sábado, 7 de diciembre de 2019
CAPITULO 122 (SEGUNDA HISTORIA)
No me lo puedo creer... Primero, mi rubia y, ahora, mi cuñada... ¡Pero este tío de qué va, joder!
—¿Paula? —pronunció Howard, que apareció por el hueco que había a la derecha, cerca del escritorio de cristal, situado al fondo.
Pedro reconoció que James poseía un gusto impecable, pues no solo el hotel era increíble, parecía que el despacho iba a juego con el estilo innovador, luminoso y espacioso del edificio.
Melisa Chaves sonrió, entornando los ojos, antes de acercarse a Howard y colgarse de su cuello con familiaridad y coquetería. Ariel se tensó y sus pómulos se tiñeron de rubor.
Delicadamente, retrocedió, soltándose del agarre. Ella frunció el ceño por el rechazo y alzó el mentón.
—Howard —lo saludó Pedro, extendiendo una mano.
—Alfonso —se la estrechó.
Eran rivales, las chispas venenosas que se dedicaban siempre no habían desaparecido.
—¿Qué haces aquí, Melisa? —inquirió Paula, rechinando los dientes, conteniéndose, reaccionando al fin.
—¿Os conocéis? —preguntó Howard, extrañado.
Pedro observó a su cuñada, analizando cada uno de sus gestos, escrutando cualquier atisbo de la maldad que la caracterizaba. Primero, había intentado ligar con Bruno en la boda, luego, se había ofrecido al propio Pedro y, ahora, ¿Ariel Howard?
Malo, campeón, muy malo...
—Es Eli —anunció Melisa, adelantando una pierna, enfundada en medias.
Su aspecto seguía siendo el de siempre: vestido ajustado rojo, escote pronunciado, tacones de aguja altísimos, largos cabellos sueltos alisados y ojos de un azul glaciar.
—¿Tu hermana Eli? —pronunció Ariel en un hilo de voz, pálido—. Pero si se llama Paula...
—Elisabeth Paula Chaves —señaló Melisa, sonriendo— es mi hermana Eli...
—Alfonso—gruñó Pedro, corrigiéndola, cruzándose de brazos en el pecho—. Paula Alfonso, Melisa, que no se te olvide.
Lanzó la advertencia con dos propósitos: defender a su mujer, porque odiaba su primer nombre, y recalcar el hecho de que era suya. Y su cuñada lo entendió, enrojeció de rabia y le dedicó una mirada de indiscutible odio.
—¿Qué diantres haces aquí, Melisa? —repitió Paula, alterada, apretando tanto el carrito que sus nudillos se tornaron blancos.
—¿Acaso no es obvio, Eli? —se giró y contempló a Howard unos segundos, suspirando—. He venido a ver a mi novio. Tengo unos días libres en la clínica.
—¿No...? ¿Novio?
Pedro reprimió una carcajada incrédula.
—Y, ya de paso —continuó Melisa, que en ese momento comenzó a juguetear con la corbata de un estático Ariel—, ver a mamá.
—¡Ni se te ocurra! —estalló Paula, que avanzó hacia la extraña pareja—. Por eso estás con Ariel, ¿a que sí? —la apuntó con el dedo—. A mí no me engañas, Melisa. Pero ¿sabes qué? —se rió sin humor—. Ariel no tiene la más remota idea de dónde vivo, ni dónde viven mamá y Alejandro —miró a Howard, sin disimular la traición que sentía—. Habíamos venido para charlar un rato y que vieras a Gaston, pero debimos llamar antes —se giró y condujo el carrito hacia la puerta de acero—. Vámonos, Pedro.
Él acató la estricta orden al instante, aunque con cierto recelo. Su cuñada sonrió satisfecha y Ariel ni siquiera se inmutó.
—¿Estás celosa? —quiso saber Pedro cuando salieron al pasillo, agarrándola de la muñeca para frenar su avance.
Ella dio un respingo. Parpadeó, confusa.
—Pero ¿qué...? —se tambaleó, de pronto.
Él se asustó y la sujetó por la cintura.
—No me encuentro bien, Pedro... —se quejó Paula, tocándose la sien.
Pedro respiró hondo para calmarse. Telefoneó a Mauro para que los recogiera con el coche. No se arriesgaría a volver a casa caminando, aunque fueran quince minutos. Ayudó a su mujer a sentarse en uno de los sillones del hall, y esperaron la llegada de su hermano.
Una vez entraron en casa, ella se puso el camisón y se metió en la cama, con el cuerpo debilitado y un condenado dolor de cabeza. Él le cambió el pañal al niño, lo vistió con el pijama y se dirigió a la cocina con el bebé para prepararle el biberón. Gruñó una y mil veces. Gruñó infinitas veces.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Bruno, descalzo, en camiseta y en vaqueros, en la cocina—. Déjamelo a mí, tú prepárale la cena —tomó a Gaston en brazos y se acomodó en uno de los taburetes—. ¿Qué te pasa, Pedro?
—Se ha mareado —declaró Pedro, al introducir el frasco en el microondas para calentarlo.
—¿Otra vez?
—Sí... —suspiró, pasándose las manos por la cabeza, desquiciado—. Se ha acostado.
—Le duele la cabeza —afirmó su hermano, grave y en voz baja.
—¡Sí, joder!
El bebé se sobresaltó, pero Bruno lo acunó en el hombro y se relajó de inmediato. Pedro apoyó las caderas en la encimera, junto a la vitrocerámica.
Mauro se unió a ellos en ese momento, sentándose en el otro taburete.
—Howard tiene novia —les contó a sus hermanos—. Melisa Chaves.
—¡¿Qué?! —exclamaron los dos al unísono, atónitos.
—Paula y yo fuimos a su hotel y la vimos en su despacho. Se presentó como su novia y él no lo negó. De hecho —sonrió sin humor—, se quedó bastante traspuesto al enterarse de que Melisa y Paula son hermanas.
—Qué raro, ¿no? —comentó Mau, recostándose en la barra americana con los codos.
—De raro, nada —apuntó él, con los ojos fijos en el suelo—. Y tampoco es ninguna casualidad que, justo cuando Juana se separa del gilipollas de Antonio —escupió con desagrado—, Melisa haga una visita a su novio. Dice que se ha cogido unos días de vacaciones para ver a Howard. No me creo nada —los miró—. Tengo que contaros algo...
Sacó el biberón del microondas, ajustó la tetina y cogió a su hijo para darle de cenar en el sofá del salón, mientras les relataba el pasado de Paula: su infancia, su anorexia, su adolescencia, incluso el incidente de Diego, su huida de Nueva York, el octavo cumpleaños de Alejandro, los castigos a su suegra...
Todo. No omitió detalles. Mauro y Bruno, como era de esperar, enmudecieron un par de minutos, asimilando la información.
—¿Crees que Melisa se ha acercado a Howard para poder controlar a tu suegra como ha hecho siempre? —pensó Bruno, en el suelo, con las piernas flexionadas.
—No solo eso —convino Pedro en voz baja para no asustar a Gaston, que comía tranquilo—. No olvidéis su amenaza en mi boda. Me dijo que se encargaría personalmente de demostrarnos a Paula y a mí lo mujeriego que soy —gruñó—. ¿Qué se traerá entre manos? —chasqueó la lengua.
Continuaron murmurando sospechas y más sospechas sin llegar a ninguna solución ni a ninguna conclusión. Melisa era ahora la pareja de Howard y estaba en Boston, lo que significaba que algo quería, pero ¿qué?
Los interrogantes persistieron en su mente, agitando su interior, durante el resto de la semana. A eso se le añadía el malestar que padecía su mujer: estaba ojerosa, apenas conciliaba el sueño, se despertaba sudorosa y estremecida, los mareos no cesaban, las náuseas se sucedían, aunque no vomitaba, y las migrañas no desaparecían. Había dejado de tomarse la píldora anticonceptiva de inmediato y cuidaba mucho su alimentación, sin embargo,
Pedro no atisbaba cambio ninguno. Ella, además, fingía alegría con él y se esforzaba con el niño. Hacía muecas cuando se agachaba. No lo engañaba.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario