miércoles, 23 de octubre de 2019

CAPITULO 146 (PRIMERA HISTORIA)




—¡Rocio! —chilló Paula, antes de salir corriendo al encuentro de su amiga.


—¡El vestido, niña! —la regañó su abuela.


Pero Paula y Rocio se abrazaron, brincando de felicidad.


—¡Estás guapísima! —le dijo Paula a su amiga.


—¡Y tú estás increíble! —la contempló, con las lágrimas a punto de explotar.


Paula la observó con asombro. Rocio estaba muy cambiada, tenía el pelo mucho más largo y su figura había sufrido una transformación, poseía sus características curvas, pero estaba más estilizada, más seductora, más glamurosa, su largo vestido de seda así lo demostraba, de color azul turquesa, elegido por Paula.


—¿Y Ariel? —se interesó.


Moore sonrió y se giró hacia la puerta.


—Ariel, puedes pasar —elevó el tono de voz para que Howard la oyera.


Él apareció ante ellas, con un bebé en los brazos. Stela, Catalina, Sara y Paula enmudecieron. Rocio se rio, cogiendo al niño. Ariel besó a la enfermera en la mejilla, con ternura.


—Os presento al pequeño Gaston —anunció Moore.


La señora Alfonso se acercó lentamente, analizando al niño.


—¿Qué es esto que tiene aquí? —preguntó Catalina, con el ceño fruncido, bajándole el cuello de la camisa al bebé—. ¡Ay, Dios mío! — desorbitó los ojos, retrocediendo.


Paula también lo vio. Era un curioso lunar que su preciosa hija de tres meses, Caro, casi del mismo tamaño que Gaston, tenía en la nalga derecha, el mismo que Catalina Alfonso poseía en el tobillo, marca registrada de la familia.


—¿Cuánto tiempo tiene? —se inquietó Paula—. ¿Por qué no me lo has contado, Rocio? ¡Eres mamá!


Su amiga palideció y se marchó con Ariel, sin responder.


—Catalina, reacciona —le pidió Paula, zarandeándola del brazo.


—Es... Gaston es... es mi nieto... —susurró la señora Alfonso, en un tono apenas audible. Carraspeó—. Tengo que hablar con ella ahora mismo. Nos veremos en la iglesia —y se fue.


—Vamos, señorita, falta el velo —la instó Stela, la diseñadora de su traje de novia.


Cuando Paula observó su propio reflejo en el biombo del probador de la señora Michel, formado por espejos altos y anchos, contuvo el aliento.


El exquisito vestido blanco era sencillo, de seda, de manga larga y estrecha, cuello redondo, sin escote, ceñido hasta las caderas, donde se habían bordado flores en color gris perla, a modo de fajín de cinco centímetros, y detrás, justo al inicio del trasero, desde el borde del cinturón, se ampliaba la falda con una cola de un metro. El suave y delicado velo de tul de seda se lo anudó Stela a la trenza de raíz que recogía sus cabellos, en lo alto de la cabeza.


Respiró hondo y agitó las sudorosas manos. Su abuela le entregó el ramo de flores silvestres. Las tres se abrazaron, emocionadas.




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