permitido que pagase nada.


Su prometido se pasó las manos por el pelo con extremo cuidado. Ella desvió la mirada para no reírse, pues los rubios cabellos de Ramiro siempre estaban engominados hacia atrás, estáticos, no los movería ni un huracán.


Se fijó en que la dependienta observaba, por completo embelesada, al abogado Anderson. Ramiro también se percató y le dedicó su seductora sonrisa. Paula se dio la vuelta y caminó por el establecimiento mientras espiaba el coqueteo entre su novio y la desconocida. Aturdía al sector femenino. Sus ojos azules desprendían un frío convencimiento en sí mismo, su postura erguida y altiva revelaba una fiera determinación y su cuerpo alto y vigoroso de gimnasio —dedicaba dos horas diarias a labrar sus músculos desde hacía años—, ofrecía una sólida ambición. Y nunca salía de casa sin el traje, la corbata y los zapatos de las marcas más caras. Su aspecto era siempre perfecto y demasiado formal.


—Vamos, Paula —la agarró del brazo y tiró hasta soltarla en la calle.


Ella tuvo que correr para mantener el ritmo de su grandes y rápidas zancadas. Entraron en una tienda de complementos femeninos.


—Necesitamos unas sandalias de tacón y un bolso —le dijo su novio a la nueva dependienta—. El vestido es amarillo. Quiero los zapatos y el bolso de color negro.


Paula cerró los ojos un instante. Odiaba tal combinación. Y la mujer pareció leerle el pensamiento porque frunció el ceño y la miró, como si le pidiera opinión.


—¿Me ha oído, señorita? —le apremió Ramiro, interponiéndose entre las dos. La dependienta asintió y se alejó a realizar su cometido.


Y Paula ni siquiera se probó las sandalias, porque él desestimó tal idea porque tenía una importante comida de negocios y no deseaba llegar tarde.


Se dirigieron al chófer, que los esperaba en la misma puerta del último establecimiento. Se llamaba Juan. Era un hombre entrañable y muy cariñoso con ella. Tenía los cabellos encanecidos en las sienes y unas profundas entradas.


—¿Ya lo tiene todo, señorita Chaves? —le preguntó Juan.


—Sí —sonrió—, gracias, Juan.


—Seguro que va a ir preciosa, como...


—Tengo prisa —los interrumpió Ramiro, desabotonándose la chaqueta de su traje gris.


—Claro, señor —asintió el chófer, antes de abrir la puerta trasera.


Paula fue a meterse, pero su novio la sujetó del codo.


—Tengo prisa —repitió, sonriendo—. Lo siento, Paula, pero hoy no puedo llevarte.


—Podría dejarme Juan después que a ti —sugirió, esperanzada.


Ramiro la rodeó y se introdujo en el Audi. Cerró y bajó la ventanilla.


—Te recojo mañana a las diez —añadió, y subió el cristal.


Juan le dedicó una triste sonrisa antes de partir.


Paula suspiró y se acercó al borde de la acera para detener un taxi. La funda del vestido era muy grande y estaba haciendo malabarismos con la incómoda bolsa de los zapatos y del bolso.


—Voy a Garden St —le informó al taxista que paró, inclinándose hacia el coche.


—Pues vaya usted andando porque está a dos manzanas —le contestó y aceleró.


Ella se quedó patidifusa por tal descortesía. Y, lo peor de todo, no fue el único.


Al tercer intento fallido, decidió regresar a pie. 


Apretó tanto la mandíbula durante el trayecto que creyó que se le rompería. Y chocó con más de una persona, recibiendo, además, gratos insultos. Quiso gritar de frustración, y a punto estuvo de hacerlo cuando, al doblar la esquina de su calle, un indeseable la golpeó en el hombro, provocando que se tropezara con sus pies, perdiera el equilibrio y aterrizara de bruces contra el suelo. Por desgracia, no solo sucedió eso, sino que la funda aterrizó en el único charco del asfalto, justo un microsegundo antes de que un coche lo pasase por encima a la velocidad del rayo, y que la bolsa se precipitara debajo de un automóvil aparcado.


Ella se cubrió la boca, horrorizada. Se levantó, ignorando el dolor que sintió en las rodillas, y retiró el vestido del agua. Las lágrimas inundaron sus ojos. Tragó infinidad de veces. La funda, de tela, estaba empapada y manchada de grasa... Se acercó a por los zapatos y el bolso. 


Se tumbó en la acera, ensuciándose, pero por más que estiraba el brazo no los alcanzaba. 


Entonces, una mano desconocida agarró las asas desde el otro lado. Paula se incorporó de un salto. Iba a agradecer la ayuda recibida cuando descubrió que el buen samaritano había sido...


Pedro... —emitió en un hilo de voz, notando su rostro calentarse en el horno más potente del planeta.


Venía del hospital, a juzgar por el traje entallado y la corbata fina, negros ambos, la camisa blanca de cuello italiano y los elegantes zapatos marrones de piel y suela de cuero. Sus cabellos, en desbarajuste hacia arriba en miles de direcciones, aportaban a su refinada figura un contraste deliciosamente provocador. Se olvidó de todo menos de él...




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